–Lo que ha sucedido esta noche, doctor –declaró, dejando salir dos pálidas volutas de humo por las ventanillas de su nariz–, es la cosa más importante que nos ha ocurrido desde que empezamos este juego. ¿Y sabes por qué?
Obedientemente, el doctor movió la cabeza. Su patrono, se percataba de ello, ni siquiera se hallaba vagamente interesado por la respuesta que pudiera ofrecerle.
–Porque esta noche, por primera vez, estamos seguros, al ciento por ciento, de que les hemos engañado.
Y prosiguió:
–De una cosa estoy absolutamente seguro. Ni Cavendish ni los británicos lanzarían a sabiendas un agente, y en particular un agente británico, en una trampa alemana. El hacer algo así estaría completamente en contra de todo cuanto sabemos del carácter británico. Armas, tal vez. Dinero, seguro. ¿Pero, un agente inglés? Nunca. Por lo tanto, sabemos ahora que la radio que hemos empleado para establecer el lanzamiento de esta noche es segura al ciento por ciento.
Strómelburg chupó larga y pensativamente su cigarrillo.
–¿Estudiaste a Kipling en Tubinga, doctor?
–Si –replicó el doctor–, pero prefería a Forster. Siempre he creído…
Strómelburg le cortó con un ademán de la mano.
–No estoy interesado en discutir sobre literatura angloindia. Lo que me interesa es ganar la guerra. ¿Recuerdas cómo solían cazar tigres en la India los británicos?
–Ataban una cabra a una estaca, por la noche, cerca de la charca del tigre. Luego se sentaban en sus cazaderos ocultos y aguardaban a que saliese a por el cebo.
–Exactamente. Esos operadores de radio van a ser nuestras cabras atadas, doctor. Los emplearemos para sacar a los británicos de los bosques de la noche.
Strómelburg, muy complacido con lo apropiado que resultaba su símil, hizo un exuberante ademán con la mano.
–¿Por qué supones que Cavendish y el SOE nos han estado haciendo llover armas durante los pasados tres meses? No para realizar una emboscada a cinco camiones de la Wehrmacht en Dordoña. Cada vez que efectúan un lanzamiento nos dicen que ocultemos las armas y esperemos órdenes, ¿no es así? Y esto porque se preparan para la invasión. Y esas redes operan todas relativamente cerca de la costa, ¿no es verdad?
–Hay una en Brest y cinco en el Norte. El resto se encuentran alrededor de Ruán, Le Mans y Chartres.
–Bastante cerca. Quieren emplearlas para cortar nuestras comunicaciones, para impedir que nuestros refuerzos lleguen a las playas cuando desembarquen. Pero primero deben asignar a cada grupo su objetivo. Y luego han de encontrar una forma de decir a cada grupo cuándo deben atacar. Y debe tratarse de una técnica muy precisa, rápida y absolutamente infalible. Y debe ser una que puedan emplear en el último momento, cuando su flota de invasión haya partido. ¿Y cómo ha dispuesto este lanzamiento en paracaídas con nosotros esta noche? Elegimos un campo y les radiamos su localización, ¿no es así? La RAF lo comprobó y les radiaron en contestación que el campo resultaba aceptable. Les pedimos un lanzamiento y les dimos la letra que nuestro equipo en tierra les haría destellar para comunicarles que el campo era seguro. Ellos nos proporcionaron el mensaje de la «BBC» de que «las luces están en Piccadilly». Escuchad cada noche, nos dicen, y cuando oigáis el mensaje vuestro avión estará en camino. Hoy, a las nueve de la noche, emitieron el mensaje. Tres horas después, su «Halifax» se encontraba encima de nuestro campo lanzándonos armas.
Stromelburg estaba tan excitado ahora como le había ocurrido horas antes al escuchar los ecos en las bóvedas del órgano que sacudía el tenebroso recinto de Saint-Sulpice.
–Y eso, mi querido doctor, es exactamente lo que harán para la invasión. El tigre acudirá en línea recta y murmurará su secreto al oído de nuestras cabras atadas. Los mismos británicos nos dirán lo que van a hacer por medio de la «BBC».
Cuando llegaron al Boulevard Suchet, Stromelburg se hallaba tan excitado que saltó de su «Skoda» antes de que se detuviese, y echó a andar al trote por el patio interior. Este patio estaba atestado de un pintoresco surtido de camiones: camiones de leche, con depósitos para vino, camiones de mudanzas, camionetas de reparto, todos ellos pintados con los colores de los grandes almacenes más importantes de París, el
Bazar de l'Hótel de Ville
y
Au Printemps
. La mayoría de ellos tenían unos tubos parecidos a torpedos fijados al techo o unidos con abrazaderas metálicas a sus partes traseras, lo que indicaba que funcionaban con los gases generados de quemar madera o carbón más que gracias a la gasolina, que ahora resultaba casi imposible de obtener en París. Sin embargo, todos exhibían un disco circular parecido a un anillo fijado en alguna parte de sus techos. Eran los verdugos de cualquier operador clandestino de radio en Francia, las camionetas de detección de radio tan terriblemente efectivas de la Gestapo. Stromelburg pasó ante un desconcertado guardia de la Wehrmacht y entró en una estancia brillantemente iluminada donde eran controladas las camionetas. Dos docenas de adormilados miembros del Cuerpo de Transmisiones de la Wehrmacht, con auriculares en la cabeza, se hallaban alineados a ambos lados del cuarto, cada uno acechando en una serie asignada de frecuencias de radio, en busca de transmisiones clandestinas. Stromelburg cruzó por delante de ellos hasta la oficina del
Hauptsturmführer
, que hacía las veces de oficial de servicio nocturno de la estación de interceptación.
–
Herr Hauptsturmführer
–le ordenó–, quiero que me dé ahora mismo todo lo que haya conseguido de la AKD.
El oficial se volvió hacia un armario de caoba que se encontraba detrás de su escritorio. Aquellas tres críticas letras, AKD, habían sido el signo de llamada, la tarjeta de identidad del aparato de radio de Wild en Troyes. Todo operador de radio que Londres enviaba en campaña tenía una. Londres las usaba para solicitar las emisiones de un operador, o para informarle que el mensaje que se hallaba en el aire era suyo. Respecto del operador, era la identificación con la que iniciaba todos sus mensajes, lo cual permitía a la estación receptora del SOE captar esta transmisión entre la multitud de comunicaciones militares que inundaban el éter de Europa en tiempo de guerra. Y, a fin de evitar cualquier posibilidad de error, el signo de llamada formaba parte de un mensaje que se radiaba sin clave, el constante y continuado sello de contraste de un transmisor clandestino.
Constituía un admirable y eficiente sistema pero, aunque servía muy bien al SOE, sus enemigos alemanes tenían iguales motivos para estar satisfechos con él. Aquellas mismas letras permitían a los del Boulevard Suchet situar una tarjeta de identificación propia en cualquier transmisión clandestina que eran capaces de captar en las ondas.
El
Hauptsturmführer
sacó una atada carpeta de su armario, deshizo la cinta y luego dispuso su contenido con precisión teutónica encima de su escritorio.
–Operaba en los alrededores de Troyes –comenzó–. Nuestra primera interceptación identificatoria tuvo lugar a las 23.12, el 27 de agosto de 1943. La última a las 19.07, el 23 de enero de este año. Nuestras camionetas de detección lo situaron en el triángulo Maison Neuve-Brienne-le-Cháteau-Dhuys. Al parecer empleaba diversas ubicaciones dentro de este área, probablemente en granjas aisladas. Tratamos de estrechar el área con cortes de corriente, pero fracasó. Indudablemente, porque empleaba baterías en lugar de la electricidad que, de todos modos, es muy irregular en esas zonas rurales. Su aparato transmitía en 6693, 7587, 8377 y 8510 kilociclos. Lo hacía cada tercer día y estaba en el aire cuatro horas después de la conclusión de su última emisión. Interceptamos un total de cuarenta y tres emisiones durante el tiempo que permaneció en el aire.
El
Hauptsturmführer
alzó la mirada hacia Stromelburg, simplemente como sugerencia de la creciente presunción que afloraba en su gordinflón rostro mientras hacía una pausa para respirar.
–Sus primeras quince transmisiones y todas las subsiguientes fueron enviadas al Departamento Criptográfico de la Sección de Radioespionaje, en Berlín, el tres del pasado mes de octubre. Consiguieron descifrar su código el 16 de noviembre.
El
Hauptsturmführer
cogió una hoja de papel entre las que había dispuesto tan ordenadamente.
–Todos los desciframientos se encuentran aquí. Tenemos un equipo muy bien entrenado. Eso es todo. Oh, sí… Su frase en clave era, al parecer «Capitán, oh, mi capitán, nuestro terrible viaje ya ha terminado». Me parece que de algún poeta norteamericano. ¿No tienen los ingleses suficiente con los suyos propios?
El
Hauptsturmführer
depositó los papeles que había estado leyendo y se retrepó en su sillón alto, anticipando un elogio por un trabajo cuya dureza debería haber impresionado incluso a un oficial de la Gestapo. Pero en vez de ello recibió un gruñido y una pregunta:
–¿Dónde está el doble?
El
Hauptsturmführer
consultó una lista.
–Se encuentra de servicio en la sala.
–Vaya a por él.
El capitán regresó trayendo a un cabo de mediana edad y con gafas, preocupado por haber sido citado a presencia de un oficial superior de la Gestapo.
–¿Cómo imita de bien a AKD? – le preguntó Strómelburg.
Su pregunta concernía directamente a una de las funciones más secretas del Boulevard Suchet, un aspecto de su trabajo que SOE Londres no había ni comenzado a sospechar. Todo operador de radio tenía una forma propia de emitir sus mensajes con su clave. A aquello se le llamaba su «letra», una firma relativamente única cuya continuada presencia era una seguridad para el SOE de que el operador que transmitía en una radio dada era realmente su agente. Desde el momento que imaginó por vez primera poner en marcha su «radiojuego», Strómelburg había conseguido obligar a los agentes capturados para que transmitiesen para él. El riesgo de que uno de ellos deslizase una señal dada en medio de la transmisión resultaba demasiado grande. Su respuesta se encontraba aquí. Toda radiación interceptada por Boulevard Suchet había sido grabada. Cada radio se identificaba por su señal de llamada, y se asignaba a un operador de radio alemán. El alemán se pasaba muchas horas detectando y aprendiendo a imitar cada idiosincrasia de aquella desconocida «firma» del operador, para que, en cuanto fuese arrestado, inmediatamente ocupase éste su plaza sin que Londres se percatase de lo que había sucedido. El rival alemán de Alex Wild, considerablemente más intimidado por Strómelburg que el original, le aseguró que, hasta que había cesado de imitar a Wild y pasado a ser un operador activo, había logrado una gran maestría respecto de la firma del inglés.
–Empiece a ensayar de nuevo –le ordenó Strómelburg–. Muy pronto estará de nuevo en el aire. Coge todo eso –le ordenó al doctor, señalando el expediente de Wild–. Ya va siendo hora que mantengamos una pequeña charla con nuestro inglés.
La precipitada ascensión de Strómelburg por las escaleras de la Avenue Foch hacia su oficina, se vio interrumpida por las frenéticas señales que le hizo un ayudante desde una puerta en el descansillo del tercer piso. Dentro, alineadas en una serie de mesas, se encontraba el contenido de la maleta de Wild, cada una de cuyas cosas se hallaba meticulosamente separada. Entre sus posesiones se encontraba un tubo de pasta dentífrica, con su contenido sacado y su extremo abierto con una navaja de afeitar. El ayudante alargó la mano hacia dos trozos de seda similares a los que Cavendish había dado a Catherine en Orchard Court.
–Encontramos esto ahí.
Strómelburg los recogió. El primero consistía en seis columnas de bloques de letras, cinco letras en cada uno de dichos bloques. A lo largo de su base aparecían las palabras «Emisora de fuera a Emisora de casa». La impresión resultaba tan pequeña e incluso tan próxima, que apenas pudo leerla. Por lo menos debía de haber 500 bloques en aquella tela. El segundo trozo estaba encabezado por una serie de las letras del alfabeto. Debajo de cada letra se hallaba otra columna de letras; una según el alfabeto y la otra constituida por una lista, al parecer al azar, de letras. Le tendió ambas cosas al doctor.
–¿Qué puedes hacer con esto?
El doctor miró de cerca la primera tela.
–Siempre emplean cinco bloques de letras en sus mensajes. Debe de tratarse de alguna clase de nuevo mecanismo descodificador que estarán empleando.
–Debes de tener razón –convino Strómelburg–. ¿Pero cómo demonios lo emplean?
–Obviamente, empiezan con estos bloques –replicó el doctor–. Y mira aquí.
Y señaló la segunda tela a través de la cual se había impreso el alfabeto horizontalmente.
–De alguna forma, usarán este alfabeto como clave.
–Está bien –repuso Strómelburg, plegando cuidadosamente el trozo de tela y metiéndoselo en el bolsillo–. Sé quién nos explicará este rompecabezas.
Un buen interrogador, había aprendido Strómelburg durante sus días en la Policía, era un hombre con numerosos papeles. De momento, el papel que eligió interpretar con Wild era el de capturador reluctante, solícito respecto del bienestar de su prisionero, sólo levemente incómodo por la facilidad con la que había caído en su trampa. Sin embargo, Wild no quedó del todo engañado por su treta; experimentó un sobresalto de inquietud al ver a dos tipos vestidos de paisano que se deslizaban en el cuarto detrás de Stromelburg. «¿Serán –se preguntó– los torturadores que han llevado a un pobre prisionero loco al piso de arriba?»
Stromelburg dispuso con cuidado algunos documentos encima de su escritorio, puntuando sus acciones con unas cuantas observaciones sobre la marcha a Wild y trozos de un
Lied
de Schubert que tarareaba para sí.
–Está bien –anunció finalmente con el aire de un catedrático de Oxford que se dispone a revisar un examen de un ejercicio trimestral–, sólo unas cuantas preguntas y podremos irnos a dormir. Has estado en Troyes, ¿verdad?
Wild asintió.
–Con Héctor, ese pobre tipo…
Una vez más, el inglés asintió.
–¿Y cuál era la frase en clave que empleabas para tus transmisiones mientras estuviste allí?
–«Un veredicto de un hombre prudente supera a todos los tontos» –respondió Wild, que admiraba a Robert Browning desde hacía mucho tiempo.
Más tarde, en su celda, al tratar de reconstruir la escena, Wild intentó sin éxito recordar la señal por parte de Stromelburg con que comenzó todo. En silencio, y sin que él se apercibiera, aquellos dos matones se habían colocado detrás de su sillón. El primer golpe le alcanzó en el lado izquierdo de la cabeza, por debajo del oído, lanzando su cuello contra el sillón y enviando un cortante dolor a través de su cráneo. El segundo, se estrelló en su nariz, haciendo lanzar un fino chorro de sangre por los aires. Pareció colgar allí durante un instante, como si se tratase de una nube roja delante de sus ojos. Luego el tercer y peor golpe le alcanzó en el borde de la boca, exactamente debajo de las ventanillas de la nariz, rompiéndole los labios y partiéndole uno de sus incisivos por la raíz. Wild chilló mientras un dolor agónico traspasaba su ser y le abrumaba. Aquello procedía del nervio roto del diente. Stromelburg le dominaba, con el rostro contraído por la rabia.