–Sus documentos, por favor –le dijo devolviéndole los zapatos.
Por segunda vez, Catherine buscó en su bolso el documento de identidad falsificado de Cavendish. Este alemán lo estudió con la atención que prestaría un comerciante en diamantes al valorar una piedra rara. Lo mantuvo contra la luz, le dio vueltas de arriba abajo y de izquierda a derecha. Estudió su fotografía, y luego la miró a la luz de su linterna como si tratase de grabar en su memoria la imagen de su rostro.
–Y ahora, Madame… –comenzó con una voz cuya suavidad escondía la amenaza–, tal vez sea usted lo suficientemente amable como para explicarme qué está haciendo vagando por los alrededores de Saint-Martin-le-Beau a las dos de la madrugada, cuando su documento de identidad dice que vive en Calais…
La mente de Catherine fue asaltada por el miedo. Sintió que el sudor le resbalaba a lo largo de la columna vertebral. Instintivamente, de forma espontánea, en respuesta tal vez a la histeria que se había aferrado a ella, se echó a reír. Su risa resultó profunda y ronca y, dadas las circunstancias, sorprendentemente sensual. Forcejeando por reprimirla, se percató de que los ojos del alemán la miraban bajo el ala de su sombrero. Eran sombríos y penetrantes y a Catherine le pareció que mostraban cierta perplejidad ante aquella salida de tono. Asimismo le ofrecieron el único escape en que pudo pensar.
–Señor –respondió, mientras su risa aún se mantenía en una tonta sonrisa–, seguramente comprenderá que sólo existe una cosa en el mundo que lleve a una mujer como yo hasta este espantoso lugar perdido de la mano de Dios…
Su mirada se dirigió a Paul. Le ofreció lo que confiaba fuese la sonrisa más cálida y apasionada que una mujer pudiese dirigir a un hombre.
–De forma completa y total, podemos decir que la culpa es suya. Y también es culpa suya si tiene que corretear por las afueras de este horrible pueblo, como un criminal tras el toque de queda, para que todas las lenguas viperinas de las comadres de por aquí no le cuenten a su mujer lo que sucede.
Catherine inclinó sólo ligeramente la cabeza, un gesto calculado para hacer oscilar un poco su rubio cabello. Lanzó al alemán una sonrisa conspiratoria.
–¿No podrían ayudarme a llevarle a Calais? Para que trabajara en su famosa Muralla del Atlántico? Le prometo que se presentaría a trabajar a su hora. Y también que se quedará en casa por las noches.
–Estoy seguro de que lo hará, Madame.
Ante el asombro de Catherine, el alemán estaba ahora sonriendo. Volvió a mirar su documento de identidad.
–Por lo que veo es usted oranesa.
–Sí.
–Estuve en el norte de África antes de la guerra. Viví en Argel vendiendo aparatos de radio de la «Siemens». Qué ciudad más estupenda era Oran. Me gustaba aquel café, me parece que se llamaba «Foch», en la Place de la République, donde todo el mundo solía ir a tomarse un aperitivo a primeras horas de la noche. ¿Lo conoce? ¿Existe aún?
–Ah… Salí de Oran a los cinco años… Mi padre pertenecía a la Marina. Lo trasladaron a Indochina.
–¿A la Armada? ¿Y dónde está ahora?
–Ha muerto. Lo mataron en Mers el-Kebir.
Ante la mención de Mers el-Kebir el alemán sufrió un súbito cambio.
–Los cerdos de los ingleses –exclamó–. Qué cosa más terrible hicieron…
Le devolvió el carné de identidad y empezó a retroceder para hacerles ademán de que pasasen. Al realizarlo, el rayo de su linterna cayó sobre la maleta de Catherine, con su transmisor dentro, que seguía atada detrás de la bicicleta. Dio medio paso hacia delante y luego se inmovilizó, con una expresión de asco en el rostro al ver los restos sangrientos del conejo. Les hizo señal de avanzar con la luz de la linterna.
Detrás de ellos, el agente de la Gestapo se les quedó mirando interrogativamente mientras proseguían en bicicleta.
–Vaya cosa más bonita es esa mujer, ¿verdad? – murmuró a su ayudante– Nunca he estado cerca de Oran en toda mi vida. ¿Y tú?
París
–¡Limítate a mirar este arma!
Hans Dieter Stromelburg estaba exultante. Empuñaba una de las metralletas «Sten» que habían caído a tierra en su trampa junto con Alex Wild.
–Es la mejor metralleta que hayamos visto nunca. Tan primitiva, tan tosca, incluso soldada en algunos sitios. ¿Qué obrero alemán habría hecho jamás algo tan chapucero como esto? Y sin embargo…
El capitoste de la Gestapo comenzó a oscilar el arma hacia Wild como si éste formase una multitud en marcha.
–Este chisme tan feo disparará, disparará, disparará, mientras esas otras refinadas y pulidas pistolas ametralladoras nuestras se habrán encasquillado…
Dejó la «Sten» encima de la mesa.
–Dos regimientos –declaró–. Dos regimientos completos de la Wehrmacht he equipado con estas armas gracias a tu querido comandante Cavendish.
Cogió una hoja de explosivo plástico y la tiró por los aires.
–Y esto… ¡Vaya maravilla! Nuestras tropas lo mezclan con alquitrán y lo emplean contra los tanques.
Se echó a reír.
–Si tus aliados rusos llegasen alguna vez a descubrir cuántos carros «T» han perdido gracias al plástico del comandante Cavendish, marcharían contra Londres y no contra Berlín…
Su humor se desperdiciaba con Wild. El agente inglés estaba derrumbado en su sillón, forcejeando contra el dolor agudo de la depresión que le había vencido desde el instante en que oyese la palabra «Gestapo» y viese el retrato de Adolf Hitler en la pared. Obviamente, había sido traicionado. ¿Pero, cómo? ¿Por quién?
El alemán le sintió impotente. «Éste –se jactó Stromelburg en silencio– no será muy fuerte.» Se hallaba apoyado contra el borde de su escritorio, con su masa de más de metro ochenta alzada sobre el enjuto operador de radio.
–No me creerás, pero eso me pone también furioso, la forma en que te han dejado caer en una trampa así.
Ofreció a Wild otro cigarrillo y lo encendió con un elegante chasquido de su encendedor de oro «Dunhill», al igual que la «Sten» un producto de la habilidad británica que tanto admiraba.
–Eres un oficial británico, lo sé. Todos los agentes de Cavendish lo son. Y yo soy un oficial alemán, por lo que tenemos un nexo común. Pero debo hablarte muy, muy francamente. Cavendish te ha enviado aquí violando las reglas de la guerra. Con ropas civiles. Como un espía. Para sembrar el terrorismo detrás de nuestras líneas. No tengo que decirte cuál es la pena para eso, ¿verdad?
Wild movió levemente la cabeza, como para indicar a su capturador lo total que era su desesperación. En realidad, apenas escuchaba las palabras de Stromelburg. No tenía por qué hacerlo: el discurso del alemán era casi palabra por palabra una repetición del que le habían adiestrado para que lo reconociese, en tales desdichadas ocasiones, en la escuela de Seguridad del SOE.
–Ya sabes que como soldados colegas tenemos que admirar a un hombre que da su vida en el campo de batalla por su patria, por una causa. ¿Pero dar tu vida…
El alemán titubeó buscando el tono que reflejase mejor lo absurdo de todo aquello.
–… por un estúpido loco chupatintas de Londres que te hace caer en una trampa…?
Dio la vuelta a su escritorio y abrió su cajón central.
–En Orchard Court creen que somos unos chapuceros, unos manazas ceporros, todo brutalidad y sin nada de cerebro. Mira esto…
Empujó un gráfico por encima del escritorio hacia Wild. Se trataba de un organigrama del cuartel general del SOE en Londres. Esta vez la expresión de horror y de incredulidad en el rostro del inglés resultó auténtica. El gráfico reflejaba una exactitud asombrosa, figurando en él todos de arriba abajo, hasta Park, el mayordomo.
–Esto le hace pensar a uno, ¿no crees?
Wild se quedó mirando a Stromelburg.
–Esto me hace más bien vomitar. Resulta obvio que tenemos un traidor en nuestras filas.
Una sonrisa de la más fría satisfacción iluminó el austero semblante de Stromelburg.
–Elemental, amigo mío –continuó, con una voz tan gentil y acariciadora como el roce de una mujer–. En la Avenue Foch yo no puedo prometer los cielos. Ya sabes lo que sucede aquí. Estoy seguro de que nuestra reputación ha llegado hasta Troyes. Sólo te puedo prometer una cosa: la vida. Nuestros campos de Alemania no son de lo más saludables, pero tampoco tienen pelotones de ejecución. Sobrevivirás. En ese caso, por lo menos, cuando acabe la guerra, podrás averiguar quién te ha hecho esto. Y por qué.
Una llamada en la puerta le interrumpió.
–El doctor está aquí –anunció Müller.
Strómelburg vaciló. Tal vez sería mejor dejarle madurarse un poco, cocerse en los jugos de su propia desesperación mientras consultaba con el doctor.
–Piensa un poco en esto. En este edificio suceden unas cosas espantosas. Pero tú y yo no creo que tengamos que llegar a tanto. Múller –ordenó–, tráele a Mr. Wild un poco de café y mira si quiere comer algo mientras hablo con el doctor…
En el umbral, Strómelburg se volvió hacia el miembro de la SS.
–Enciende el «radiador».
El «radiador» era un disco que había sido grabado con dramático realismo durante una brutal sesión de tortura en el quinto piso. Strómelburg había descubierto que, al escucharlo a cierta distancia en las circunstancias de Wild, ejercía un particularmente saludable efecto sobre la disposición de un prisionero. Y pensó también, al entrar en el despacho del piso siguiente, que el disco ahorraría a Müller un viaje a la cocina. Ciertamente, el oírlo estropearía el apetito del inglés.
El «doctor» le estaba aguardando de pie ante su escritorio. Era diez años más joven que Strómelburg y, al igual que éste, había cursado un doctorado en lenguas románicas antes de la guerra. Y esto se relacionaba tanto con su apodo como con sus funciones en la Avenue Foch.
–Tenemos un expediente completo de él –anunció orgullosamente–. Cuanto necesitamos se encuentra en el Boulevard Suchet. Incluso han descifrado su código en clave.
–¡Bravo! – murmuró Strómelburg.
Cogió el expediente verde de las manos del doctor y examinó por encima la información que contenía. Esta búsqueda constituía sólo una pequeña parte de la cosecha que Strómelburg había conseguido con la trampa que tendiera con la ayuda de Gilbert. La trampa era, en efecto, una especie de juego, un mortífero jueguecito al que llamaban
funkspiel
, juego de radio. Su objeto era adquirir el control del único y crítico canal de comunicación del SOE, en Londres, y que debía llevar a la práctica con sus agentes de campo, un radiotransmisor clandestino. Idealmente, mientras el operador de radio yacía en una tumba o languidecía en una celda de la prisión de Fresnes, Strómelburg y el doctor ejecutaban las funciones por él desde este despacho de la Avenue Foch. Redactaban sus mensajes; escribían sus informes; seleccionaban blancos para las acciones de sabotaje de la red, incluso, en una ocasión las ejecutaron; elegían campos en granjas remotas donde sus imaginarios agentes recibirían lanzamientos en paracaídas de armas y municiones.
Cuando Londres se tragaba el cebo, creyendo que el operador en funciones era realmente el agente del SOE que Cavendish había enviado a operar, la cosecha para la Gestapo resultaba prodigiosa. Cada emisión de radio que pasaban constituía un espejo enfocado en el corazón de las operaciones del SOE, revelando a Strómelburg la estrategia de Cavendish, sus tácticas, sus objetivos organizativos. Los mensajes que fluían hacia atrás a un confiado Londres, llevaban a la Gestapo a unos nuevos y no detectados agentes del SOE, a unas redes cuya existencia ignoraban, a los lugares seguros y buzones que Londres daba por sentado que eran de confianza.
Y por encima de todo, el juego había abierto a la Gestapo un auténtico cuerno de la abundancia en armas, municiones y dinero. Desde enero, un auténtico chaparrón de armas había estado cayendo de los cielos nocturnos de Francia, directamente en manos de los comandos alsacianos de la Gestapo que poseían el control de los campos indicados a Londres por la Avenue Foch. Strómelburg había llegado a enviar trenes enteros cargados con las armas capturadas a Cavendish, tanto a Berlín como al Frente del Este. Su tesorero había recibido 23 millones de francos en los últimos tres meses, más que suficiente para garantizar todo el presupuesto para operaciones de la Avenue Foch, para pagar los salarios de cualquier traidor y colaboracionista francés que Strómelburg empleaba para acosar a la Resistencia francesa. Incluso en una ocasión reciente, SOE Londres había proporcionado a Strómelburg las matrículas de las camionetas empleadas por sus servicios de radiodetección en París. Un agradecido Strómelburg se había apresurado a cambiarlas todas.
Y esto había surgido de un mapa de carreteras corriente «Michelin» del Sarthe que Gilbert le había entregado un día a Strómelburg. Manteniéndolo contra la luz había descubierto un punto, hecho por un alfiler, cuyas coordenadas correspondían a las de un mensaje también facilitado por Gilbert. Strómelburg había colocado el campo indicado por el alfiler bajo vigilancia. Cinco semanas después, su paciencia resultó recompensada cuando un par de agentes del SOE fueron lanzados en aquel campo. Perseguidos hasta París, fueron arrestados exactamente cuando uno de ellos acababa de transmitir a Londres el original, un texto del mensaje en clave que aún se encontraba encima de su transmisor.
Constituía apenas un comienzo favorable, pero Strómelburg y el doctor lo habían cuidado con la atención y paciencia de unos jardineros tratando de sacar un rosal de un sendero de suelo rocoso. Cuanto habían conseguido se resumía en una serie de cifras. Aquella noche de marzo, el SOE tenía menos de cincuenta transmisores clandestinos de radio en Francia. Seis de ellos representaban quince ficticias o decapitadas redes de la Resistencia que, en realidad, se hallaban en manos de la Gestapo.
Strómelburg digirió en unos segundos la información del expediente verde del doctor. Le dio las gracias con la sonrisa que dedicaba a su joven ayudante.
–Creo que iremos en seguida al Boulevard Suchet. Deseo ver todo lo que tenemos sobre él.
Los dos alemanes bajaron las escaleras hasta el coche de Strómelburg, un «Skoda» deportivo de antes de la guerra, expropiado a una familia de judíos checos y mantenido en perfectas condiciones por su chófer, un antiguo piloto de carreras del equipo «Mercedes Benz». Mientras se deslizaban a través de las oscuras y vacías calles, Strómelburg se arrellanó en el asiento delantero, fumando nerviosamente, considerando todas las ramificaciones del arresto del operador de radio que se encontraba en su despacho.