Juego mortal (Fortitude) (61 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Catherine, según notó mientras se balanceaban en el
Take the A train
, se movía con considerable agilidad. La chica ladeó la cabeza y se lo quedó mirando con sus escrutadores ojos verdes.

–Dime, T. F., ¿cuál es tu papel? ¿Ángel custodio o perro guardián?

–Creo que lo más adecuado es el de chico de los recados. Cuando saliste el otro día del despacho del coronel, asintió hacia ti y dijo:

«Una admirable criatura, ¿verdad? Cuide que tenga todo lo que desee mientras se encuentre aquí.»

–¿Eso fue todo lo que te dijo?

–¿Sabes lo que dicen del coronel en nuestro pequeño agujero subterráneo?

–¿Recuerdas que sólo he estado allí una vez? – le apuntó ella.

–No cuenta sus secretos ni a Dios.

–Dios…

La sonrisa de Catherine fue forzada y fugaz.

–Dios es muy afortunado –concluyó.

–Nos dijo que volvías. Cristo… Debe de tratarse de algo muy especial para hacer una cosa así.

–En efecto…

Esta vez su sonrisa le salió sin esfuerzo.

–En avión o en paracaídas…

T. F. rió por lo bajo y atrajo su cuerpo más hacia él en la atestada pista de baile. «Qué extraño –pensó–, considerar que esta noche está bailando aquí, de la forma más despreocupada del mundo, y dentro de cuarenta y ocho horas andará en medio del Ejército alemán en cualquier misión que le hayan asignado.»

–¿Estás… –iba a decir «asustada», cuando se percató del poco tacto que representaba aquella palabra– preocupada?

Catherine movió la cabeza.

–Sería una locura no estarlo. De todos modos, en cierto sentido, me alegra ir. Una vez allí, sé que efectuaré algo de valor.

T. F. se percató de un fulgor en sus suaves ojos verdes.

–Además, estar en Francia me dará la oportunidad de ver algo que he esperado ver durante mucho tiempo.

–¿Y de qué se trata?

–De un Ejército alemán en retirada.

Aquellas palabras parecieron producir en ella una catarsis. La orquesta había empezado a tocar
The Lady is a tramp
, y cambió de conversación con la misma rápida gracia que había empleado para moverse al nuevo ritmo de la orquesta.

–Tu novia, Deirdre, es maravillosa. ¿Estáis comprometidos?

–Aún no lo hemos gritado desde los tejados –replicó T. F.–. Opinamos que debemos aguardar a que la guerra acabe. Y es probable que empiece otra cuando anunciemos las buenas noticias a Lord y Lady Sebright.

Piruetearon, se inclinaron, sus encantadoras figuras suscitaban más de una mirada de admiración… o de envidia.

–Deirdre te admira tanto como yo mismo –añadió T. F., captando mientras lo hacía una indicación de que el joven militar de la Guardia se preparaba para marcharse.

Le dejaron en la Estación Victoria a tiempo de tomar el último tren de regreso a su campamento, y luego llevaron a Catherine al «Women's Service Club», donde se alojaba. Las dos muchachas hablaron mucho en el viaje de regreso. Ya en el club, T. F. salió para escoltar a Catherine hasta la puerta. En el asiento trasero, las dos muchachas se abrazaron.

–Buena suerte, Catherine –le susurró Deirdre–. Ambos pensaremos en ti y rezaremos por tu regreso.


Merci
–replicó Catherine–. ¿Quién sabe? La próxima vez que nos veamos tal vez estemos celebrando la victoria en París. Me gustaría algo así, ¿no te parece?

Acababa de bajar del taxi cuando Deirdre la llamó. Deirdre llevaba un broche de perlas que T. F. sabía que había pertenecido a su abuela. La chica lo había comentado en la cena. Rápidamente, antes de que Catherine pudiese protestar, se lo quitó y lo prendió en su blusa.

–Por favor –le dijo–, lleva esto contigo. Es un recuerdo de nosotros dos.

En «Southwick House», un grupo de hombres desanimados abandonaron la conferencia de Eisenhower de antes del alba de aquel domingo 4 de junio. No se produjo un cambio sustancial en la previsión del tiempo para el lunes 5. Unos cuantos minutos antes de la reunión, las palabras en clave «Ripcord plus 24» se hicieron llegar a buques de guerra y aeródromos, a convoyes y campamentos de tropas, a submarinos y cuarteles generales subterráneos, a todos aquellos extraños y secretos locales donde dos millones de hombres y mujeres se hallaban comprometidos para trabajar por
Overlord
. El asalto se había retrasado veinticuatro horas…

En el «Women's Service Club», Catherine Pradier se deleitaba con el lujo de aquella autoindulgente mañana de domingo, cuando la secretaria del club le pidió que acudiese al teléfono. Quien la llamaba era Cavendish. Tenía el aire jovial de un clérigo anunciando a su feligresía los resultados de una desacostumbradamente estupenda venta de billetes de la tómbola parroquial.

–Al parecer la cosa será esta noche, querida –le anunció–. Tenemos por delante un poco de mal tiempo, pero los de Operaciones opinan que en el otro lado se aguantará lo suficiente como para llevarla.

La Gare d'Austerlitz rebosaba de viajeros. Ni la guerra ni las severas reglamentaciones de la Ocupación iban a impedir a los parisienses su sagrada salida dominguera al campo para visitar a amigos o parientes. La guerra había dado incluso una urgencia especial a aquellas visitas. La mayoría de los compañeros de viaje de Paul, según sabía, regresarían a París portando la preciosa cosecha de su viaje: un conejo o una gallina para los muy afortunados; un par de huevos o un puñado de patatas para los demás.

En cualquier caso, la atestada estación constituía una bendición. Acompañar a aviadores aliados resultaba siempre difícil. Para entrar en contacto, Paul había elaborado una rutina muy sofisticada, prevista para mantener una distancia segura entre él mismo y los pilotos que iba a acompañar. Paul se instaló en un banco en la concurrida sala de espera. Muy cerca, no demasiado, pero siempre a la vista, el contacto con quien recogería al piloto se hallaba ya sentado leyendo un periódico. Al cabo de unos minutos, un transeúnte se acercó a él. El contacto se puso en pie; los dos se dieron la mano y charlaron durante un momento. No era el hombre en el que Paul estaba interesado, pues la maniobra hubiera resultado demasiado obvia. Sus ojos se hallaban fijos a unos cuantos metros de distancia. Dos hombres comenzaron a dirigirse al pasillo, uno con un mono azul y el otro con pantalones y suéter. Cuando pasaron ante los dos hombres que hablaban, el individuo del suéter se metió las manos en el bolsillo. Aquélla era la señal. Ambos eran los pilotos de la RAF.

Se dirigieron al quiosco de revistas y se quedaron mirando los periódicos. Al cabo de un momento, Paul empezó a andar hacia el quiosco. No se intercambió ni una sola palabra entre él y los dos pilotos. Sin embargo, con los ojos les hizo comprender que era él a quien debían seguir ahora.

En el control de billetes, Paul hizo ver que buscaba los suyos para que los dos ingleses pasasen por el control antes que él. Una vez hubieron traspasado el lugar, lo hizo él también y avanzó hacia el andén, subió a un vagón y ocupó su lugar en un compartimiento. Los dos pilotos le siguieron y se instalaron en otro compartimiento a dos puertas de distancia del suyo. Si alguien intentaba hablar con ellos, ambos llevaban unos trozos de papel manuscritos que los identificaban como sordomudos como resultado de una incursión aérea en Nantes. No era gran cosa como cobertura, dada su imposibilidad de hablar francés, pero se trataba de la mejor idea que Paul había podido imaginar. Resultaba sorprendente, pensó con humor, silencioso, cuántos sordomudos se encontraban aquellos días viajando en tren.

Aquella segunda vez, opinó Catherine, hubo algo en cierto modo tranquilizador en sus preparativos de partida en Orchard Court. Se encontraba Park con su cálida sonrisa de bienvenida, las instrucciones de la misión que debía memorizar. Las ropas con las que llegase habían sido lavadas, y ahora se hallaban muy bien extendidas encima de la cama del cuarto que le facilitaron para vestirse. Su bolso estaba sobre la cómoda, con su contenido dispuesto a un lado para poder estudiarlo y familiarizarse con cada objeto una vez más.

Al igual que la mayoría de los niños, a Catherine nunca le había gustado el nombre que sus padres le dieron. En el colegio de monjas, las madres la persuadían a imitar a santa Catalina de Siena, una muchacha que había ansiado siempre «la rosa roja del martirio» y dedicado su virginidad a Cristo a la edad de siete años. Ninguna de estas cosas le parecía a la pequeña Catherine algo recomendable, y todo aquel asunto reforzó su disgusto respecto a su nombre de pila. Había deseado tener un nombre que fuese a un tiempo vital y, sobre todo, no tan virginal. Jean, por Jean Harlow, en un tiempo pareció lo ideal, y más tarde Barbara. Ahora pensó que, al prepararse para introducirse en aquel personaje llamado Denise, alcanzaba todos los sueños de su niñez.

Cavendish la besó en ambas mejillas cuando entró en su despacho. Revisó los documentos de identidad, los mismos con los que había regresado. Le explicó que habían recortado una serie de cupones de su cartilla de racionamiento para ponerla al día. Luego recitó, ante una serie de asentimientos con la cabeza por parte de Cavendish, los detalles de su misión. Diferían únicamente en algunos aspectos de las auténticas instrucciones que Ridley ya le había dado: los mensajes de la «BBC» eran los mismos, aunque su significado resultaba diferente, y el oficial americano de escolta, T. F. O'Neill, sabía que le daría más tarde la cerilla falsa que contenía el microfilme que entregaría a Aristide.

–Dado que ese Ridley se ha tomado interés en lo que va a hacer…

Cavendish realizó una pausa. Catherine comprendió que buscaba información. Resultaba extraordinario que estuviese en posesión, aunque indirectamente, de unos secretos que se le negaban a su superior. Sin embargo, la respuesta a sus requerimientos fue una expresión de inocente incomprensión.

–Le ha asignado un oficial de escolta para que la lleve a Tangmere. Le encontrará esperándola abajo en el coche…

Cavendish estaba revisando un último detalle de su misión cuando sonó el teléfono. Escuchó con la mayor seriedad y luego musitó:

–Comprendo…

Y colgó.

–Era Tangmere –le informó–. El tiempo es algo inestable. Hay una tormenta encima del canal que se desplaza hacia Francia. Creen que podrán llevarla, pero me temo que la cosa sea un poco agitada.

Cavendish se puso en pie y rodeó su escritorio acercándose a la silla de Catherine.

–Muy bien –anunció–, sólo queda una última pregunta que debo plantearle.

Una vez más, le explicó que su partida era voluntaria, que podía apartarse de su misión sin que aquella decisión significase nada vergonzoso.

–Catherine –le preguntó–, ¿desea continuar?

Aquella vez no hubo el menor asomo de duda en su respuesta.

–Naturalmente –repuso.

Cavendish le sonrió y cogió su garrafita de oporto para el ritual trago de adiós. Mientras Catherine tomaba su bebida, él sacó del bolsillo su regalo de despedida. Catherine suspiró al desenvolver el papel de seda que lo contenía. Se trataba de un par de pendientes de oro, sorprendentemente hermosos.

A unos minutos de distancia de Angers, Paul se levantó y avanzó por el pasillo de su vagón de tren. Se detuvo durante un segundo en el quicio de la puerta del compartimiento en el que los dos pilotos ingleses estaban sentados en un silencio total. Durante un instante, realizó un contacto visual con ellos y los pilotos le respondieron con un apenas imperceptible ademán de cabeza para indicar que la siguiente parada era la suya.

Continuando hacia la puerta, localizó a dos de los seguidores de Stromelburg en un compartimiento adyacente. También se preparaban para bajar. Dos cosas los distinguían como agentes de la Gestapo: que ninguno de los dos llevaba maletas y que ambos calzaban zapatos de piel de cocodrilo. A los antiguos chulos de Montmartre que los alemanes habían contratado para la Gestapo francesa, les parecía imposible suprimir algunos de sus más llamativos instintos de indumentaria.

Paul anduvo con indiferencia por la estación, sintiendo que los ingleses le seguían. En la entrada principal, su número dos se colocó al lado de él. Anduvieron en silencio unas cuantas manzanas hasta llegar al garaje donde su ayudante había escondido cuatro bicicletas. Afortunadamente, ambos pilotos sabían montar en las mismas. Con tanta indiferencia como le fue posible, Paul condujo su pequeña fuerza expedicionaria hasta salir de Angers y luego por los quince kilómetros de carretera que los separaban del cobertizo que les haría las veces de lugar seguro para el Campo Cuatro. Tras abrir la puerta, su número dos exclamo:

–¡Cristo!
Ça puait de Boche á la gare…
! (La estación hedía a alemanes…)

Paul le dedicó la única respuesta que le fue posible: un indiferente encogimiento de hombros.

De nuevo, las monótonas hileras de casas victorianas del Londres suburbano, se deslizaron ante las ventanillas de la
rubia
de Catherine. Esta vez no se oyó ningún grito de queja, ni le inspiraron una emoción distinta a la indiferencia que sus fachadas merecían. La emoción de su primer viaje había desaparecido, reemplazada por una especie de excitación nerviosa. Había comenzado a llover: la tormenta que Cavendish le anunciara se hallaba en marcha. Al observar cómo aquellas gotas salpicaban las ventanillas del vehículo, se preguntó si llegaría a salir. Tal vez regresaría a Orchard Court para desayunar con Park en vez de yacer en brazos de Paul en cualquier lugar de Francia.

T. F. se sentaba a su lado, uniendo al introspectivo silencio de ella su propio y respetuoso silencio. El joven norteamericano era un hombre que se sentía turbado e incómodo. Parecían inherentemente equivocados en sus papeles. Dentro de unas horas, él volvería en coche a Londres en esta
rubia
, enfrentándose a una amenaza que no sería más seria que la formada por un perro extraviado o chocar contra un taxi a causa de la oscuridad. Catherine sería arrojada en un cielo tormentoso por un avión desarmado que trataba de aterrizar en el campo de una granja, en medio de la Francia ocupada por los alemanes. Mientras él disfrutaría de las comodidades del apartamento de Deirdre, de los clubes y comedores que alegraban su existencia militar, ella se infiltraría sola y expuesta en una tierra enemiga. En la oficina subterránea a prueba de bombas donde realizaría su papeleo, el único riesgo físico que correría, reflexionó T. F. con ironía, sería escaldarse la lengua con una taza de té caliente. ¿Y ella?

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