–Parece el comedor más deprimente del reino, ¿no es verdad? – observó Menzies.
–Supongo que es la forma que tiene Winston de que no nos preocupemos más que del trabajo –dijo sonriente Sir Henry Ridley, el planificador de estrategias de simulación de Churchill–. ¿Qué puedo ofrecerle?
Menzies miró su reloj.
–Un poco pronto para un gin-tonic, me temo. Aunque Dios sabe que lo necesito.
Pidió un café al cabo de cocina de la Royal Marine.
–Acabo de tener la sesión más bestial en el dormitorio.
Churchill convocaba siempre a sus principales consejeros en su dormitorio en el piso de arriba donde con su bata de seda verde por encima de los hombros, su primer cigarro del día pegado a la boca. discutía a fondo los últimos acontecimientos de la guerra.
–¿Se habrá enterado, supongo?
Ridley asintió.
–Me hicieron venir del campo en cuanto llegaron las noticias.
–Si realmente nos están aguardando en el otro lado, tendremos otro espantoso Passchendaele entre las manos. En nombre de Dios, ¿supone lo que ha llevado a Hitler a pensar en Normandía?
Sin esperar una respuesta, Menzies tomó un sorbo de café y luego exploró con la lengua un pequeño bocado.
–Algo tan vil como la cocina que preparó esto –observó.
Mientras lo hacía, su ojo captó la relativamente rara visión de un uniforme del Ejército norteamericano que pasaba por la cantina. El oficial que lo llevaba sonrió tímidamente a Ridley y luego continuó su camino.
–Vaya… –preguntó Menzies–, ¿quién es ese nuevo chico en la escuela?
–Un tipo llamado O'Neill, mi segundo norteamericano y oficial de enlace. Acaba de llegar. A propósito, fue él quien trajo a Ismay la información que los norteamericanos interceptaron sobre la conversación de Hitler con el embajador japonés…
–¿Un enlace norteamericano? No sabía que le hubiesen proporcionado uno.
–Idea de la Junta Mixta Anglonorteamericana de Jefes de Estado Mayor, no mía. Supongo que algo inevitable.
Menzies reflexionó durante un momento.
–Sabe lo que dicen de la relación con los norteamericanos, ¿verdad?
–Me temo que no.
–Pues es algo parecido a tener un lío con un elefante. Es en extremo difícil llegar al objetivo. Puedes verte atrapado en él. Y se necesitan ocho años para palpar los resultados. No hace falta decir –prosiguió Menzies– que cuento con usted para que rio le llegue ni una palabra de nuestro papel en cualquier cosa que hagamos juntos.
–Naturalmente.
–Esto me hace recordar la razón de mí visita. ¿Se acuerda de nuestra conversación la otra noche en el club?
–Lo tengo muy presente. Particularmente desde que leí aquel informe diciendo que Hitler se había fijado en lo de Normandía.
–Eso es… Esto pone la más espantosa carga en usted y en su plan de simulación, ¿no es así? Pues bien, tenemos una baza en marcha que puede serle de utilidad. Por desgracia, no veo cómo diablos podrá seguir siendo empleada sólo para lo de
Fortitude
. Deberá usarse en conjunción con algo o alguien más. Tal vez esa mente suya tan fértil en recursos podría prever alguna posibilidad.
–Inténtelo –replicó Ridley–. Estoy dispuesto a todo.
–Debo prevenirle que la forma en que le hemos insertado en su puesto puede no merecer el más cálido reconocimiento por parte del Gobierno de Su Majestad…
–En ese caso –contestó Ridley–, ¿podríamos tal vez discutir mejor el asunto de una manera extraoficial durante el almuerzo en el club?
París
Hans Dietei Stromelburg miró a través del texto Que el doctor había colocado ante él, lo leyó por tercera vez y luego se lo devolvió a su subordinado.
–Esto debería funcionar –manifestó.
–Me preocupa una cosa –le previno el doctor–. Si Londres se lo traga, ¿cualquier otro agente que manden a aquel bar de Lila, no esperará encontrar al antiguo dueño?
Stromelburg había sustituido a René Laurent, el dueño del café de Lila, por otro de sus propios oficiales franceses de la Gestapo. Laurent, su mujer y sus dos hijos se encontraban camino de los campos de concentración de Alemania.
–¿Por qué? – replicó Stromelburg–. Cualquiera de los que envíen con un mensaje para nuestro radio seguramente no habrá estado nunca antes allí. No notarían la diferencia entre el antiguo dueño y la Virgen María. Y si alguien de los de Michel que no hemos atrapado va por allí, se enterará de que hemos arrestado al antiguo propietario y a su familia. ¿Y por qué su primo de Rennes no podría dirigir el bar por él hasta que salga de la cárcel? Su cabra sigue balando –tranquilizó Stromelburg al doctor–. Confiemos únicamente en que la oigan desde Londres.
Berlín
Gotas de sudor corrían por los flancos de ébano del semental. Las riendas del jinete mantenían su cabeza bien erecta mientras sus cascos batían el tamborileo del
panache
, el galope
in situ
de la
haute école
de Viena. Aflojando las riendas, el jinete hizo que el animal fuera a medio galope alrededor de la pista con sólo una sutil presión de sus rodillas, esta vez en los movimientos también de alta escuela del famoso
passage
. Finalmente, tras recompensar al caballo con una caricia de su guante de piel de cerdo, lo hizo volver junto al mozo de caballerizas que ya le aguardaba, un cabo de la Wehrmacht.
El jinete saltó grácilmente de su silla y empleó su fusta de montar para cepillarse la parte interior de los pantalones grises, en cuya parte externa aparecía la franja de color clarete de oficial del Estado Mayor General alemán. Lanzó una mirada al cielo matinal. En la distancia, apenas pudo ver la cuadrícula mortal formada por las estelas de los «B-17» sobre Berlín, detectando con dificultad el sordo estrépito de las defensas antiaéreas. A sólo treinta kilómetros de la capital del Tercer Reich, Zossen era una isla del siglo
XIX
en el mar de una nación llena de escombros. Constituía el refugio de tiempo de guerra del más eficiente grupo de soldados profesionales de la tierra, los oficiales del Estado Mayor General alemán. Aquí, con sus caballos, sus carritos tirados por ponys, sus esposas, vivían los rituales de su casta Junker, inmunes a los sufrimientos del mundo que habían conquistado y devastado.
El jinete anduvo por la húmeda mañana primaveral hasta un semicírculo de edificios en forma de A conocidos como «Maybach I»; en esta forma de «A», presumiblemente, una bomba que cayera se deslizaría por el tejado y estallaría frente al edificio. Devolvió el saludo nazi al centinela que guardaba la puerta con un ademán indiferente de la fusta, y penetró por la puerta de su oficina. Era un hombre alto, con su rizado cabello negro cortado muy cerca del cráneo, y sus ojos aparecían rodeados de unas gafas de montura de oro. Un distante ascetismo parecía emanar de su ser, hubiera sido más apropiado verle en calidad de predicador luterano del siglo
XVIII
, en algún frío puerto báltico, que en el
feldgrau
de la Wehrmacht.
Esperándole en su escritorio había una taza de café y un par de «Cobbler Boys», el triangular bollo de trigo integral favorito de los berlineses antes de la guerra. La panadería del Estado Mayor General en Zossen era una de las pocas en el área de Berlín que aún podía producirlos. También le aguardaban los últimos informes de Inteligencia llegados a los cuarteles generales del Estado Mayor General alemán para el coronel barón Alexis von Roenne, comandante de la sección más sensible del Ejército alemán en la Europa Occidental,
Fremde Heere West
. El comandante Von Roenne y su personal de élite de oficiales de Inteligencia eran los responsables de preparar las estimaciones de las fuerzas aliadas y las intenciones sobre las que el Alto Mando de Hitler basaba sus decisiones estratégicas. Él y sus subordinados inmediatos constituían aquella selecta audiencia para la que el plan
Fortitude
de Henry Ridley se había preparado de manera tan cuidadosa.
Von Roenne mordió un bollo y comenzó un atento estudio de los documentos que aparecían en su escritorio. Hoy era lunes, el momento más importante de la semana, el día en que preparaba el resumen semanal de los esfuerzos e intenciones aliados para el Estado Mayor del OKW de Hitler. A través de Zossen –y lo que era más importante, a través del establecimiento militar del Fúhrer–, Von Roenne disfrutaba de la reputación de ser un oficial con «una mente clara y realista». Se había ganado la estimación de Hitler cuando era un simple capitán, en 1939, porque desafiando a los generales y coroneles que estaban por encima de él, le había dicho al Führer lo que el Führer deseaba oír: que el alabado Ejército francés no se movería mientras las legiones de la Wehrmacht desmembraban Polonia. Y no lo hizo. Luego, de nuevo, en 1940, sus asombrosamente exactas evaluaciones de los puntos flacos del Ejército francés habían resultado vitales para planificar la conquista de Francia. Desde entonces, a pesar del desdén con que recibía los informes de Inteligencia en general, y los informes de Inteligencia de la Wehrmacht en particular, Hitler había reservado una audiencia considerable al material que llevaba la firma de Von Roenne.
Von Roenne alzó la vista de los documentos que leía hacia la figura que entraba en su despacho con una gracia indiferente de atleta. Esta mañana, como sucedía muy a menudo, la cara de su subordinado, el teniente coronel Roger Michel, reflejaba la expresión sofocada de un hombre cuyo consumo de alcohol nocturno aún no ha terminado de abrirse camino a través de su sistema.
–¿Con quién ha estado desplegando sus favores anoche? – le preguntó Von Roenne con helada desaprobación–. ¿Con las damas de Berlín o en alguna
Hausfrau
de Zossen?
Michel le brindó la piadosa mirada que los devotos fornicadores reservan para los cornudos o los hombres cuyos horizontes sexuales se hallan confinados a la intimidad con sus esposas.
–Desgraciadamente, ni una cosa ni otra. Demasiado
schnapps
. La RAF me mantuvo despierto la mayor parte de la noche.
–Aprenda a disciplinar su mente y dormirá con mayor facilidad –le reprendió su superior–. ¿Ha estudiado esos informes?
Von Roenne señaló las cinco hojas mecanografiadas de papel tamaño folio extendidas sobre su escritorio. Acababan de llegar a través de un mensajero motorista desde la Tirpitzstrasse de Berlín, el cuartel general de la Abwehr, la Inteligencia militar alemana. Como buen analista de Inteligencia que era, Von Roenne evaluaba, por lo general, los informes de espías que operaban en suelo enemigo con el mayor de los escepticismos. Prefería otras dos fuentes de información: las interceptaciones por radio del tráfico militar aliado y el reconocimiento aéreo. Desgraciadamente, Hermán Goering era tan reluctante a arriesgar su menguante fuerza aérea de la Luftwaffe en misiones de reconocimiento, que una de aquellas dos fuentes de inteligencia estaba virtualmente descartada para Von Roenne. Como resultado de ello, se veía obligado a conceder una importancia desproporcionada a los informes de los agentes de la Abwehr que estudiaban los preparativos de la invasión de los aliados.
Se trataba de una situación que ya había anticipado durante el invierno. Al percatarse de la importancia que las escaseces de la Luftwaffe le iban a forzar a atribuir a los informes de los agentes de la Abwehr, había pedido una reunión en febrero con el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Abwehr. Para su sorpresa, Canans había descrito, de forma abierta y franca, sus operaciones de espionaje en Inglaterra al declarar que el hecho de que la Abwehr tuviese algunos nombres «V» –
Vertrauensmaenner
, el término alemán para los agentes, operando en Inglaterra– constituía «una de las hazañas más notables en la historia del espionaje». Algunos de esos agentes llevaban más de tres años
in situ
suministrando a Berlín un flujo continuo de información militar, la mayor parte de gran importancia, demostrablemente veraz y confirmada por acciones subsiguientes de los aliados. Tres de ellos comunicaban con la Abwehr por transmisores de radio clandestinos ocultos en Londres. Los demás empleaban otros medios diferentes y más lentos, como cartas en las que se usaban los micropuntos de la Abwehr, o correos. Y por encima de todo, Canaris se jactó de que tenía como promedio treinta o cuarenta mensajes a la semana procedentes de sus agentes. Dos de ellos disfrutaban de su especial confianza. Uno era un oficial de la Fuerza Aérea polaca convertido por sus expertos de contraespionaje en París. El polaco había sido atrapado con sesenta y tres colegas franceses que dirigían un círculo de espías aliados en la Francia ocupada. El mensaje de la Abwehr había sido muy simple: o bien se dirigía a Inglaterra al servicio de la Abwehr, o él y sus colegas de la Resistencia irían al cadalso. Había marchado a Inglaterra donde a principios de enero, sus superiores aliados le habían concedido un nuevo y potencialmente más importante destino. Le nombraron oficial de enlace de la Fuerza Aérea polaca con un grupo de Ejército norteamericano que se hallaba en proceso de formación.
El segundo agente, cuyo nombre en clave era Arabel, constituía un caso más clásico. Era español, un conocido fascista, que había estado trabajando para la Abwehr en Inglaterra desde 1940, inicialmente como hombre de negocios y más recientemente al servicio del Gobierno británico. Había organizado de forma muy inteligente su propia red de agentes, con un total de veinticuatro. Como resultado de ello, suministró a su controlador de la Abwehr, en Madrid, lo que Canaris consideraba el más consistente flujo de información disponible para la Abwehr desde cualquier fuente en cualquier otra parte del mundo.
El pequeño almirante había ya desaparecido, víctima de la acerva rivalidad entre su Abwehr y el RSHA de Himmler. Su Abwehr era hoy regida con la ruda y poco imaginativa eficiencia de la SS. De todos modos, pensaba Von Roenne, mientras su ayudante digería el material que había sobre su escritorio, los canales de la Abwehr continuaban proporcionándole una corriente regular de informes. Una clave que había elaborado con Canaris le indicaba aún los que procedían del polaco y del español. Cuatro de sus cinco informes de esta mañana eran de ellos, dos de cada nacionalidad.
–Parece como si estuviesen comenzando a elaborar sus puertos de invasión –dijo Michel.
–Así es, ¿no cree? – convino Von Roenne–. Estamos captando cierto incremento en la actividad por radio también. Creo que se prepara algo.