Strómelburg se echó a reír en un complacido recuerdo del genio del doctor. Luego se inclinó hacia delante, con una sonrisa de autosatisfacción iluminando su rostro.
–Cavendish replicó con un aullante DD informándonos de que el pobre Antón había estado constipado antes de salir y que, si su cráneo había quedado fracturado por un contenedor, podía haber contraído meningitis, lo cual, como estoy seguro que sabe, es una enfermedad grave y por lo general mortal.
Catherine asintió atontada, tratando de ocultar su conmoción. ¿Cómo conocía la señal DD, el supuesto prefijo secreto para un mensaje urgente?
–Y, en efecto, resultó ser fatal para Antón. Conseguimos que uno de nuestros médicos viniese aquí y dispusiese que muriera por segunda vez, en esta ocasión al cabo de tres semanas sin llegar a salir del coma. Radiamos a Cavendish boletines regulares preparados por nuestro médico acerca de su estado cada vez más deteriorado y al fin, un relato más bien conmovedor de cómo todos cantamos la marsellesa y gritamos
«Vive De Gaulle!»
, al lado de la tumba del pobre Antón. Luego se me ocurrió sugerir, como un asunto de cortesía, que Cavendish enviase un poco de whisky y puros en nuestro próximo lanzamiento de armas para el médico que había cuidado de Antón durante su trágica enfermedad. Esto –se echó de nuevo a reír– me ha valido mis provisiones de whisky. ¿Está segura de que no desea cambiar de opinión?
Pretendió mirar hacia la botella, pero, en realidad, la estaba observando a ella y su reacción ante el relato. Pretendía impresionarla con la extensión de sus conocimientos de las operaciones internas del SOE. En esto, según sospechó, había obtenido un éxito total. Idealmente, debía haberla llenado de un sentimiento de impotencia ante aquellos conocimientos. Pero aquello pareció mucho menos seguro.
–Ahora –continuó, adoptando el aire de un vendedor dispuesto a concluir un pedido– esto nos lleva a usted y a su razón para encontrarse aquí: la auténtica razón, no esa tonta historia que me ha contado hace unos momentos. Cavendish debe de haberse reído mucho cuando se la hizo recitar ante él en Orchard Court el domingo, la noche antes de salir para Tangmere. Consiguió usted volar el domingo, a pesar del espantoso tiempo, y viajó a Calais ayer, donde, de no haberla detenido, hubiese entregado a su superior, Aristide, las modificaciones que Londres le hizo traer para el plan de sabotaje que usted y él habían ideado y que estaban a punto de poner en marcha allí.
Catherine sintió que el color se le retiraba de las mejillas. Había un traidor dentro de su organización, ya aquí, en Francia, o incluso aún peor, en Londres.
Stromelburg se retrepó en su sillón, pensando en su próximo movimiento.
–Confío en que nada de todo esto la haya sorprendido…
–Lo que me sorprende es comprobar que uno de los nuestros es un traidor.
Sus ojos verdes destellaron de cólera.
–Alguien de gran importancia en el SOE está trabajando para usted. Y ésa es la razón de que me encuentre en este despacho.
–Sí –replicó Stromelburg–, su suposición es por entero correcta.
Se levantó y rodeó su escritorio.
–Es usted un oficial británico en servicio. Todos los de Cavendish lo son. Pero es también una terrorista, que actúa detrás de las líneas enemigas sin uniforme, para lo cual el castigo, según la convención de Ginebra, es la pena de muerte.
–La convención de Ginebra… –estalló airada–. Vosotros los alemanes no sabéis siquiera cómo se deletrean esas palabras.
Al instante de decirlo, deseó morderse la lengua. ¿Por qué no dominaba sus nervios?
Sin embargo, Strómelburg no estalló en un ataque de ira como había esperado.
Sonrió.
–Una mujer de carácter, al igual que virtuosa. Debería ahorrarse los aspectos menos atractivos de un interrogatorio en este edificio. Puedo ofrecérselo. Y lo deseo. Todo lo que quiero de usted es unas cuantas respuestas francas. Quiero las modificaciones que Londres le ha dado. Quiero las claves del tiempo que le ha facilitado. Y quiero una descripción, en unas pocas y bien elegidas palabras, de cómo se propone llevar a cabo su operación. Ni más. Ni menos.
–Sabe que no puedo decírselo.
–¿De veras?
La voz del alemán tenía el templo del acero, y ahora ya no aparecía en su rostro ninguna sonrisa. Sus ojos, pensó Catherine, eran los ojos fríos e inmisericordes de un cazador, de un hombre que mira a través del cañón de un arma hacia la presa que se propone destruir.
–Mi querida joven damita, no hay nada que guarde en esa bonita cabeza suya que yo no pueda conseguir que me diga. Nada.
En aquel instante, sonó un zumbido en su escritorio. Strómelburg cogió el teléfono. Era el doctor.
–Comprendo –replicó–. En seguida estoy con usted.
Se volvió hacia los dos hombres que la habían escoltado desde Lila.
–Preparad a la señora para una pequeña conversación –les dijo–. Volveré en seguida.
El doctor le aguardaba en la sala de estar al otro lado del vestíbulo de su oficina, que Strómelburg empleaba por las noches cuando no tenía que regresar a su villa en Neuilly. Entregó a Strómelburg un pedazo de papel.
–Acaba de llegar del «Café Sporting» de Lila. Fue entregado por el mismo hombre que trajo el último mensaje.
Strómelburg cogió el texto descodificado de Aristide.
Decía: «Aristide a Cavendish. Denise arrestada al llegar estación Calais esta noche stop.»
Qué divertido era aquello, pensó Strómelburg. Por lo menos ya sabía su nombre de guerra.
«Fue seguida por cinco oficiales franceses de la Gestapo casi seguramente de Bony Laffont París que la entregaron a dos agentes alemanes Gestapo que aguardaban stop Conclusión debe haber sido traicionada a los alemanes por alguien de aquí stop Tiempo su llegada Calais indicaría que no tuvo contactos en ruta hacia aquí desde llegada «Lysander» stop. Por tanto Paul oficial Operaciones Aéreas debe estar en nómina Gestapo stop Se pide carta blanca para ajustarle cuentas stop Respuesta urgente este canal.»
–¿Qué significa esto? – preguntó el doctor.
–Muy simple. Van detrás de Gilbert. Lo de «carta blanca» significa que solicitan permiso de Londres para matarle.
El doctor palideció.
–¿Debo retenerlo?
–No –replicó Stromelburg–. Envíalo inmediatamente.
–Dios mío, ¿por qué?
–¿Y por qué no? ¿Puedes imaginar una más perfecta comprobación final de la lealtad de Gilbert?
–Pero –replicó el doctor–, ¿después de tanto tiempo, tiene aún alguna duda acerca de la lealtad de Gilbert?
–Para un policía, doctor, dudar es existir. El amor, en ocasiones, tiene una forma de alterar las lealtades de un hombre. Sospecho que nuestro amigo Gilbert tiene o ha tenido un asunto con esa mujer que está en mi despacho, y que, si demuestra ser tan poco cooperativa como está determinada a ser, sus ansias se verán sometidas a una dura prueba la próxima vez que le eche los ojos encima…
Stromelburg vio palidecer al doctor. Una vez más, se acordó de que su delegado no tenía ninguna clase de antecedentes SS.
–Doy por supuesto que Cavendish autorizará a ese Aristide para que mate a Gilbert. Sería algo muy natural en estas circunstancias. Entre otras cosas, nos proporcionará, y lo que es más importante a Berlín, la seguridad final de que nos encontramos en el camino correcto.
–¿Pero, qué me dice de Gilbert?
–¿Y qué pasa con él? Su operación ya ha terminado. O bien le daremos un nombramiento y le proporcionaremos un trabajo aquí, o le haremos pastar en alguna otra parte. Mande el cable…
Cuando el doctor se fue, Stromelburg se dirigió a su cuarto de baño privado. Comenzó, ausentemente, a lavarse y volverse a lavar las manos. Se trataba de un reflejo nervioso con el que, de un modo totalmente inconsciente, Stromelburg se preparaba a menudo para sus sesiones de tortura, una especie de absolución ritual diseñada para lavarse de las iniquidades que estaba a punto de perpetrar con su víctima. Mientras seguía restregándose, trató de enfocar sus pensamientos. Sus largos años como policía interrogador le habían enseñado a leer en los ojos de la gente, como un marino lee en un cambio del viento. El desafío es lo que había leído en aquellos destellantes ojos verdes, un desafío determinado de frustrarle. ¿Cómo conseguiría derrumbarla?
Cuando hubo acabado de lavarse, con sus manos más limpias que las de un cirujano al entrar en el quirófano, encendió un cigarrillo y reflexionó durante un momento. Lo que necesitaba saber de ella era relativamente simple: ¿qué era, exactamente, la operación de sabotaje que le habían ordenado llevar a cabo y lo más importante, que precisara cuándo y bajo qué órdenes debía realizarlo?
Strómelburg sabía que la mayoría de las personas tenían una zona vulnerable, algún aspecto de su ser por el que eran particularmente susceptibles de experimentar una penetración psicológica. Había descubierto que a menudo, la vanidad era la debilidad de un agente. Si se le decía que se creía más importante de lo que era, si se rebajaban sus logros, podría derrumbarse y proporcionar la información que se deseaba en un estallido de orgullo herido.
¿Y qué pasaba con ella? ¿Dónde tenía un punto flaco en su carácter que pudiese explotar, la forma en que pudiese conseguir de modo expeditivo las informaciones que debía extraer de ella? Lo que la hacía especial, reflexionó Strómelburg, era el hecho de que fuese una mujer tan hermosa. La gran belleza mantiene a una mujer aparte de sus menos afortunadas hermanas. Lo mismo que la riqueza proporciona a los ricos el poder y la buena cuna concede a la aristocracia su arrogancia, del mismo modo una espléndida belleza otorga a una mujer una autoridad que las demás no poseen. Es un instrumento para conseguir atraer la atención, ganar el acceso a personas y lugares, engañar a los demás para que hagan su voluntad. Es la herramienta con la que cualquier auténtica mujer hermosa se abre paso en la vida.
Sin embargo, si se priva de repente a la misma mujer de su belleza, se queda indefensa, tan impotente como un gato a quien se le cortan los pelos del bigote. Por lo tanto, pensó Strómelburg mientras atravesaba el vestíbulo, aquélla era la manera como quebrantaría a la desafiante criatura que le aguardaba en su despacho. La atacaría a través de su belleza.
Como Strómelburg había ordenado, la habían «preparado» para su próxima charla. Le habían puesto de nuevo las esposas, con las manos sujetas al respaldo de la silla delante de su escritorio. Sus tobillos estaban también sujetos a las patas de la silla con un cable eléctrico, de forma tan apretada que le cortaba la superficie de la piel. La habían desnudado. Strómelburg sabía ya que nada resultaba más humillante para un prisionero, tanto del sexo masculino como femenino, que tener que permanecer desnudo por completo delante de su apresador.
Sin pronunciar una palabra, cruzó la estancia y la contempló. Los ojos verdes que le miraron eran tan hoscos y desafiantes como siempre. Se volvió a la mesita supletoria que sus hombres habían colocado a poca distancia de la chica. Allí, sobre una sábana, habían colocado el contenido de su bolso. Strómelburg lo estudió: una polvera, un tubo de lápiz de labios, un peine, cerillas, un cepillo para el pelo, dos pañuelos, una cartera. El bolso había sido cortado con una navaja para asegurarse de que no contenía ningún compartimiento secreto en que hubieran escondido algún microfilme. La alteración del plan de sabotaje se encontraría en alguna parte de aquella colección mundana de encima de la mesa, meditó Stromelburg, o más probablemente, en el menos accesible microfilme de su mente.
Retrocedió y la miró a algunos pasos de distancia, con los brazos cruzados sobre el pecho.
–Mira, Denise –le dijo, notando con satisfacción el temblor que perturbó su desafiante mirada al oír pronunciar su nombre–, no eres ninguna chiquilla. Ya sabes dónde estás y por qué te encuentras aquí.
La mujer no respondió, pero le miró con ojos firmes y sin pestañear.
–Ya conoces lo que le hacemos aquí a la gente…
Hizo una pausa para que el sonido de sus palabras descendiese lentamente, como un eco que se extingue poco a poco.
–En el caso de que no estén preparados para responder a nuestras preguntas…
Catherine siguió sin replicar.
–Ya te he dicho antes lo que deseo saber de ti: los detalles de la operación de sabotaje que estabas planeando llevar a cabo en Calais, y las instrucciones respecto del momento oportuno que Londres te dio para hacerlo.
Catherine se humedeció los labios y empezó a hablar lentamente, tratando de hacer desaparecer cualquier indicio de miedo en su tono. No resultó fácil.
–Dado que conoce a mi organización tan bien, en ese caso sabe que estoy autorizada a decirle mi nombre, mi graduación y mi número de serie.
–¡Nombre! – ladró Stromelburg, del mismo modo que un sargento en el campo de instrucción.
–Catherine Pradier.
–Graduación.
–Teniente.
–¡Número de serie!
–266712…
Catherine pudo observar cómo uno de los acólitos del interrogador escribía cuidadosamente cada una de sus respuestas en una agenda de notas.
–Y ahora, ¿dónde están las modificaciones del plan de sabotaje que Cavendish te ha dado para entregárselo a Aristide? ¿Dónde?
Stromelburg se había inclinado hacia delante, mientras pronunciaba aquellas palabras, hasta que su rostro se encontró a pocos centímetros del de ella, y su aliento la alcanzó al articular aquellas furiosas sílabas.
–¿Dónde?
–No puedo decírselo.
Catherine luchó desesperadamente para eliminar el temblor del miedo en su tono.
–Ya lo sabe…
Strómelburg suspiró. Su expresión se suavizó de repente y la miró de una forma prevista para que se mezclasen, a partes iguales, el pesar y la conmiseración por la prueba que la mujer parecía determinada a obligarle a llevar a cabo con ella. Alargó las manos y las colocó, casi cariñosamente, sobre sus desnudos hombros.
–Mira –le dijo casi implorante–, no me hagas dirigir esas personas contra tu…
Los ojos de Strómelburg enfocaron a sus dos torturadores franceses, apoyados indiferentes contra la pared del despacho.
–Te prometo que si cooperas no se te hará el menor daño…
Se incorporó, con su rostro brillando repentinamente como el de un niño que ve que puede responder a una pregunta del maestro.
–Dispondré alguna forma para que te escapes. Serás de nuevo libre. Nadie excepto tú y yo sabrá nunca que has hablado. Te doy mi palabra de honor de oficial alemán…