–Si es de esa forma como lo quieres, Hans…
–Así es…
En la puerta, mientras aguardaban a que se acercase el coche, Stromelburg pasó un afectuoso brazo en torno de los hombros de Henri.
–Has tenido mucha razón al venir, mi viejo amigo, ya lo verás…
Al escuchar cómo los neumáticos del vehículo aplastaban la gravilla, extendió la mano.
–Será mejor que te demos un nombre en clave. Empléalo si has de llamarme. Yo lo emplearé para ponerme en contacto contigo.
El alemán alzó la vista al oscuro firmamento nocturno.
–¿Conoces aquel verso de Gilbert y Sullivan, «raramente las cosas son lo que parecen»?
Henri meneó la cabeza.
–No importa. Lo dejaremos en «Gilbert». Parece apropiado dadas las circunstancias.
Apretó la mano de Henri.
–Buenas noches. Gilbert. Juntos lograremos grandes cosas…
En cuanto el coche se hubo ido, Stromelburg se dirigió al teléfono.
–Póngame con el Mando General de la Tercera Flota Aérea de la Luftwaffe en Le Bourget –le dijo al telefonista militar–. Inmediatamente.
Los dos hombres temblaban a causa de la humedad que penetraba en sus cuerpos. El punto elegido por Strómelburg era el lugar ideal desde el que estudiar el improvisado aeródromo de Henri Le Maire, una elevación sobre un canal de drenado, con los lados llenos de zarzas y espinos. El problema radicaba en el firme flujo de agua que gorgoteaba en el fondo de la zanja. Aquello había hecho que Strómelburg y Wilhelm Keiffer, del Estado Mayor de la Gestapo de París, anduviesen hasta los tobillos en aquel agua helada durante dos horas. En realidad, Keiffer estaba tan helado que no podía impedir que le castañeteasen los dientes o que su cuerpo se retorciese en una especie de trance espasmódico.
Strómelburg le miró con desprecio. Keiffer, el atleta de la SS que siempre corría por algún gimnasio francés, oliendo a sudor y a linimento, para saltar sobre un potro de cuero o impulsarse en las anillas… «Y también recogiendo a algunos jovencitos franceses, estoy seguro», pensó Stromelburg, dando a su ayudante un golpe duro y rencoroso en el antebrazo.
–¿No puedes dejar de temblar, hostia?
–No, estoy mortalmente helado.
–Estupendo –replicó Stromelburg con una mueca–, eso te pondrá en forma para el día en que Berlín decida enviarte al Frente Oriental.
–Si ese día llega –gimió Keiffer a través de sus dientes, castañeteantes–, me pegaré un tiro en el pie.
–Será mejor que pruebes en la cabeza, Keiffer. Una pierna mala nunca mantendrá a un buen oficial de la SS como tú lejos del
Fronturlauberzug
para Brest-Litovsk.
Stromelburg se regodeó en el desasosiego que producía en su ayudante, y regresó a su punto de observación en el campo que salía del dique. Seiscientos, setecientos metros de longitud, conjeturó, tan abierto como una mesa de billar, con la hierba cortada por algunas complacientes vacas de los granjeros. No había casi declive y se orientaba al Oeste en la corriente de los vientos predominantes. En el extremo más alejado había una hilera de álamos y el cobertizo donde Henri había dicho que su séquito aguardaría hasta que se aproximase el momento en que se esperaba el avión.
–Ningún avión podrá aterrizar aquí –gruñó Keiffer–. Ese francés le ha engañado. Estaba sólo tratando de que le diese una recompensa.
–La palabra «dinero» no salió en nuestra conversación –susurró Stromelburg–, pero si nos ha hecho venir aquí para nada, será mejor que haya desaparecido de su apartamento para cuando regresemos a París.
Keiffer trató pisando fuerte de reanimar la circulación de sus pies, que ahora estaban entumecidos a causa del frío.
–Vamos a pillar pies de trincheras. Aún no sé por qué no me ha permitido traer un escuadrón aquí y rodearlo todo, si está tan seguro de que se presentará un avión.
–Deja de salpicar –le silbó Stromelburg–. Compartes la equivocación de la mayor parte de los policías, Keiffer. Piensas en línea recta.
Una vez más quedaron silenciosos, con sus oídos escudriñando los lejanos vientos, en busca del estruendo del motor de un avión. La siguiente vez en que Keiffer miró el reloj era ya más de medianoche. Dio unos golpecitos encima de la esfera luminosa en beneficio de su superior.
–No vienen –susurró–. ¿Puedo fumar?
–Haz lo que quieras, Keiffer –musitó Strómelburg, escondiendo a duras penas la ira que empezaba a formarse en él–, y mientras lo haces, ¿por qué no vas al cobertizo y le pides a alguno de los franceses que están dentro que te dé fuego?
Casi en el mismo instante en que decía esto, se percató de que el primer francés salía del cobertizo.
–¡Mira! – se refociló.
Probablemente eran media docena. Algunos se movieron a lo largo del campo, mientras otros lo hacían en torno del mismo, al parecer colocando estacas. Cuando acabaron, el campo quedó una vez más silencioso. Veinte minutos después, ambos hombres captaron el ruido de un motor. Desde el suelo vieron una linterna que parpadeaba en lenguaje Morse y el destello de respuesta desde el avión, que ahora se encontraba sobre sus cabezas. Una silueta oscura encendió tres linternas fijadas a las estacas en mitad del campo y luego el avión comenzó a descender sobre el grupo de álamos. En un segundo apareció corriendo por los pastos hacia su dique, se dio la vuelta y se alejó de ellos. En cuanto se paró, pudieron oír voces, una puerta que golpeaba, vieron otras figuras correr a la luz de la luna. Luego el piloto aceleró el motor y el avión se precipitó de nuevo a través del campo, alzándose por encima de los álamos.
Strómelburg miró su reloj. Todo el asunto apenas había durado tres minutos.
–Es perfecto –susurró admirado–. Todo ha tenido lugar exactamente de la forma que Henri dijo que sucedería. ¡Qué operación más soberbia!
–La Luftwaffe les abatirá antes de que alcancen la costa –gruñó Keiffer.
Su superior se encontraba perdido en algún laberinto mental mientras observaba a las figuras de los agentes de la Resistencia desaparecer por el camino posterior al cobertizo. Cuando finalmente llegó su respuesta, fue como una ocurrencia tardía.
–Oh, no podrán, Keiffer. Eso ya lo he comprendido.
Cuarenta y ocho horas después, Strómelburg caminaba por los pasillos de la Prinzalbrechstrasse, el cuartel general en Berlín de la RSHA, la oficina principal desde la que Heinrich Himmler y los suyos presidían sobre su imperio del mal. El sótano del edificio albergaba un laboratorio de perversidad humana, las celdas de tortura en las que los secuaces de Himmler llevaban a cabo aquellas técnicas de «interrogatorio enérgico e infatigable», que había llevado a Himmler a jactarse –y sus enemigos a temer– que no había nadie que no se derrumbara bajo la tortura de la Gestapo. Sin embargo, pese a toda su notoriedad la Prinzalbrechstrasse, según los niveles del Reich, se encontraba relativamente poco guardada, un reflejo quizá de cuan pocas personas estaban ansiosas de penetrar por sus puertas. Hans Dieter Strómelburg tuvo sólo que hacer destellar su placa de identidad metálica de la Gestapo al centinela, para que le permitiesen penetrar en el recinto interior del edificio. Mientras caminaba despreocupado hacia su reunión, rió disimuladamente ante la visión de tres soldados de la SS con guardapolvos blancos, caminando a su lado, blandiendo matamoscas y rociadores de flit. Entre los numerosos rasgos estrafalarios del cacique de la RSHA se encontraba un mórbido miedo a las moscas. Convencido de que eran portadoras inevitables de virus y pestilencias, Himmler mantenía a tres hombres de servicio, durante veinticuatro horas al día, registrando la Prinzalbrechstrasse en busca de insectos.
Strómelburg entró en la oficina del segundo de Himmler, el SS
Gruppenführer
Ernst Kaltenbrunner, y fue inmediatamente llevado a su oficina interior. Le esperaban dos hombres: Kaltenbrunner y el inmediato superior de Strómelburg, el SS
Obersturmbannführer Kriminal Rat
, Horst Kopkow. Strómelburg despreciaba a Kaltenbrunner. A diferencia de su volátil predecesor Reinhard Heydrich, patrón de Strómelburg, Kaltenbrunner era un burócrata laborioso y metódico, dotado para aquella tarea con una mediocridad mental absoluta. Físicamente, era un hombre macizo y feo, una parodia de un luchador de circo. Este aspecto le había ganado el apodo de
la nevera
. Strómelburg no hubiera tenido el menor problema para manipularle; nunca lo había hecho.
Kopkow era otro cantar. Strómelburg le necesitaba y desconfiaba de él a un tiempo. En cierto modo, era el epítome del tipo SS y de su mentalidad. Procedía de una familia de clase media baja de Oriansburg, Prusia Oriental, donde había sido ayudante del farmacéutico antes de unirse a la SS en 1934. Era tortuoso, intrigante y por encima de todo, ambicioso. Si Himmler le hubiese pedido que presidiera uno de los campos de la muerte de la SS, lo hubiera hecho encantado, apresurándose a poner en acción sus cualidades en las cámaras de gas, con la misma austera eficiencia que empleara en un tiempo para preparar jarabes contra la tos. En realidad, había sido él quien recomendaba a los oficiales de la Gestapo, en toda Europa, emplear la tortura sin el menor remordimiento o restricción al interrogar a los prisioneros. El contraespionaje en el territorio del Reich era la especialidad de Kopkow. Strómelburg sabía que necesitaría su respaldo para llevar a cabo el plan que le había llevado a Berlín. También sabía que si fracasaba, Kopkow haría que toda la culpa recayese sobre él y si la cosa funcionaba, haría todo cuanto fuese necesario para reclamar para sí el éxito de todo aquello.
–Supongo –observó Kopkow con la acritud de un hombre cuyo desayuno sigue sin digerir– que algo de considerable importancia le ha hecho venir aquí esta mañana y solicitar esta reunión.
Strómelburg colocó su maletín en el suelo y comenzó a quitarse los guantes negros de piel de becerro con deliberada lentitud.
–Así es –replicó, mirando a Kaltenbrunner–. Creo que tengo en las manos la clave de una operación de espionaje que, llegado el momento, nos aportará unos dividendos mayores que la «Orquesta Roja» o el «Polo Norte».
Aquellas dos operaciones, una dirigida contra los soviéticos, y la otra en Holanda, habían sido supervisadas por Kopkow.
–Implica el secreto más importante de la guerra: cuándo y dónde los aliados invadirán el continente.
Dejó de hablar durante un segundo buscando un efecto dramático.
–Casi seguramente lo harán en Francia. Y cuando esto ocurra, emplearán con la mayor seguridad a la Resistencia francesa como apoyo a su ataque. Por lo tanto, para entrar en el secreto de su invasión, debemos en primer lugar penetrar en la Resistencia en el nivel apropiado. ¿Están de acuerdo?
Kaltenbrunner no dijo nada. Kopkow silbó un suspiro hostil.
La alusión de Strómelburg a «Orquesta Roja» y «Polo Norte» no había pasado inadvertida.
–La Resistencia francesa puede desglosarse en tres componentes –continuó Stromelburg–. En primer lugar, y con mucho los más numerosos, las redes gaullistas dirigidas desde Londres por un francés llamado Passy. Los ingleses no confían en ellos. Saben que hemos penetrado en sus filas. Nunca les proporcionarán el secreto de su invasión.
Strómelburg, casi complacido por lo conciso de su bien ensayada presentación, hizo una pausa para estudiar a sus dos superiores.
–En segundo lugar están las redes dirigidas por el espionaje británico. Sus funciones se limitan a reunir asuntos de espionaje. Debemos penetrar en el secreto de la invasión analizando las preguntas que pedirán que se les respondan. Pero tampoco facilitarán el secreto porque no lo necesitan para su trabajo. En tercer lugar –prosiguió Stromelburg–, se encuentra la Sección francesa del SOE. Es la menor de las tres y la dirigen exclusivamente británicos. Su función consiste en sabotear nuestras instalaciones vitales. A través del interrogatorio de sus agentes, sabemos que todos esperan desempeñar un papel muy importante ayudando al desembarco cuando éste se produzca.
–Esto ya es archisabido –observó Kopkow–. Seguramente no es ésa la razón de su visita.
Stromelburg se irguió, colocando sus palabras como un actor que busca el efecto.
–Ahora tengo los medios para tener a toda la organización del SOE en Francia bajo mi control.
Saboreó su reacción, luego describió el servicio aéreo que había establecido su nuevo agente, cómo operaba, cómo había observado una primera demostración de su efectividad.
–Ahora propongo garantizar la continuación del éxito de esta operación para los británicos. Mantendré a la Luftwaffe alejada de sus campos. Y también vigilaré que nuestra Policía o la Wehrmacht no les molesten.
–No puedo creer que hable en serio –le dijo Kaltenbrunner–. ¿Poner nuestras instalaciones al servicio de los británicos? ¿Dejar que esos agentes entren y salgan sin molestias?
–Cuanto mejor agente sea este hombre, al que llamaré Gilbert, para los británicos, más confianza pondrán en él, y en mejor agente se convertirá para mí.
–Teóricamente, Stromelburg tiene razón, doctor –intervino Kopkow–. El momento y el lugar del desembarco es la clave de la guerra. Comparado con esto, ¿qué importancia tienen unos cuantos agentes?
–De vez en cuando, atraparemos a uno o dos –aseguró Stromelburg a su superior–. Pero un arresto en masa está fuera de la cuestión. Seguiremos a sus agentes cuando lleguen. Vigilaremos dónde van, con quién se ven, dónde se encuentran sus casas seguras para que cuando la invasión se produzca, podamos barrerles a todos en una detención en masa.
–Antes de que siga adelante –declaró Kopkow–, deseo saber algo acerca de ese hombre llamado Gilbert.
–Naturalmente. Su nombre auténtico es Henri Le Maire. Le conozco desde 1937.
–¿Ha trabajado antes para usted?
–En realidad, sí. Durante mucho tiempo y con gran lealtad. Descubrimos ya en 1937 que transportaba aviones desde París a Barcelona para los republicanos. El
Oberst
Rolf Untermeyer, de la Sección IV, al que Heydnch había nombrado para una misión en Barcelona, se vio con él en un cabaret de esa ciudad. Se habían conocido en el bar de los pilotos de Le Bourget, en 1936, cuando Rolf volaba para «Lufthansa» de Berlín a París.
–Pudo haber denunciado a Rolf a los republicanos –observó Kopkow.
–Pudo hacerlo, pero no lo hizo. De todos modos, Le Maire es un poco mujeriego, por lo que Rolf dispuso que una damita le quitase la cartera una noche. Rolf consiguió encontrarse con él de una forma aparentemente casual a la mañana siguiente en su hotel, cuando se disponía a regresar a París, y le pidió si podría entregar en su nombre un sobre en París con una suma considerable de dinero. Nuestro amigo Henri aceptó con gran rapidez. Naturalmente, el sobre iba destinado a mí. Le di 5.000 francos al recibir el dinero y nos hicimos muy amigos. Le pedí si estaría dispuesto a llevar de regreso otro sobre a Rolf en idénticas condiciones. Se mostró de acuerdo.