Casi a hurtadillas, la miró sentada allí a su lado en el coche sombrío. ¿Por qué la enviaban? ¿Tenían realmente derecho a enviar a una mujer a una misión como ésa? ¿Por qué no daban con un francés que corriese los riesgos que esta mujer asumía?
Inadvertidamente, T. F. suspiró. Ridley tendría la respuesta a esto. No había que plantear la pregunta de «¿está bien?» en primer lugar, sino más bien la de «¿funcionará?». T. F. meneó la cabeza. «Ella va a arriesgar su vida y yo permaneceré detrás de un escritorio en la Sala de Guerra Subterránea de Mr. Churchill.» Resultaba difícil saber qué sentía con mayor intensidad: si culpabilidad por la inadecuación de su propio papel o admiración por el de ella.
Ahora mismo, sentada allí con sus ropas poco familiares, ya semejaba una persona del todo diferente a la oficial FANY que había recogido en Orchard Court hacía exactamente un par de días. Ninguna mujer de las que viera en Londres vestía igual que ella. Su magnífico pelo rubio había sido cepillado hacia atrás en un estilo que T. F. nunca había visto. Sacó un «Camel» y, olvidándose de que la mujer no fumaba, le ofreció un cigarrillo. Con el resplandor de su «Zipo» advirtió el broche de Deirdre que Catherine se había prendido en el cuello de su blusa. Como respuesta a su casi furtiva mirada, las manos de Catherine se dirigieron hacia aquella joya.
–No debería haberlo hecho –murmuró–. Es demasiado precioso.
–La comprendo…
Pensó durante un momento en los muy especiales regalos de despedida que le habían encomendado entregarle antes de subir al avión.
–Cristo, hace falta valor para llevar a cabo lo que haces. Ella admira eso. Y yo también.
–Probablemente no hay tanto valor como crees.
–Más, diría yo…
T. F. hizo una pausa como si su vacilación excusase lo que creía que era una trivialidad de sus pensamientos.
–Deberían enviar a alguien como yo en tu lugar.
–¿Porque hablas muy bien el francés –replicó Catherine, riéndose–, o porque te pareces tanto a un francés como a un esquimal?
T. F. sonrió.
–De todos modos, podemos citarnos ahora mismo para esa cena en París cuando la guerra haya terminado.
–¿Y por qué aguardar a que acabe la contienda? – le preguntó–. En cuanto los alemanes se hayan ido, habrá buenas razones para celebrarlo.
La mujer abrió su bolso.
–¿Harás una cosa por mí?
–Se supone que ésa es la razón de que me encuentre aquí.
Catherine le entregó un trozo de papel de seda que envolvía algo metálico, y lo depositó en su mano.
–¿Le darás a Deirdre esto en mi nombre? Era un regalo de despedida del comandante Cavendish. Pero me gustaría que fuese ella quien los tuviese.
Desenvolviendo el papel, T. F. comprobó dentro el brillo de un par de pendientes de oro. Silbó con suavidad.
–No deberías hacerlo…
Catherine escuchó durante un momento el tenue repiqueteo de las gotas de lluvia en la ventanilla. Se volvió hacia T. F.
–Si no regreso, me complacería la idea de que fuese Deirdre quien los tuviese. Tal vez entonces, de vez en cuando, al llevarlos mientras tú y ella bailaseis en Londres, o en Nueva York, o en cualquier otro sitio donde os establezcáis cuando acabe la guerra, pensaréis en mí. Es agradable saber que eso podría suceder. Que alguien te recuerde…
A T. F. se le encogió el corazón ante las palabras de la muchacha. Tomó sus manos entre las suyas.
–Se los daré. Y los llevará hasta el día en que celebremos esa fiesta en París. Te lo prometo.
–Gracias…
Ella también le apretó las manos.
–Realmente me gusta que los tenga. Por otra parte –prosiguió con una risa quebrada–, si algo sale mal, colgarían de las orejas de alguna puta de un oficial de la Gestapo en Calais, lo cual es algo que no desearía en absoluto.
Paul sacó su radio portátil de onda media del escondrijo dentro del fogón de leña sin usar del cobertizo y comenzó a ajustar los diales para una clara recepción de la «BBC». Sus dos pilotos de la RAF se sentaban en una amplia cama adosada a una de las paredes del cobertizo, regocijándose en silencio ante su inminente regreso a Inglaterra y a la libertad. Remy Clément, su número dos, se encontraba delante de la ventana, escrutando las sombras, aún trastornado por la presencia de la Gestapo que había sentido en la estación. «Confío por Dios que uno de los hombres de Strómelburg no se cruce en su línea de visión», pensó Paul. Clément, a diferencia de Paul, iba armado. Saldría disparando todas sus armas, de la forma en que se hace en las películas. En tal caso, Paul debería permitirle que lo hiciese, arriesgándose a que los matasen a todos, o contar a Clément algo acerca de sus contactos con la Gestapo. «En realidad –pensó sombríamente–, sopesando las cosas debería arriesgarme a un tiroteo.»
A pesar del tiempo inestable que en ocasiones hacía dificultosa la recepción, captó la «BBC» con tono alto y claro. Paul se preparó para el pequeño estallido de cólera y frustración que fingiría, en beneficio de Clément y de sus dos pilotos, cuando la emisión acabase y el mensaje no se hubiese radiado. Actuar constituía la parte de sus funciones con la que más disfrutaba. Arrugó el ceño y aguardó el primer mensaje nocturno.
Al oírlo, casi jadeó.
–Copenhague se inclina por el mar –dijo el locutor.
Luego, para que no hubiese el menor error, lo entonó de nuevo en sus lúgubres tonos. Paul se miró los pies para que los demás no observasen la desilusión que desfiguraba sus rasgos. «¿Hostias, qué ha salido mal?» Londres había recibido su mensaje. La muchacha del «Uno Dos Dos» confirmó no sólo que lo había enviado, sino que Londres había reconocido haberlo recibido.
Naturalmente, ninguno de los otros sabía qué era aquella frase en clave. Podía fingir que no la había emitido y permitir que el avión no fuese recibido, ocultarse aquí durante la noche y tratar de escapar al amanecer. Pero, naturalmente, Strómelburg o alguno de sus compinches habría estado escuchando la «BBC». Si veían dar vueltas al avión y al piloto destellar su letra de identidad, en ese caso debería enfrentarse al pelotón de ejecución en Mont Valérien.
En aquel momento se le hizo la luz. Londres era inepto y torpe, pero no tan inepto como algunas veces le hubiese gustado pretender. Habían comprendido que Strómelburg también estaría escuchando la «BBC». Emitieron la frase en clave para cubrirlo. Debería chapotear en una larga noche lluviosa por los campos, en una auténtica exhibición de aguardar a un avión que nunca llegaría, de cara a los hombres de Strómelburg. Naturalmente, achacarían el que no se presentara el avión a algún fallo mecánico o a la apurada puntería de su artillería antiaérea. Paul desconectó la radio y sonrió a los pilotos de la RAF.
–Todo está en orden –anunció–. El mensaje ha llegado. El avión está de camino.
La cena en el «Tangmere Cottage» con los pilotos del Escuadrón de la Luna llena constituyó algo tan alegre como Catherine recordaba. Como mujer atractiva, y su única pasajera de aquella noche, Catherine fue la invitada de honor en cuyo beneficio se contaron de nuevo todas aquellas estupendas historias de vuelos. Al parecer, cada vez que se tomaba un sorbo de su vaso de vino, alguien se lo volvía a llenar. Como postres, el sargento Booker le trajo una naranja en una bandeja de plata, con la dignidad de un joyero que propone una tiara de diamantes a una duquesa viuda. Una vez más lo pasó tan bien que olvidó dónde se encontraba y por qué se hallaba allí, pero una mirada de T. F. desde el extremo de la mesa se lo recordó nuevamente. Le siguió al piso de arriba, al dormitorio que el Escuadrón de la Luna llena tenía dispuesto para los pasajeros, para las instrucciones de última hora.
T. F. colocó su maletín en la mesilla de noche y comenzó a manipular en su contenido exactamente como se le había instruido que debía hacerlo. En primer lugar, le ofreció la cerilla con el microfilme oculto en el hueco de su palito de madera.
–Ya habías visto antes uno de éstos, ¿no es así?
–Sí. Me lo llevé en mi último viaje.
Catherine cogió la cerilla a T. F., la estudió cuidadosamente y luego la deslizó en una caja y dejó caer ésta en su bolso.
T. F. sacó ahora una «Walther PPK» y dos cargadores de balas de uno de los departamentos del maletín.
–La última vez no me llevé ninguna pistola –le dijo–. Esta noche tampoco la quiero. Constituyen todo un distintivo si los alemanes te atrapan en un puesto de control.
T. F. asintió y sacó el siguiente artículo del maletín: un frasquito plateado.
–Vaya… –sonrió Catherine.
Desenroscó el recipiente y olisqueó su contenido.
–Ron…
Hizo una mueca.
–¿Sabes por qué llaman en la Armada a la ración de ron «Sangre de Nelson»?
T. F. meneó la cabeza.
–Cuando Nelson fue muerto en Trafalgar, metieron su cadáver en un ataúd de madera lleno de ron, supongo que para conservarlo hasta regresar a Inglaterra para enterrarlo. Pero…
Rió por lo bajo.
–A nadie le gusta más el grog que a los marinos ingleses, por lo que, cuando abrieron la caja en Inglaterra, estaba seca y el pobre Nelson tan rancio como una mantequilla de tres meses. Mi padre era marino y desde que me contó la historia aborrezco el sabor del ron. Pero no importa…
Metió el frasquito en su bolso.
–Mañana por la noche lo rellenaré de coñac. ¿Qué más?
T. F. abrió una cajita de pastillas y sacó una docena de píldoras redondas verdes.
–Bencedrina. Dicen que un par de ellas te mantendrán despierta durante una semana.
–No tanto –le respondió Catherine–. Pero, ciertamente, sí te hacen pasar toda una noche en blanco.
Finalmente, T. F. extrajo la última cosa de su inventario, la píldora cuadrada y blanca «L». Al verla en la palma de su mano, se sintió incómodo.
–Me parece que ya sabes para qué es esto –inquirió en un embarazoso murmullo.
–Naturalmente…
La cogió, se sentó en la cama y se quitó el zapato izquierdo. Mientras T. F. la observaba con mórbido interés, se desenroscó una de sus decorativas borlas y encajó la píldora en el compartimiento que contenía. Luego lo enroscó todo de nuevo. Mientras lo hacía, una imagen, tan incongruente como extrañamente apropiada, sorprendió a T. F. Sus ademanes le recordaron a las chicas con las que se había citado en el Hartford de antes de la guerra, que se deslizaban una moneda de diez centavos en sus mocasines, para garantizarse un viaje de vuelta a casa en autobús si la cita salía mal. Catherine se puso en pie y se acercó al espejo para dar un último vistazo a su aspecto.
–¿No te gustan estas medias? Las han pintado –le dijo, al captar a T. F. que la miraba.
Cogió el bolso de encima de la cama.
–Vamos –continuó–, será mejor que nos marchemos. El coche se presentará de un momento a otro.
Fuera de la sala de conferencias de «Southwick House», el cuartel general avanzado de Eisenhower, la lluvia repiqueteaba en las ventanas y unos fuertes vientos arrancaban las hojas primaverales de los alerces que rodeaban la gran mansión. En el interior, Eisenhower, Montgomery, el almirante Ramsay –su jefe naval– y el comandante supremo del Aire Leigh Malloy –que mandaba sus fuerzas aéreas– se hallaban tensamente pendientes de cada una de las palabras del meteorólogo principal de SHAEF. El hombre del tiempo, el capitán de Grupo John Stagg, explicaba que un frente frío atravesaría el canal durante la noche. Detrás de él, desde el Atlántico Norte, una de las depresiones que se dirigían hacia Europa, había intensificado su fuerza durante las últimas veinticuatro horas. Aquel reforzamiento había ralentizado su marcha hacia el Este. Entre el paso del frente frío y la llegada de la depresión, Stagg pronosticaba un «hiato providencial» que les ofrecería un descanso breve de tiempo razonable. No un tiempo bueno, pero sí unas condiciones de nubes, viento y estado del mar que casi con toda seguridad, permitirían el mínimo que la invasión exigía.
La discusión que siguió a esta previsión fue breve. Finalmente, Eisenhower frunció el ceño. Sólo hacía unos días que resumiera los riesgos terribles de su empresa en una frase feliz: «No podemos permitirnos fracasar.»
Se volvió a sus ayudantes:
–Debemos dar la orden –declaró–. Esto no me gusta, pero así están las cosas…
Catherine y T. F. se sentaban en silencio en los asientos traseros de la
rubia
sombría que les aguardaba a la puerta del «Trangmere Cottage». Delante, el piloto se atareaba escuchando al sargento de la RAF que le facilitaba el último informe del tiempo.
–Esta noche hay un tiempo realmente agitado –estaba anunciando con toda la jovialidad de alguien que sabía que pasaría la noche en una cama calentita–. Tendrá tormenta con vientos superficiales de treinta a cuarenta nudos que llegarán a sesenta sobre el canal y una fuerte cobertura de nubes desde aquí a la costa francesa. Se convertirá en una capa más dispersa a unos ochenta kilómetros tierra adentro. Hay que vigilar la presencia de hielo por encima de los dos mil quinientos metros.
Saludó diligentemente.
–Esto es todo, señor.
–Es suficiente, sargento –suspiró el piloto.
Luego se volvió hacia Catherine cuando el coche comenzó a avanzar hacia el campo.
–Alguien debe desear mucho su llegada allí, puesto que nos envían con un tiempo semejante –le dijo.
Al llegar al avión aguardaron un poco. Un mecánico ya había calentado el motor. El piloto subió a bordo, comprobó su radio y luego hizo un ademán a Catherine para que subiese también.
–Bueno –dijo la chica mirando hacia T. F.–, debemos despedirnos ya. Empieza a reservarte el apetito para nuestra cena en París.
T. F. la besó cálida y afectuosamente en los labios, y no al estilo francés en ambas mejillas.
–Adiós –murmuró–. Buena suerte.
Se quedó allí, entristecido y conmovido, mientras el mecánico cerraba la carlinga por encima de la cabeza de la chica. Ella le mandó un beso, el piloto saludó su adiós con la mano y el avión pivotó hacia la izquierda en dirección a la pista de despegue. Mientras T. F. observaba, el piloto aceleró el motor y dirigió el avión atronando por encima del asfalto. T. F. continuó en pie escudriñando aquella sombra que se alejaba, observando el recio avioncillo que luchaba por cada metro que le arrebataba a aquel firmamento tormentoso y hostil.
Una hora después, T. F. se hallaba de regreso en Storey's Gate para informar al coronel Ridley de que Catherine había despegado a salvo. Encontró a Ridley en la sala de operaciones, una pequeña y atestada oficina dominada por una amplia mesa cubierta por una docena de teléfonos rojos, blancos, verdes y negros. En las paredes colgaban mapas de las rutas marítimas del Atlántico, la guerra aérea contra el corazón de Alemania, las junglas de Birmania, el frente del Este. Pero en aquella noche de junio, el foco de todos los ojos era el mapa de la costa de Francia, una abstracción extraordinaria y en dos dimensiones del terreno donde estaba a punto de celebrarse la batalla decisiva de la guerra. Gracias a las interceptaciones de «Ultra» de las comunicaciones alemanas, a la Resistencia francesa y a la notable red de comunicaciones aliada, virtualmente cada convoy, cada unidad, cada batería costera, cada punto fuerte y aeródromo de las fuerzas contrarias se hallaba señalado en su superficie con notable perfección. En manos del coronel alemán Von Roenne, aquel mapa habría costado la guerra a los aliados.