–¡Tonto! – le gritó–. ¡Estúpido y tonto inglés! ¿Cómo te atreves a mentirme? ¿Cómo te atreves? ¿Conoces cuál era esa frase en código? Yo te la diré:
Captain, oh my captain, ourfearful trip is done…
El alemán giró sobre sí mismo y cogió una hoja de papel de su escritorio.
–Mira aquí –le gritó, mostrando los documentos ante la ensangrentada cara de Wild–. Tenemos hasta el último de los malditos mensajes que has enviado. Todos. ¿No me crees? Trece de diciembre…
Los dedos de Stromelburg pasaron a través de los papeles.
–¿Quieres saber qué te ordenó Londres el trece de diciembre? Yo te lo diré.
A través del filtro rojo del dolor que llenaba su ser, Wild escuchó al alemán leer palabra por palabra el texto de una transmisión que reconoció instantáneamente como propia. Desesperadamente, trató de deslizarse hacia el limbo de desesperación al que se veía impulsado por su sensación de desamparo ante el alemán, ante sus terribles conocimientos.
–¿Ibas a emplear la misma frase en Lila?
Wild jadeó. El, naturalmente, no era consciente del hecho de que Londres, inadvertidamente había facilitado a Stromelburg su destino a través de la radio falsa del doctor y con la cual los alemanes habían dispuesto el lanzamiento.
–Sí –musitó–. Sí.
Los golpes comenzaron de nuevo, esta vez en el cuerpo, culminando con uno final, un terrible porrazo en su entrepierna.
–¡Maldito idiota! ¿Es que nunca aprenderás?
A través de su visión entre una película de lágrimas y dolor, Wild vio que el alemán se metía la mano en el bolsillo y sacaba un pedazo de tela. Habían encontrado sus trozos de seda en clave y su cuadro de los tiempos.
–Éste es tu código –le silbó–. Ibas a emplear el nuevo sistema de Cavendish en Lila…
Sus dos torturadores le habían echado los brazos hacia atrás, por lo que se hallaba ahora aferrado e inmóvil en su sillón, y el rostro del alemán estaba tan cerca de Wild, que un goteo de saliva cubrió sus magulladuras.
–¿Por qué me estás toreando? – chilló–. Sé más acerca del SOE que tú. Sé que Cavendish te autoriza a darnos la clave. ¿Me la darás ahora o en cuanto permita a esos dos que te conviertan en una hamburguesa?
Wild emitió una especie de semigemido. Más que el dolor, lo que le abrumaba era lo que llegaba a saber aquel alemán. Tenía razón. Estaban autorizados a manifestar su código bajo la tortura. ¿Había sufrido un martirio suficiente?
–Muy bien, muy bien –murmuró.
Stromelburg hizo un ademán a los dos hombres para que le soltasen. Wild alargó un brazo que le dolía terriblemente hacia los trozos de seda.
–Es muy sencillo. Éste –y señaló el trozo de seda cubierto con cinco bloques– es tu pauta. Se escribe el mensaje sin clave en bloques de cinco letras como siempre. Luego mandas el primer bloque del mensaje según el primer bloque de cinco letras, en la pauta que comienza con la primera letra de la esquina superior izquierda. Si el bloque del mensaje es NOWIS escoges la letra que está encima de la N. Digamos que es la «X». A continuación continúas en la clave del trozo de seda con el alfabeto que se encuentra en la parte de arriba.
Strómelburg cogió de nuevo el fragmento de seda y lo estudió.
–La primera letra de tu mensaje auténtico es «N».
Strómelburg asintió.
–Entonces buscas la «N». Debajo tienes dos líneas paralelas de letras. Se sigue la primera hasta que se encuentra la letra en tu bloque de código, es decir, la «X».
–Ya la tengo.
–Entonces, enfrente hay otra letra.
–Es una «S».
–Ésa es la letra que transmites. Así es como funciona, exactamente así…
–¿Pero, cómo pueden leerlo en Londres?
–Tienen una réplica exacta del trozo de seda. Todo lo que tienen que hacer es trabajar hacia atrás. Destruyen cada línea del bloque de letras en la seda una vez que las han utilizado. La idea consiste en no emplearlas dos veces.
Strómelburg se quedó mirando aquel pequeño trozo de tela que tenía arrugado en la mano. Era a duras penas un experto en codificación, pero le resultaba claro que el inglés había llegado con un sistema que todos los criptógrafos reunidos de Berlín nunca hubieran podido descubrir. Tratando de ocultar su asombro, se quedó mirando de nuevo a Wild.
–¿Y cuándo se supone que será tu primera emisión?
–A la una de hoy.
El alemán se mostró interiormente exultante. Estaba en el umbral de añadir otra valiosísima radio a su juego. Tenía a Wild, tenía su clave, la hora en que debería de entrar en servicio. Sólo necesitaba una cosa más, una última y preciosa clave y dirigiría el aparato de Wild contra Londres. Contempló al inglés derrumbado en su sillón. La revelación más difícil para un prisionero era siempre la primera. Había comenzado con Mr. Wild de aquella manera.
–Mira –le dijo con tanta despreocupación como pudo–, deseo una última cosa de ti, y luego podrás irte. Te lo prometo. ¿Cuál es –le preguntó– vuestra comprobación de seguridad?
La «comprobación de seguridad» era la prueba definitiva por parte del SOE de la autenticidad de una transmisión, un acuerdo secreto entre Londres y un operador sobre el campo, que garantizaba que la transmisión no se había efectuado bajo control alemán.
Wild gimió y se dejó caer en su sillón, forcejeando de modo visible con el último dilema de un agente capturado, que le hacía caminar por el terrible filo de la navaja entre el dolor y la revelación. Los dos torturadores avanzaron hacia él, pero Strómelburg sabía cómo hacer las cosas. Les hizo un ademán para que se alejasen y acarició con ternura la maltratada cabeza de Wild.
–Verás –suspiró–, no debemos permitir que esto comience de nuevo…
–Treinta y seis –susurró Wild–, hay un treinta y seis entre el tercer y el cuarto bloque de letras.
Strómelburg dedicó al doctor, que se encontraba de pie en un rincón de la habitación, una triunfante mirada.
–Muy bien –les dijo a los dos hombres–. Llevadle al piso de arriba.
Los ojos de Catherine Pradier se deleitaron con el paisaje que pasaba lentamente ante las ventanillas de su tren: tan verde, tan rico, tan milagrosamente intacto, al parecer, tras cinco años de guerra. Casi deseó cantar «¡Francia! ¡Francia!» a medida que pasaban ante ella aquellas visiones tan familiares, ya casi olvidadas: un grupo de escolares con sus batas grises, una cartera llena de libros sujeta a la espalda, esperando pasar las barreras de un cruce; los jefes de estación, que andaban por allí dándose importancia con sus ridiculas gorras, silbando al tren para que iniciara la marcha. «¿Sigue siendo cornudo, señor jefe de estación –pensó casi riéndose–, como lo era en la canción que solíamos cantar?» Vio a los marchitos ancianos de Francia que marchaban al trabajo con sus desvaídos monos azules, las parejas de campesinos en sus campos, ganándose el pan con aquella sagrada tierra. Tras Inglaterra, donde cada recodo de la carretera traía el recuerdo de la guerra, Francia parecía mágicamente en paz. Un curioso pensamiento la asaltó: «¿Y las vacas? ¿Dónde estaban las vacas?» Se percató de que llevaba media hora mirando el paisaje y no había visto ni una sola vaca. Naturalmente, las habrían sacrificado, a todas ellas, por orden de los alemanes, para alimentar los insaciables apetitos de la Wehrmacht.
Catherine volvió la mirada el atestado compartimiento. Aunque el paisaje se hallaba en paz, la guerra estaba aquí, inscrita en las melancólicas y deprimidas caras de sus compañeros de viaje. Cuan grises y andrajosos parecían, todos atenazados en suéteres y chaquetas. No había nada
chic
francés aquí. Y, por encima de todo, aquella falta de animación en sus rostros, que era lo que más la sorprendía. Había desaparecido aquel espíritu galo tan fanfarrón, discursivo y vivaz. «Hay que darse cuenta –pensó– de que llevo en este compartimiento más de dos horas y nadie ha dicho ni una sola palabra. ¿Me encuentro realmente en Francia?»
Suspiró y respiró hondo. El viciado aire del compartimiento olía a sudor, a cebollas, a vino rancio y, por encima de todo, al punzante olor del ajo. «No –se tranquilizó a sí misma sonriendo–, no existe el menor error. Estoy de veras en el país correcto.» Miró al pasillo, más allá de su compartimiento. Estaba atestado de debilitados pasajeros que se aferraban a la barra que corría a lo largo de las ventanillas. Montones de equipaje a sus pies sembraban el pasillo. Lanzó una rápida y tranquilizada mirada a la atiborrada redecilla de los equipajes que se hallaba encima de su cabeza. Allí, en abierto desafío a las órdenes de Cavendish, se encontraba la desvencijada maleta, con el transmisor oculto en su interior. Había sido una decisión deliberada por su parte. «Toda la razón de que me encuentre aquí se halla dentro de esa maleta –se dijo a sí misma–. Sin eso, soy inútil por completo.»
En aquel instante, la figura familiar de Paul se abrió paso entre los pasajeros en el pasillo, con un periódico enrollado aferrado en su mano izquierda. Catherine aguardó tres o cuatro minutos, luego hizo una señal a una mujer joven, con un chiquillo que gimoteaba entrelazado en sus piernas.
–¿Le gustaría usar mi asiento durante un rato?
–¡Oh, sí! – replicó la agradecida muchacha casi dejándose caer en su sitio mientras Catherine salía en persecución de Paul.
Éste se encontraba en el coche restaurante, leyendo su periódico. El lugar de enfrente estaba vacío.
–Mademoiselle –le dijo–, ¿puedo ofrecerle un asiento?
–¿Por qué no? Gracias –replicó Catherine, apresurándose a deslizarse en el asiento.
Miró alrededor del vagón y tembló levemente. Por lo menos, la mitad de los comensales vestían uniforme alemán. Se inclinó hacia Paul:
–¿Cómo se ha hecho esto?
Paul se frotó el índice con su pulgar.
–Algunas cosas no cambian.
Catherine le observó con atención. «Tal vez seas un tipo soso cuando te dedicas a tu trabajo, Paul –pensó–, pero eres un hombre más bien atractivo.» Era alto para ser francés y más bien también corpulento. «Buen linaje», pensó Catherine. Sin embargo, notó que sus manos desentonaban de esto. Eran cortas y recias, manos hechas para sumergirse en la suciedad o en la grasa, no para hacer gracias en un salón. Tenía un recio cabello castaño y una maquiavélica semisonrisa que, por alguna razón, no podía borrar de su rostro. Todo en él parecía irradiar un aire de tranquilidad, de confianza en sí mismo. Todo, excepto sus ojos. Eran dulces y castaños, casi rojizos, hundidos en una inusual profundidad en las órbitas de su cráneo. Una especie de tranquila tristeza parecía emanar de ellos, el aire melancólico de un hombre que ha visto más miseria y sufrimiento del que se atrevería a reconocer.
Iba notablemente bien vestido. Su chaqueta deportiva de
tweed
debía proceder del «Faubourg Saint-Honoré» de antes de la guerra. En torno del cuello llevaba un fular estampado, probablemente inglés, una camisa blanca y unos pantalones grises de franela. «El hijo de un propietario provinciano –se dijo a sí misma– o algún pequeño noble cuyos antepasados consiguieron escapar a la guillotina.»
–Estás muy elegante –le dijo admirativamente.
–Por una razón. Cuanto mejor vestido vas, más próspero pareces y más probable resulta –y realizó un movimiento casi imperceptible con la cabeza– de que seas tomado por uno de ellos. Un colaboracionista o un estraperlista.
Dio unos golpecitos en el periódico que había estado leyendo. Se trataba del notorio colaboracionista
Je suis partout
(Estoy en todas partes).
–Siempre llevo uno de éstos para leer. Tranquiliza a esos bastardos de la
milicie
cuando realizan una comprobación de identidad.
El camarero puso delante de cada uno de ellos un plato de lentejas hervidas. Se inclinó hacia Paul, al que evidentemente conocía.
–He conseguido un poco de pastel de carne de conejo que le puedo facilitar –susurró.
Paul asintió y dio su aprobación. Mientras el camarero se alejaba, se acercó a Catherine.
–Permíteme decirte lo bien que estuviste anoche. No sólo salvaste tu pescuezo sino también el mío.
La mujer sonrió.
–Funcionó, y sólo a eso debemos estar agradecidos. Aunque, de todos modos, Paul, no te veo empujando un carrito lleno de cemento por Calais.
–Eso es mejor que Dachau.
Cuando el camarero regresó con su paté, el tren chirrió y acabó por detenerse en pleno campo. Paul se lo quedó mirando:
–¿Qué pasa? Es la tercera vez que nos detenemos en una hora.
El camarero se inclinó para que los alemanes que se encontraban al otro lado del pasillo no pudiesen oírle.
–La RAF ha dejado caer su mierda anoche en la estación de apartadero de Amiens. No sale nada de allí hacia París, y toda la vía se encuentra aún muy congestionada.
–¿No salen trenes para Lila o Calais?
–Ninguno.
El camarero apenas pudo ocultar su deleite.
–Cualquier persona que desee ir allí durante los próximos dos o tres días, lo mejor será que le guste andar.
–Tienes un problema –dijo Paul mientras el camarero se alejaba–. ¿Te han dado la dirección de alguna casa segura en París?
Catherine movió la cabeza.
–Claro que no. No podían pensar en eso.
Masticó lentamente su paté durante un minuto.
–Puedes comprender que se supone que no tenemos nada que ver el uno con el otro. Se supone que no sabes nada acerca de mí y que yo no sé nada acerca de ti. Y no habría sabido adonde te dirigías de no haber sido por el bloqueo de carreteras de anoche.
Catherine asintió.
–Procedemos de la misma escuela, ¿recuerdas?
–¿Tienes algún sitio seguro donde ocultarte en París?
–Ninguno en el que pueda pensar.
–¿Conoces la ciudad?
–Sí.
–Por lo menos tenemos eso…
Paul suspiró con evidente disgusto.
–Está bien. Dos horas después de que pasemos por la recogida de billetes de la Gare Montparnasse, nos encontraremos en la terraza de la «Brasserie Lorraine», en la Place des Ternes. Yo estaré leyendo un ejemplar de
Je suis partout
, una señal de que todo marcha bien. Si no estoy leyéndolo o no me encuentro allí, tendrás que apañártelas tú sola. Evita los hoteles. Lo mejor que puedes hacer es tratar de sobornar a alguien para quedarte en una casa de paso. ¿Te han dado suficiente dinero?
Catherine indicó que así era. Paul se inclinó hacia delante.
–El momento peor es cuando llegamos. La Gestapo recibe a estos trenes de la misma forma que las prostitutas de hotel acostumbraban hacerlo con ellos antes de la guerra. Te pondrás detrás de mí. Intenta mirar si me siguen. Ten cuidado con los hombres, en especial los severamente vestidos, sin equipaje. Evita a cualquiera que vaya en tren durante estos días sin equipaje. Si ves a alguien así que me sigue no te acerques a la cervecería.