Originariamente, los
mensajes personales
habían sido lo que se suponía que debían de ser, mensajes personales con objeto de decirles a una esposa, a un padre, que un marido o un hijo habían llegado a Inglaterra tras cruzar los Pirineos o pasar en barco el canal. Más tarde, se emplearon para controlar los lanzamientos de armas, para anunciar la llegada de un agente secreto, para desencadenar una emboscada u ordenar un sabotaje. Ahora, en esta noche del jueves, 1 de junio, eran heraldos, por lo menos, del suceso que tantos habían aguardado durante tanto tiempo: la invasión.
El papel de la Resistencia francesa, de las redes de sabotaje del SOE para apoyar el asalto, era algo que resultaba vital. Toda una serie de planes, la mayoría de ellos designados por colores –violeta, verde, azul–, habían sido preparados para coordinar sus ataques sobre las líneas ferroviarias, comunicaciones alemanas, instalaciones de transporte y militares. Para hacer llegar la orden de la acción en el campo, Londres había previsto un sistema ingenioso. Cada red de Resistencia, con una tarea en el Día D, había sido provista de un par de frases en clave. La primera, el mensaje de «alerta», debía radiarse el día primero o quince del mes. Al oírla, la red debería ponerse en estado de alerta y se les requería que escuchasen cada noche, durante catorce días, el segundo mensaje de «acción». Si se emitía el mensaje, la red debía ejecutar sus tareas asignadas en cuarenta y ocho horas, anticipándose a un «acontecimiento importante». Era exactamente como Hans Dieter Stromelburg lo había predicho a su acólito, el doctor, la noche en que detuvieron a Alex Wild: los aliados anunciarían su presencia a través de la «BBC».
Asimismo, los alemanes habían sospechado esto desde octubre de 1943, a causa de las tareas de la Gestapo de Stromelburg. El 7 de setiembre de 1943, la Gestapo arrestó a tres miembros franceses recién llegados de un circuito del SOE. Bajo interrogatorio, revelaron que, antes de salir de Londres, les habían dado mensajes de «alerta» y «acción» para sabotear los ferrocarriles en Bretaña como apoyo a la invasión. Posteriormente explicaron la forma en que el mensaje de «alerta» debía radiarse el día primero y quince de cada mes, y el mensaje de «acción» –si la invasión estaba en marcha–, en la quincena siguiente. El 10 de octubre, todos los comandos alemanes en el Oeste habían sido informados de las frases en clave que el trío había revelado y el
modus operandi
que los aliados usarían al respecto. Las frases eran un pareado de la
Chanson d'Automne
, de Paul Verlaine:
Les sanglots longs des violons de l'automne
blessent mon coeur d'une langueur monotone
.
Se trataba, al parecer, de una acción de Inteligencia de enormes proporciones, excepto el hecho de que aquellas frases no tenían nada que ver en absoluto con la invasión. Formaban parte de un plan de engaño del coronel Henry Ridley en la Sección de Control de Londres. El plan se llamaba
Starkey
y se había preparado para el verano de 1943. La citación de Francis Suthill en el despacho de Churchill, en mayo de 1943, constituyó una parte singularmente tortuosa del plan, porque Ridley sabía, a través de «Ultra», lo que el SOE no conocía: que la red «Prosper» de Suthill había sido infiltrada por la Gestapo. El mensaje de Churchill al joven oficial del SOE aquel día había sido muy simple, y falso. Se le dijo a Suthill que era altamente probable una invasión en otoño. Debía regresar y poner a su red en pie de guerra para apoyarla.
El objeto de
Starkey
era persuadir a los alemanes de que los aliados desembarcarían en Francia a principios de setiembre de 1943, con objeto de mantener a un número máximo de Divisiones alemanas en el Oeste lejos del Frente ruso. A principios de junio de 1943, se le dijo al SOE, que no sospechaba nada, que mandase a sus organizadores al campo con mensajes de alerta y acción para el caso, como se insinuó a los capitostes del SOE, de que la invasión tuviese lugar en otoño. A principios de 1944, para facilitar el camino a la auténtica invasión, los mensajes enviados en 1943 fueron anulados y sustituidos por otros nuevos. En el proceso, a través de un terrible e inexplicable error, el pareado de Verlaine fue asignado de nuevo a la red del SOE que operaba en Francia central.
Sin embargo, sólo se trataba de una serie de mensajes. Entre los beneficiarios de estos nuevos –y auténticos– mensajes enviados por el SOE de Londres, en la primavera de 1944, se encontraba el doctor de la Avenue Foch. Para el tímido subordinado de Hans Dieter Stromelburg, constituía la culminación de su juego de radio. Cada una de las quince redes del SOE que representaba para Londres, había sido prevista de un mensaje de alerta y acción. Como resultado de todo ello, nadie en Francia seguía la letanía nocturna de
mensajes personales
de la «BBC» con mayor atención que el doctor. Solo en el tercer piso de la Avenue Foch, el doctor ajustó la antena especial que el Servicio de Transmisiones del Boulevard Suchet le había proporcionado para evitar las interferencias en las emisiones de la «BBC». Durante varios minutos, escuchó impasible. El mensaje leído el jueves, 1 de junio, en la curiosamente voz incorpórea del locutor no le preocupó. De repente se puso en pie.
–El principio será a las tres…
Aquel mensaje iba dirigido a la red que había bautizado como «Vals», en San Quintín.
«La electricidad data del siglo
XX
.» Aquél era para Saturno, en Rennes. Luego, uno a uno, mientras el doctor permanecía allí sentado, asombrado e incrédulo, siguió vertiéndose el resto de los mensajes, los quince, exactamente tal y como Londres había dicho que ocurriría, tan fielmente a su cita como aquellos «Halifax» que atronaban, noche tras noche, con sus cargamentos de armas para los encuentros que había concertado con ellos destinados a sus comités de recepción de la Gestapo.
Corrió escaleras arriba al despacho de Dieter Strómelburg. La invasión, anunció, debería producirse en cualquier momento de los próximos quince días. El
Obersturmbannführer
estaba agotado por su precipitado regreso desde Berlín.
–Póngalo todo por escrito y envíe un télex a Berlín y a OB Oeste –ordenó.
De pronto, cambió de tema.
–Dígame, doctor, ¿cuál es la próxima emisión prevista de Londres para la radio de Gilbert?
–Mañana a mediodía.
–Debemos asegurarnos de que el Boulevard Suchet no lo pase por alto –mandó–. Buscamos los detalles de una operación llamada «Tango».
A las dos y media de la tarde siguiente, sonó la línea telefónica privada de Strómelburg en la Avenue Foch. Se trataba del Servicio de Interceptación de Transmisiones del Boulevard Suchet, con el texto del mensaje de mediodía del SOE de Londres a su oficial de Operaciones aéreas.
–«Cavendish a Paul –leyó–. Operación "Tango" ordenada para cuatro junio Campo Cuatro stop Acompañe París al que llega stop regrese con pilotos RAF Whitley y Fieldhouse su requerimiento cable 163 stop letra clave "T" Tommy stop Mensaje "BBC" Copenhague junto mar confirma próximo fin huida.»
Stromelburg tomó conocimiento con un gruñido del trabajo del Boulevard Suchet. En realidad, se hallaba encantado. El Campo Cuatro era uno de los campos utilizados por Gilbert que resultaba fácil de vigilar. La casa de seguridad era un granero de un piso situado en un claro y que proveía a sus observadores de buena cobertura, localizada exactamente a unos minutos del campo. Para llevar a sus pasajeros en tren a París, Gilbert debía emplear una estación de pueblo tan pequeña que resultaba sencillo para los agentes de Stromelburg, ya a bordo, localizar a Gilbert y a sus pasajeros en el tren.
Konrad, el chófer de Hans Dieter Stromelburg, había llegado a experimentar una intensa animadversión respecto del agente francés Gilbert desde la primera vez que lo recogiera en la esquina de una oscurecida calle de París. Era sólo ahora, tras docenas de posteriores citas secretas, cuando comprendió el porqué de aquello. El francés siempre insistía en colocarse en la parte trasera del coche, como para marcar por su posición la distinción social existente entre ellos. ¿Quién diablos se creía que era?
Incluso el mismo Stromelburg, siempre se sentaba delante, a su lado. Sin embargo, Stromelburg, según sabía, tenía mucha devoción al francés. Nadie en el servicio podía murmurar la menor cosa contra él en su presencia. Konrad llevó el coche a la villa principal de la Gestapo en Neuilly, haciendo entrar el vehículo por la puerta trasera, con lo que su aproximación quedaba velada a los ojos de quien pudiese estar observando desde la calle. Naturalmente, Stromelburg se encontraba ya al principio de las escaleras, con los brazos extendidos, como un padre que da la bienvenida al hogar a su hijo tras una prolongada ausencia. Aquella visión no cesaba nunca de sorprender y disgustar a Konrad.
Stromelburg llevó a su agente más preciado a su sala de estar y le hizo un ademán para que tomase asiento en el gran sillón de cuero. Le sirvió un jerez, él mismo se preparó un whisky y luego, con un suspiro, se dejó caer en su propio sillón. Alzó su copa hacia Gilbert.
–
Prost
–murmuró, tomándose un buen sorbo de su bebida.
Iba en traje de paisano y estiró los pies delante de él, moviéndolos levemente como si de algún modo mereciesen el estudio fascinado que les dirigía. Según Paul pudo observar, sus zapatos relucían con un luminoso brillo de ébano.
–Notable, querido amigo…
La voz de Strómelburg sonaba casi nostálgica.
–Me refiero a tantas cosas como hemos sido capaces de llevar a cabo juntos desde la primera vez que entraste en esta habitación… ¿Cuánto tiempo hace de ello?
–Más o menos seis meses. El 19 de octubre, para ser exactos.
–Vaya memoria tan prodigiosa… Supongo que vosotros, los aviadores, sois todos así… ¿No es sorprendente? Por lo general, cuando uno se hace mayor el paso del tiempo parece acelerarse con perturbadora rapidez. Pero, en cierto modo, esta guerra lo ha invertido. A mí me da la impresión de que hace años que tú y yo nos sentamos aquí por vez primera.
–Te estás volviendo un filósofo –le respondió Paul sonriendo.
–Pues –suspiró Strómelburg– tengo razones para ello. Ya sabes que has realizado un gran trabajo.
Se volvió hacia su agente. «¿Era sardónica su sonrisa?», se preguntó el francés. Nunca había observado en Strómelburg el menor sentido del humor; por lo tanto, raramente sabía qué sentimientos ocultaban aquella sonrisa.
–Mucho más de lo que te imaginas.
Strómelburg se tomó un largo y reflexivo trago de su whisky.
–Hay algo de lo que quiero hablar contigo. Gane o pierda, Alemania se ocupará de aquellos que se hayan comprometido con nosotros cuando esta guerra termine. Y tú eres uno de ellos. Si llega el caso, nos cuidaremos de conseguirte una nueva identidad, hacerte llegar a un país neutral con suficiente dinero para empezar una nueva vida. La cosa ya ha sido preparada. Existe dinero en Suiza, en Sudamérica, gente en esos lugares, que aguardan. Incluso hay personas en el Vaticano que también ayudarán.
–Hans… –Paul se mostró petulante–, ¿por qué me estás diciendo todo esto, hostia? Lo presentas como si Alemania ya hubiese perdido la guerra y los ingleses aún no nos han invadido.
–Te lo cuento porque es importante que lo sepas.
Una rica y tranquilizadora nota aparecía en la voz de Strómelburg cuando lo deseaba, lo cual hacía pensar a Paul que hubiera podido hacer un mejor papel como predicador luterano que como oficial de la Gestapo, aunque sólo poseía una fracción de creencia en Dios respecto de la que tenía en su Führer.
–El saberlo te consolará a ti, igual que a mí, en los días difíciles que nos aguardan.
Strómelburg hizo ondear su copa y luego derivó la conversación a tonos ya más profesionales.
–¿Cuándo llega tu próximo vuelo?
–El cuatro, en el campo cuatro, cerca de Angers. Rutina. Un tipo que llega y un par de sujetos de la RAF que regresan.
Strómelburg asintió en un grave reconocimiento de la información que conocía desde hacía cuatro horas.
–Mi querido amigo, voy a decirte algo que explica mi pequeño preludio. Me quedaré con tu pasajero que entra en el país.
Si sus palabras trastornaron a su agente de alguna manera, Stromelburg no pudo tener la menor indicación por su rostro. Gilbert se encogió de hombros.
–Era obvio que eso ocurriría un día u otro.
–Evidentemente. Tu agente, en nuestra opinión, se dirigirá al Norte, a Calais, en cuanto le dejes en París. Le aguardaremos y le detendremos allí. Ordenaré a los míos que lo hagan de una forma que no tenga nada que ver contigo, pero en cosas de este tipo nunca se puede estar seguro, por lo menos deseo que lo sepas. Si los ingleses deciden de repente invitarte a que cruces el canal para ponerte una medalla en el pecho, te sugiero que declines ese honor.
Gilbert volvió a su whisky y extendió la complicidad de una mueca a su amigo alemán.
–Me parece que lo menos que me deben son un par de medallas, ¿no te parece?
–Así es, querido amigo, pero no hay recompensa tan poco gratificante como una condecoración póstuma. Asimismo, sé muy cuidadoso con cualquier invitación inesperada de tus socios clandestinos. Si se enteran de esto, tal vez decidan tomarse la justicia por su mano.
Aquélla fue una advertencia que Gilbert se tomó muy en serio.
–Tal vez deba empezar a ir armado por ahí…
–Creo que deberías hacerlo.
Strómelburg depositó su whisky en la repisa de la chimenea y se acercó a su despacho. Tomó una de sus tarjetas personales y escribió por detrás: «Al portador de esta tarjeta se le deben brindar toda clase de facilidades y la ayuda que pueda requerir. Su identidad deberá ser verificada personalmente conmigo.» El jefe de la Gestapo firmó y puso su sello personal.
–Toma esto –le dijo a su agente–. Te cubrirá si te captura alguna patrulla de control mientras llevas un arma. Pero si crees que la Resistencia va detrás de ti, abandona el juego y vente con nosotros. Nos ocuparemos de ti. Ahora volvamos de nuevo a considerar la operación. ¿Usarás aquel mismo cobertizo como casa segura para el campo cuatro, tal y como has hecho siempre?
Su agente asintió.
–¿Y cogerás el tren a la mañana siguiente en la estación de La Ministre?
Una vez más, el francés prestó su asentimiento con una inclinación de cabeza.