Juego mortal (Fortitude) (20 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–¡Dios mío! – musitó–. ¡Esto es una catástrofe sin precedentes!

París

–¡Calla,
Napoleón
!

La propietaria de aquel hotel-pensión dio una patada en broma a su perrito ladrador, mientras sacaba de la hilera la llave de Paul y Catherine.

–Casi les pescan después del toque de queda, ¿verdad? – comentó mientras se apretaba los pliegues de su bata de franela en torno de la imponente circunferencia de sus pechos.

Resultaba claro que para ella constituía un impenetrable misterio el que cualquiera prefiriese errar por las calles de París, desdeñando aquellas instalaciones dedicadas a los propósitos que todos sabían.

–Hemos estado visitando a unos antiguos amigos –le aseguró Paul, mientras guiaba a Catherine hacia las oscuras escaleras, que se hallaban así porque la propietaria del hotel cortaba la corriente eléctrica en cuanto anochecía.

Su ostensible razón para hacer esto radicaba en su elevado sentido de sus responsabilidades cívicas: sin corriente, ninguno de sus clientes podría violar las reglamentaciones del oscurecimiento. En realidad, lo hacía por una forma de ser muy gala, por la convicción de que la electricidad no era una comodidad necesaria ni deseable en su establecimiento.

Catherine atravesó el cuarto a oscuras y miró hacia el silencioso y vacío callejón que había abajo. Ni un solo ser humano se movía, ni una bicicleta ni un coche pasaba por el Boulevard Saint-Germain. El
quartier
que, antes de la guerra, había sido el corazón y el alma de la Orilla Izquierda de París, se hallaba muerto por completo. Se quedó durante un momento de pie entre los rayos de luz de la luna que caían a través de las ventanas, con su figura envuelta por su sudario de un gris pálido. Sus pensamientos no se hallaban en las vacías calzadas de París sino en el hombre que estaba detrás de ella: su sobria y calculada habilidad de la noche anterior, al llevarla protestando a través del pastizal para asegurarse de que no habría fango en sus zapatos; su encantadora faceta de actor interpretando aquel papel con tanto entusiasmo en la terraza de la «Brasserie Lorraine», su impulsiva ayuda, jugándose el pellejo por ponerse a su lado en el restaurante del mercado negro. Sólo había que mirar en aquellos traviesos ojos suyos, seguir los maliciosos recovecos de su sonrisa para saber que era un pillín. «Dios mío –se preguntó–, ¿por qué debo tener siempre predilección por los bribones? ¿Por qué no me enamoraré de un médico o de un abogado que vaya a la iglesia los domingos y que adore a su madre?»

Desde la oscuridad de detrás, Paul la observó, contemplando los encajes plateados de la luz de la luna sobre su rubio cabello, iluminando sus altos pómulos, sugiriendo cada relieve de su esbelta figura.

–Denise…

Antes de que pudiese terminar, Catherine ya se había vuelto hacia él y le había puesto los dedos en los labios mientras lo hacía. Con un rápido y casi imperceptible movimiento dejó que su cabeza se arquease hacia atrás, lo que hizo que su magnífica cabellera rubia le cayese por encima de los hombros. Le deslizó las manos en torno de su cuello. Con deliberada y atormentadora lentitud, oprimió su cuerpo contra el de él, con su pelvis apretando con fuerza y exigencia contra la entrepierna del hombre, con sus esbeltos y musculosos muslos pegados contra los rígidos miembros de Paul. Durante un segundo permanecieron así trabados, con sus cuerpos oprimidos en las primeras y gloriosas intimidades de su pasión.

Su boca buscó la de él, con sus anchos y sensuales labios plegándose a los suyos en un frío atornillamiento. Se quedaron de esta forma durante lo que parecieron siglos, buscándose mutuamente en las ondulaciones de sus labios, en cada sensual giro de sus entrelazados cuerpos. Catherine se inclinó hacia atrás mientras los dedos de Paul comenzaban a pasar entre su cabello. El bajó la cabeza, apretando sus labios contra la piel de la base de la garganta de la mujer, con sus brazos en torno de su cintura atrayendo el muslo de ella contra la acuciante dureza de su erección. Gentilmente al principio, y luego con un casi salvaje frenesí, sus labios y lengua se deslizaron por la piel de su cuello, por los lóbulos de sus orejas, por sus hombros.

Paul se echó hacia atrás, manteniendo la cabeza de ella a pocos centímetros de la suya, con sus ojos mirando a los de la chica en una hambrienta comunión. Caderas y piernas se apretaron mutuamente como en un esfuerzo inconsciente de no romper aquel campo magnético que los mantenía unidos, recorriendo así el cuarto hasta la cama. Las manos de Paul abrieron la blusa de Catherine y se posaron sobre los trémulos pechos, que había codiciado desde hacía tantas horas, acariciándolos y oprimiendo ligeramente los pezones.

Catherine le abrió la camisa. Las puntas de sus dedos recorrieron con fría rapidez el plano y ancho pecho hasta llegar a su cinturón. Le abrió los pantalones y durante un instante, sus largas uñas coquetearon por la piel de la parte interior de sus muslos. Luego, sus esbeltos dedos se deslizaron con ansia posesiva sobre el premio que buscaban, agarrando a Paul con una fuerza que le hizo jadear de dolor y placer. Le masajeó hasta que en un mutuo frenesí, cada cual comenzó a quitarse las prendas que aún les quedaban, lanzando una auténtica lluvia de medias, bragas, pantalones, calzoncillos alrededor del cuarto.

Ella se tumbó de espaldas en la cama, con su cabello desparramándose en una especie de halo dorado por encima de la almohada. Paul se arrodilló sobre ella contemplando en un hambriento arrobo sus pechos, su plano estómago, el arco de sus largas piernas. Sus labios se inclinaron sobre su ombligo, pero las manos de la mujer le rodearon su cabeza.

–Ahora, Paul –le ordenó–. ¡Ahora!

Él descendió sus rodillas e impulsó su casi penosa fuerte erección contra la apertura de sus muslos. Catherine emitió un débil gemido de anticipación e hizo rodar sus caderas para encontrarse con él. Con un hábil movimiento, le obligó a avanzar hacia el interior de su cuerpo. Con atormentadora lentitud, Paul se deslizó en ella; luego, se detuvo durante un horrible segundo, como si pudiese negarle para siempre la culminación de lo que ella demandaba, antes de impulsarse de nuevo hacia delante, con mayor fuerza y profundidad.

Ella se retorció y forcejeó a cada diabólico impulso hasta que, finalmente, emitió un agudo grito. Extendió sus brazos en torno de las caderas de Paul y, con un fuerte impulso, le hizo introducirse por completo dentro de ella, oprimiendo su propia pelvis contra él con toda la fuerza con que pudo hacerlo. Su cuerpo se arqueó contra Paul, aferrándose en una curvación del más puro placer. Se mantuvieron así unidos en un rígido éxtasis durante el más largo y breve segundo de su vida de mortales. Finalmente, temblorosos a causa de la sensualidad, las caderas de ella volvieron a reposar encima de la cama, atrayéndole con ella en su descenso. Durante minutos permanecieron allí, forzando los últimos espasmos de placer el uno al otro, quedándose Paul dentro de ella durante tanto tiempo como pudo, como si al realizarlo así pudiese de alguna forma preservar aquel encanto que les había unido.

Al fin, Paul rodó hacia un lado y buscó un cigarrillo en los pantalones que estaban en el suelo. Durante un largo rato, Catherine permaneció allí junto a él, observando las volutas del humo de su cigarrillo desaparecer en la oscuridad, pensando sobre este hombre con el que acababa de hacer el amor de un modo tan espontáneo y apasionado. Virtualmente, todo cuanto sabía de él personalmente podía contenerse en aquella frase que el piloto del «Lysander» que la había depositado en Francia: su broma acerca de que Paul había aprendido a volar antes de que aprendiese a andar.

–¿Volabas antes de la guerra? – le preguntó.

Notó que él asentía a su lado, pero sin decir nada.

–¿Qué te hizo entrar en esto? No creo que fuese para alejarte de la monotonía de tu trabajo.

–¿Realmente quieres saberlo? ¿Toda la historia?

–Hasta el último trocito. Aborrezco hacer el amor con perfectos desconocidos.

Paul se echó a reír.

–Nací en el Norte, cerca de Compiégne. Fui un chico loco. Siempre tenía que hacer todo lo que los otros muchachos no se atrevían. Ir en bicicleta más rápidamente o bajar más de prisa una colina que cualquier otro, subir al árbol más alto, saltar desde la valla más alta. No sé por qué. Sólo me pirraba saber que podía realizar cosas que los otros no podían hacer.

Inhaló una profunda bocanada de su cigarrillo. Catherine se percató de que el tabaco era americano.

–Eso huele a «Lucky Strike» o a «Carriel» –comentó–. ¿Cómo lo has conseguido?

–Fácilmente. En el mercado negro. Verás, un domingo, en junio de 1924. ya sabes que existen ciertos días en tu vida que nunca puedes olvidar, aquel viejo biplano «Farmian» se presentó y aterrizó en unos pastos cercanos a nuestra propiedad. Todo el pueblo, el cura, el cartero, todos, corrieron a verlo. El piloto iba vendiendo bautismos aéreos por treinta francos el viaje. Nadie deseaba ir. Todos tenían mucho miedo. Por lo tanto, pedí a mi padre los treinta francos y allá que me fui.

Incluso tumbado en aquel arrugado lecho, aún podía recordar cada detalle de aquellos cinco minutos de vuelo: el olor del sudor y del cuero desgastado en la carlinga delantera, la sensación del piloto cuando le sentó y le colocó el cinturón, el ruido del motor cuando aceleraron por el campo, la vibración de! zumbido del viento que corría a través de las puntas de las alas. Seguía recordando la forma en que la carne de sus mejillas había parecido apartarse de su boca, cuando la velocidad aumentó y el piloto hizo descender al avión, cómo el verde horizonte giró sobre sí mismo cuando el piloto inclinó lateralmente al avión; qué distantes, qué remotas, qué poco intimidadora parecía la tierra desde aquella altura. Y por encima de todo, lo que nunca podría olvidar fueron los ojos de los pueblerinos reunidos en el pasto para vacas cuando regresó a tierra. Allí, reflejado en su asombro y admiración, encontró lo que había estado buscando. Desde aquel momento, Henri Le Maire –«Paul» para el SOE– supo que allí, en aquellos atractivos cielos azules, podría encontrar un día el pleno cumplimiento de lo que su corazón de muchacho tan desesperadamente anhelaba.

–Así nació otro Saint-Exupéry –respondió Catherine en cuanto terminó su relato.

–No del todo. El decidir convertirme en piloto era una cosa. Y el llegar a serlo otra muy distinta.

–¿Cómo aprendiste a volar?

–Pues en un aeroclub, en Compiégne. Se componía de un viejo granero y de un pastizal. El propietario era un veterano de la Primera Guerra Mundial que vivía, con ayuda del vino, de los recuerdos y de algunos bautismos aéreos que hacía los domingos por la tarde. Me enseñó. Yo me ocupé de aquel lugar, vigilé los aviones, cuidé de él cuando estaba borracho y, a cambio, me dio lecciones de vuelo. Volé solo por primera vez cuando tenía dieciocho años.

Catherine sintió el orgullo de aquel hombre que estaba a su lado, mientras pronunciaba aquellas palabras. Resultaba claro que el volar era una parte muy especial de su ser. «Qué mortificante debe ser para él –pensó– dirigir los vuelos de otros en vez de volar él mismo.»

–¿Trabajaste para «Air France»?

–¿«Air France»?

Paul se echó a reír.

–No hubieran dejado a un muchacho de dieciocho años más que barrer sus hangares en aquel tiempo. Tenía un amigo llamado Clément. Tenía un viejo «Blériot». Vivía de organizar circos aéreos en torno de París.

Cerró los ojos y se vio a sí mismo de nuevo en aquellos episódicos e inciertos días. Su rutina resultaba simple. Los lunes, convencían a algún granjero para que les prestase un pastizal la tarde del sábado o del domingo, a cambio de una rápida vuelta en el «Blériot» de Clément. Luego cubrían los pueblos vecinos con sus carteles, anunciando la llegada de la Era del Avión, en la forma de su «Circo Aéreo» y esperando lo mejor para el fin de semana. Lo mejor, naturalmente, era un cielo claro y bastante gente. Henri cobraba un par de francos por dejar entrar al público por la puerta del campo, mientras Clément provocaba el entusiasmo con un ruidoso calentamiento del motor de su avión. Clément, el piloto más experimentado, saldría el primero, haría unos cuantos
loops
y giros, un par de pasadas con el avión en vuelo rasante, un rápido paso sobre la muchedumbre mientras Henri y su megáfono subrayaban para los embobados espectadores el terrible peligro que corrían los especialistas a cuyas proezas asistían. Luego, siempre el aventurero, Henri proporcionaba a la multitud la primera
piéce de resistence
, andando por las alas y lanzándose en paracaídas. Después de eso, los dos amigos seguían ganándose la vida por la tarde, engañando a cuantos espectadores podían para que volasen en el aparato de Clément a treinta francos el viaje. Constituía una precaria existencia, pero de aquella forma se volaba, y Henri Le Maire se había convertido al fin en el hombre con chaquetón de cuero y fular blanco que siempre había querido ser. Durante dos temporadas, la pareja siguió trabajando fuera, a 160 km de París, hasta que abandonaron los campos y a los crédulos granjeros.

Catherine siguió su relato con arrobada atención.

–Bueno, querido Paul –le dijo cuando terminó–. Debo admitir una cosa. Ciertamente no te amoldas a los cánones de la madre francesa media, como el mando ideal para su hija, ¿no crees? No pareces el serio y seguro hombre laborioso, familiar, que sale hacía la oficina a las nueve y regresa fielmente a las seis.

Acarició uno de los pezones de Paul con las puntas de los dedos.

–Tal vez sea ésa la razón de que te encuentre tan atractivo…

–Las chicas francesas no prestan demasiada atención a los consejos de sus madres, ¿no te parece?

–Oh, sí, claro que sí. Por lo menos al elegir al marido ideal. Créeme, yo lo hice.

–¿Estás casada?

Se produjo un cambio hacia aquella voz tan mordaz que Catherine encontraba tan atractiva.

–Me escapé por los pelos. Y todo porque había seguido demasiado los consejos de mi madre.

Acercó su aún cálido cuerpo más contra él.

–Sin embargo, en lo que se refiere a los amantes –le murmuró–, obro con mayor independencia.

–Si te sirve de consuelo, he tenido algunos, pocos, trabajos regulares en mi vida, aunque las horas nunca han sido de nueve a seis.

–¿Volar?

Paul emitió un suspiro.

–En «Air Bleu», en el antiguo servicio postal aéreo. Fui uno de los primeros pilotos que se presentaron cuando lo empezaron en 1936.

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