El tren dio un bandazo hacia delante en el momento en que el camarero les presentaba la nota. Paul le pasó a la chica el periódico a través de la mesa.
–Toma esto. Un poco de lectura ligera te quitará los quebraderos de cabeza.
Catherine se dio cuenta de que la composición de su compartimiento había cambiado. El lugar de la pareja de personas de edad que se hallaba enfrente de ella había sido tomado por un par de alemanes uniformados. Uno de ellos, un hombre desacostumbradamente moreno, le sonrió mientras se sentaba. Acordándose de las palabras de Paul, le brindó una sugerente sonrisa a cambio y luego se sumergió en su periódico. El mismo justificaba el comentario que diera Paul al separarse. La primera página lo llenaba un artículo acerca de la Justicia francesa contemporánea. Sus compatriotas, quedó complacida de leerlo, se mataban unos a otros con mucha menor frecuencia aquellos días por asuntos del corazón. «Naturalmente –pensó– encuentran mejores razones para matarse entre sí.»
Catherine se había adormecido finalmente cuando llegaron a la Gare Montparnasse. Cuando se estiró hacia su maleta sintió una presencia detrás de ella.
–¿Mademoiselle?
Se trataba del alemán moreno.
–¿Puedo ayudarla?
Tomó su maleta y la alzó de la redecilla al mismo tiempo que emitía un gruñido.
–
Mein Goít
, cuánto pesa… Por lo menos debe llevar aquí una ametralladora.
–No una… –replicó Catherine mientras se reía con ganas–. Lo que llevo son tres…
El rostro del alemán se puso un tanto hosco. Los matices del humor alemán no eran particularmente de su gusto, pero su galantería siguió siendo la misma.
–¿Puedo llevársela?
Catherine vaciló sólo un momento…
–Eso sería muy amable de su parte.
Tras echar a andar por el atestado andén, la mujer se colocó entre los dos alemanes. Delante de ella veía la alta figura de Paul que avanzaba con facilidad entre la muchedumbre. Se percató de que nadie parecía seguirle. Por el rabillo del ojo, se fijó en el uniforme de sus escoltas. El que llevaba la bolsa era oficial. Ambos llevaban el uniforme estándar grisverdoso de la Wehrmacht, pero aparecían con ribetes dorados en vez de los más corrientes plateados. En sus hombreras se veía la divisa de un obús de artillería entre un par de alas de oro. Catherine estaba segura de que no se trataba de ninguna identificación de las que había estudiado durante sus cursos en Inglaterra. En la barrera donde recogían los billetes, empezó a rebuscar en su bolso.
–Viene con nosotros –informó secamente el alemán que llevaba su maleta al delicado recogedor de billetes:
El francés dedicó a Catherine una mirada cargada de odio, y luego les hizo un ademán para que pasasen.
–¿Dónde va? – le preguntó el alemán.
–Voy a tomar el Metro –respondió Catherine, confiando en que él no lo hiciera.
El alemán le llevó la maleta hasta la boca del Metro.
–¿Podríamos vernos esta noche para tomar una copa? – le preguntó.
–Oh, gracias, pero estoy de paso, camino de Calais. Tendré que pasar esta noche con unos parientes.
–¿Calais?
El alemán pareció iluminarse al escuchar aquella palabra.
–Nosotros estamos destinados en las afueras de Sangatte. ¿Podríamos vernos allí? ¿Dónde vive?
Catherine deseó exteriorizar su rabia. El nombre de Sangatte no le decía nada pero, obviamente, se encontraba cerca de Calais. «¿Por qué, por el amor de Dios, no he dicho Reims o Lila?» Poniéndose nerviosa, comenzó a tartamudear hasta que de sus memorizadas lecciones, la única asociación que tenía con Calais, emergió de su subconsciente.
–Mi casa es algo difícil… Pero, al atardecer, a menudo voy al «Café Les Trois Suisses» a tomarme un aperitivo. Es muy posible que nos podamos ver una de esas noches…
El alemán dio un ligero taconazo, se inclinó y tocó con los dedos le gorra de su uniforme.
–«Les Trois Suisses.» Lo conozco muy bien. Espero que así sea, Mademoiselle…
Catherine cogió su maleta y bajó de prisa los escalones de la boca del Metro. Con cada paso iba maldiciendo su estupidez y procuró retener las lágrimas de rabia y frustración que humedecían sus ojos. Delante de ella las pesadas puertas verdes del Metro empezaban a cerrarse. Pudo meterse en el tren que aguardaba. Amargamente, observó cómo desaparecía la estación, pensando que se trataba de su primera prueba y que había fracasado…
Jackie Moore estaba sentada delante de su aparato receptor, en la emisora secreta de radio del SOE situada en las afueras del pueblecito de Sevenoaks, en Kent, y se colocó unos auriculares en la cabeza. Eran exactamente las 12.30 de la noche. Al igual que la mayoría de las otras chicas que manejaban aparatos de radio en la sala de recepción, Jackie era una FANY, una damita voluntaria de impecable educación y, en su caso, la hija mayor de un hacendado del condado de Sussex. Asimismo, y según la jerga del SOE, era la «madrina» de Alex Wild, la muchacha asignada para escuchar sus transmisiones desde su primer lanzamiento en la Francia ocupada. Ni la gripe, ni fiebres, ni los galanteos, nada había impedido que estuviese presente en Sevenoaks en todas las ocasiones, durante los últimos dos años, en que estaba previsto que Wild transmitiera. No conocía personalmente a Wild; el haberlo hecho sería algo en contra de las severas normas de seguridad del SOE. Sin embargo, sentía por él un afecto tan tierno y tan profundo a su manera, como el que sentía por el joven teniente de la Brigada Blindada de la Guardia con el que bailaba hasta el amanecer en el «Club 400» de Londres.
Ajustó su aparato de radio a la longitud de onda de 8350, en la que debía transmitir Wild, oscilando el dial hacia un lado y otro de la banda por si la llamada llegaba levemente fuera de la onda. A la una, con igual fidelidad que las campanadas del Big Ben, las familiares letras «AKD» llegaron por las ondas para decirle que se encontraba en algún lugar de la Francia ocupada preparado para transmitir. Mientras sus dedos comenzaban su danza ritual a través de las páginas de su agenda recogiendo sus ráfagas en código Morse, una sensación especial de alivio se extendió por la muchacha. Su pupilo, según sabía, acababa de ser lanzado en paracaídas en la Francia ocupada; resultaba claro que había llegado sano y salvo cualquiera que fuese su destino. Un vez acabado el mensaje, Jackie comenzó a convertir la anotación Morse en su texto en clave. Naturalmente, esta clave no significaba nada para ella. Su lazo con su pupilo sin rostro, y por el que sentía tanto afecto, se hallaba en la idiosincrasia de su «firma» de transmisión, una palabra en Morse tan familiar para ella como la severa voz de su padre.
De repente, Jackie se quedó paralizada. Según sus informaciones, Wild había sido enviado como agente de campo con una nueva clase de comprobación de seguridad. Consciente de que la Gestapo había descubierto sus trabajos en el sistema de comprobaciones de seguridad, el SOE había desarrollado un sistema nuevo y más sutil. Implicaba una doble comprobación. Los agentes eran ahora enviados no con una comprobación sino con dos. Bajo tortura, se les instruía para que revelasen a la Gestapo la comprobación de seguridad que pedían los alemanes. Su presencia en un mensaje sin la segunda comprobación confirmatoria, diría a Londres que un aparato de radio era operado bajo control alemán. La primera comprobación de Wild, un 36 entre su tercer y cuarto bloque de letras, se hallaba presente. Pero no aparecía la segunda confirmación de seguridad, es decir, la de un 18 entre el cuarto y el quinto bloques.
Durante un segundo, Jackie quiso llorar. ¿Habían atrapado a Wild? No hubo absolutamente nada en su transmisión, ninguna nota no familiar que indicara que el hombre que se hallaba en el receptor no fuese otro que Wild. Tal vez, se tranquilizó a sí misma, se trataba sólo de un error. Wild, excitado por su feliz regreso al campo, había simplemente olvidado la segunda comprobación. A fin de cuentas, era la primera vez que empleaba el nuevo y poco familiar sistema. En cualquier caso, aquel juicio no correspondía a ella hacerlo. Anotó en su hoja de recepción tanto la ausencia de la segunda comprobación como el hecho de que, en todos los demás aspectos, la transmisión resultaba normal. Luego lo llevó todo a un oficial de descodificación. Éste, a su vez, pasó el texto descodificado a un expedidor de despachos. Escrito en el sobre con grandes letras rojas aparecía una advertencia de tres letras. El texto interior iba destinado no a Cavendish sino a la Seguridad del SOE, un círculo de oficiales de alta graduación cuya tarea consistía en salvaguardar todas las operaciones del SOE, desde Varsovia a Atenas. La nota decía: «Falta la comprobación de seguridad.»
París
Paul se encontraba allí exactamente como había dicho que estaría, aparentemente absorto en su
Je suis partout
. Se levantó mientras Catherine se acercaba y, ante su sorpresa, la cogió entre sus brazos. La sostuvo con fuerza contra sí durante un momento y luego la besó cálidamente.
–Ángel mío –exclamó en voz lo suficientemente alta para que le oyesen todos los de alrededor–. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
–Demasiado tiempo, querido –respondió Catherine.
Su voz se hizo más íntima entre una sofocada risa, sólo para que la oyera Paul:
–En realidad sólo dos horas…
Luego hizo una pausa y añadió:
–Por lo que he podido ver nadie te ha seguido.
Paul la acompañó hasta una silla, mientras la continuaba abrazando y jugueteando en su mejilla con la nariz. Le pasó el brazo por la espalda, atrayendo su cabeza para que reposara encima de sus hombros.
–¿Qué has hecho? – le susurró.
–Un viaje en Metro.
–¿Con eso?
Paul echó un vistazo hacia la maleta que se hallaba a los pies de la mujer.
–Confío en que no haya nada ahí que pueda comprometerte. ¿No te dijeron en Londres que nunca viajaras en Metro si te encontrabas «cargada»? A los alemanes les gusta mucho llevar a cabo comprobaciones de seguridad en sus largos corredores. Te hubieran tenido atrapada. Si hubieras dado la vuelta y tratado de escapar te habrías encontrado en un callejón sin salida. Nunca, nunca cojas el Metro si tienes algo que ocultar.
Hizo un ademán al camarero:
–Dos
Banyuls
–pidió–. Dios mío, casi había olvidado lo hermosa que eres –exclamó otra vez en voz alta mientras se volvía hacia ella.
Se inclinó hacia delante y le dio otro largo beso sensual. Mientras se apartaba, su maquiavélica sonrisa se le había extendido por todo su rostro.
«Puedes estar haciendo una pequeña comedia, Paul –pensó Catherine–, pero pareces estar disfrutando de lo lindo.»
El hombre volvió a inclinarse sobre ella, permitiendo que las puntas de sus dedos bailotearan por su nuca justo por debajo de los lóbulos de las orejas.
«Y yo también», se dijo a sí misma.
–He conseguido dos pisos seguros pero, desgraciadamente, están ocupados –le susurró.
–Eso no importa. Puedo dormir en una silla o en el suelo.
–Ése no es el problema. Se trata de la seguridad. No debes ver a gente que está allí, ni ellos a ti. Los hoteles están descartados. Existe un equipo de la Gestapo en la Prefectura de París que estudia todas las noches las fichas de los registros de los hoteles. Londres se cree muy listo con esos lugares de nacimiento en el norte de África. No quieren comprender que la Gestapo cayó en la cuenta ya de eso hace dieciocho meses. Cuando ven un lugar de nacimiento en Oran y una residencia en Calais, pueden sentir curiosidad. Cualquier cosa que se relacione con Calais llama su atención. Si fueses un hombre, deberíamos hacer que el Gobierno de Su Majestad te dejase vagar un par de días en torno de los prostíbulos. En estos tiempos son más seguros que cualquier otra cosa.
Se encogió de hombros. Mientras decía todo esto no dejaba de mirarle a los ojos, con una tímida sonrisa en sus labios, por lo que cualquiera que les observase creería encontrarse ante un hombre muy enamorado de una estupenda chica rubia.
–Nuestra mejor oportunidad es un
hotel de paso
. Conozco uno en Saint-Germain. La mujer que lo regenta nunca se preocupa por los documentos de identidad. Tiene relación con el hampa. Pasa a los polis un poco de información de vez en cuando, para que todo siga en calma…
«Habla de una forma tan seria que la gente de la mesa próxima debe pensar que está citando a Baudelaire o proponiéndome que me case con él», pensó Catherine.
–Lo que pasa en un sitio así es que, en caso de una incursión, es casi seguro que lo realizará una patrulla de polis ordinarios, con esas gorras en forma de sartén. Con esos tipos no existe el menor problema.
Paul se retrepó en su asiento y sorbió su bebida, obviamente complacido con su plan. Catherine se liberó del abrazo y miró valorativamente a aquel nombre que era relativamente un desconocido y con el que, al parecer, iba a pasar una o dos noches. «Está bien, hija mía –se dijo a sí misma–, podría ser peor, muchísimo peor.»
–Le deslizaremos unos cuantos francos. Una especie de aventurilla mientras la mujer está ausente.
–Qué agradable –le sonrió Catherine.
Paul se echó a reír y alargó la mano hacia la maleta. Había dejado el importe de sus bebidas, según vio Catherine, en cuanto el camarero las colocó encima de su mesa. Reconoció esa precaución por el adiestramiento que había recibido en Inglaterra. Se debe pagar tan pronto como te sirven, para poder irte en el instante en que tengas que hacerlo, sin llamar con ello la atención.
Paul hizo una seña a un taxi-bicicleta de la cola que había en la plaza. El ciclista, algún pobre parisiense que se esforzaba por mantener con vida una familia, tuvo que esforzarse como un
cooh
chino para llevarles desde la Avenue de Wagram hasta la Étoile.
Luego, rodearon la Étoile y bajaron por los Champs Elysées. Catherine jadeó. Con excepción de un par de coches del Estado Mayor alemán, la gran avenida se encontraba vacía. Qué ancha y magnífica parecía. Y qué increíblemente silenciosa. Un cálido sol primaveral alumbraba la escena; las hojas de los castaños brotaban ya. Al estudiarlos, Catherine se percató de lo verdes y suaves que eran, muy diferentes a las hojas grises de preguerra que recordaba, que se blanqueaban casi tan rápidamente como florecían a causa del impacto de los humos de los tubos de escape que se alzaban desde el bulevar.
–Resulta increíble, Paul –musitó–. París no ha estado nunca, lo que se dice nunca, tan bello.