–Sabes, realmente quitas la respiración –le murmuró cuando ella se retrepó en su asiento con ágil gracia–. ¿Qué le ha pasado al bueno de Cavendish? Tenía reputación de evitar a las mujeres hermosas, del mismo modo que una monja de clausura soslaya las ocasiones de pecado…
–Lo que le pasaba al bueno de Cavendish –replicó Catherine, vacilando sólo durante un momento– es que tenía una imperiosa necesidad de «pianistas».
«Ah –pensó Paul, registrando aquella expresión–, ésa es la razón de que su maleta fuese tan pesada. Han mandado a Aristide una segunda radio. ¿Por qué lo han hecho? Probablemente tiene algo que ver con la invasión.»
–¿Cómo van las cosas por Orchard Court? ¿Todos están afectados de fiebre de invasión?
–Están atormentados a causa de ella. Preocupados por saber dónde, cuándo, si funcionará…
La atractiva y diabólica sonrisa de Paul destelló por su rostro como un rayo de luz veraniega.
–Pero ni la mitad que la mayoría de nuestros compañeros comensales de esta noche, estoy seguro de ello.
Sus ojos insinuaron a Catherine que mirase hacia una mesa redonda en un rincón, a su derecha. Un hombre enrojecido, con su pesado rostro reluciente de sudor, presidía un grupo de hombres más jóvenes con unos uniformes poco familiares.
–Philippe Henri Pacquet. Nos ha estado contando qué gran tipo es Hitler, a través de «Radio París» durante los tres últimos años.
–¿Qué son esos uniformes?
–LVF, es decir. Legión des Volontaires Francais, los que marcharon hasta Smolensko para liberarnos a todos del bolchevismo, ¿te acuerdas? Se podría pensar que sus digestiones son un poco pesadas estos días. Atenazados por algunas dudas quizá, sólo quizá, respecto de que han elegido el lado equivocado, cuando nuestros amigos alemanes desfilaban por los Champs Elysées, cantando que muy pronto zarparían hacia Inglaterra.
Paul volvió su atención a una visión más comprometedora, la pequeña cartulina del menú que el camarero acababa de colocar encima de su plato. También Catherine cogió el suyo y lo estudió con mal escondido maravillamiento. Algunas de aquellas vacas, que de una forma tan ostensible habían desaparecido del paisaje francés, evidentemente habían sido desviadas hacia el frigorífico de este pequeño restaurante del mercado negro en su viaje hacia Berlín y el Frente Oriental. Se inclinó hacia Paul.
–¿Te das cuenta –preguntó mientras se percibía un toque de desaprobación de maestra de escuela en su tono– de que no podrías conseguir una cena así esta noche en ningún lugar de todo Londres?
–¿Esta noche?
De esta forma clara, la noción de una asociación entre la capital inglesa y la buena comida, incluso en las circunstancias más favorables, resultaba algo del todo ajeno a Paul.
–Nunca podrías hacerlo.
–Paul, dime algo.
Su rápido paso a través del monótono comedor del «Chapón Rouge» hasta esta retirada habitación trasera, seguía aún intrigando a Catherine.
–¿Cómo se llega a un lugar como éste?
–El poder entrar en un restaurante del mercado negro no es nunca un problema –replicó Paul echándose a reír–. El problema reside en poseer el suficiente dinero para ello. Mi filosofía es muy simple para estas cosas. Si tengo que ponerme delante de un pelotón de ejecución alemán en Monte Valérien, me parece que no he de hacerlo con el estómago vacío.
El propietario, en mangas de camisa y con un delantal blanco, se acercó a su mesa. Les urgió a tomar cordero lechal al horno con romero y tomillo, con un
souflé
de queso, para empezar. Paul asintió, apreciando con conocimiento de causa el consejo.
–Y aquel «Vosne Romanee» de 1934 –le preguntó–, ¿tiene todavía alguna botella en su bodega?
Cuando el dueño se fue en busca de la misma, volvió su atención a Catherine.
–Es algo parecido a viajar en primera clase en los trenes. Los alemanes toleran lugares así. Mira a tu alrededor. La mitad de los clientes son alemanes. Incluso la Gestapo tiende a dejarles solos. Dirigen más bien sus ojos a las cantinas obreras en la Place de la République.
Catherine valoró a los ocupantes de la docena de mesas del cuarto trasero. Si lo que perseguían los alemanes era a la clase obrera, el «Chapón Rouge» no tenía grandes perspectivas de albergar a muchos de ellos, eso era verdad. Aparte de los camareros, de rostros cetrinos, resentidas pequeñas criaturas que, obviamente, no se alimentaban en la cocina de este cuarto trasero, y las mujeres, que había que concederles el crédito de encontrarse aquí en horas de trabajo, siguió pensando Catherine, no se veía aquí ni un solo rostro francés al que imaginarse trabajando con el sudor de su frente, excepto el que fuese producto del miedo o de la indigestión.
El propietario regresó con su «Vosne Romanee». Paul dio vueltas al vino en su copa, permitiendo que tomase la apropiada cantidad de aire, antes de tratar de inhalar su
bouquet
. Luego brindó con aprobación a la botella que el dueño había colocado delante de él. Paul alzó su copa.
–¿Por qué podríamos brindar, Madame Dupont? ¿Por la buena salud? ¿Por los amigos ausentes? ¿Por tu éxito?
Catherine chocó su copa contra la de él.
–¿Y qué me dices de la potente incursión de bombarderos de anoche de la RAF sobre Amiens?
Sus palabras fueron interrumpidas por una súbita conmoción. Ambos volvieron la cabeza y vieron a uno de los voluntarios del LVF que se había caído al suelo en su estupor de borracho. Sus esfuerzos para volver a ponerse en pie tuvieron una patética calidad «chaplinesca» para ellos, en parte debido a que el alcohol nublaba su mente, pero también por algo que ni Catherine ni Paul habían observado en su rápida caída al suelo. La manga derecha de la chaqueta de su uniforme estaba vacía. Una cinta rosa aparecía adherida en la parte delantera de la guerrera, una recompensa alemana, sin duda, por el brazo que había dejado en alguna estepa soviética.
–Pobre tipo… –susurró Catherine–. Parece un niño… No creo que tenga más de veinte años…
Paul observó con desdén al muchacho.
–Algún tonto vaquero de Lozére. Se ganaba las habichuelas ordeñando vacas dos veces al día, por lo que decidió irse a la guerra.
Bebió un sorbo de vino.
–Un bastardo estrecho de miras que consiguió la guerra que se merecía. Marchar al son del cañón. Excepto que, en su caso, demostraron ser unos cañones equivocados.
Catherine sintió un momentáneo disgusto ante aquel tono tan duro y burlón. Iba a protestar, pero Paul continuó su divagación:
–Aquí, en las sombras donde nos colocan, nada está claro, ¿no te parece? Aquí no hay capitanes que nos señalen el sonido del cañón, ¿no crees? Para nosotros las cosas no son blancas o negras, sino sólo sombras grises. Y un día llegaremos a averiguar, querida, que a veces resulta muy duro distinguir un matiz de gris de otro.
«Fiebre de campo», pensó Catherine. ¿Se trataría de un súbito ataque de taciturnidad, el primer síntoma de aquella enfermedad de la que le habían prevenido en Londres, cuando un agente comenzaba a sucumbir a la fría paranoia de la vida clandestina? El camarero puso ante ellos su
souflé
de queso. La visión de su costra dorado parda que ondulaba bajo las presiones que burbujeaban por debajo, despejó la momentánea melancolía que había asaltado a Paul. Para alivio de Catherine, le volvió su arrogante sonrisa y siguió encantándola y atento con ella durante el resto de la cena.
Fue soberbia, mucho mejor desde luego que cualquier cosa que Londres hubiese podido ofrecer. Sólo el aguado
ersatz
de café proporcionó un recuerdo de las privaciones que asediaban a millones de hambrientos parisienses en la ciudad, más allá de las puertas principales del «Chapón Rouge».
Paul se acabó la taza y miró su reloj.
–Tenemos que irnos. No debemos permitir que nos cojan después del toque de queda. Nuestros amigos alemanes tienen el encantador hábito de emplear a quienes lo quebrantan como rehenes para alimentar a sus pelotones de ejecución, si uno de sus soldados resulta muerto durante la noche.
A una señal, el camarero les entregó la cuenta. Para diversión de Catherine, tenía el aspecto de un número de teléfono: Maillot 1207. Mientras Paul comenzaba a sacar billetes y monedas de los bolsillos, la mujer se levantó.
–Voy un momento al lavabo de señoras. Está equipado con algo muy buscado por nuestra patrona: jabón.
Una vez más, Paul siguió su andar, contemplando hambrientamente cada sugerencia de aquellos musculosos y esbeltos muslos que rozaban contra los pliegues de su falda, devorando los contornos de sus insolentes y erectos pechos, que se moldeaban contra el tejido de su chaqueta. De repente, se inmovilizó. El coronel de la Luftwaffe que la había contemplado con tanta avidez dos horas antes estaba ahora de pie. Se lanzó encima de ella, rodeándole la cintura con una mano pesada que, con rapidez y seguridad, fue a descansar encima de su trasero. Con aspereza la atrajo hacia sí.
–
Hei, Fraulein
–borboteó–. Ven conmigo y con mis amigos para tomarnos una última copa. Luego nos iremos todos al «Lido».
Toda la intolerable arrogancia del conquistador iluminó la mirada lasciva que le dedicó. Su mano, ya no inerte, se deslizó torpemente hacia el hueco entre sus piernas donde sus dedos sondeadores comenzaron a hurgar en la parte baja de su falda. Paul arrojó la servilleta encima de la mesa y, pálido de rabia, se puso en pie.
El alemán se volvió hacia él con desprecio: –Vete a casa, cerdo estraperlista. Esta damita está ahora con nosotros.
La mano del alemán dio a Catherine un azote en el trasero.
–¿No es verdad,
Schatz
?
Catherine trató de apartarse, pero el alemán la sujetó aún con mayor fuerza. Durante un segundo, la chica pensó en emplear uno de los movimientos que el sargento Barker le había enseñado en Beaulieu, pero vaciló. Aquellos conocimientos podrían ser peligrosamente reveladores. Vio que Paul cruzaba el cuarto hacia ella, con los rasgos contraídos de una furia mal dominada. Estaba a punto de hacer algo que sería tan valiente como estúpido y que les pondría en peligro a ambos.
–Paul –le dijo con voz silbante–, déjame hacerme cargo de esto…
De repente, un civil alemán se puso a su lado. Lanzó una andanada de incomprensibles frases en alemán al coronel. El brazo del hombre se apartó del trasero de la chica y cayó a su lado, como si las articulaciones de su hombro le hubiesen sido cortadas con un hacha. El civil se volvió hacia Catherine.
–Por favor, perdónele, Madame –le pidió, en un francés sin el menor acento–. Desgraciadamente, todos nos encontramos estos días bajo un gran estrés, pero algunos de nosotros –y dirigió sus gélidos ojos azules hacia el tembloroso coronel– no parecen ser capaces de dominarse y mostrar unos modales dignos del Reich alemán.
Una aliviada y enrojecida Catherine musitó las gracias a su salvador alemán. El brazo de Paul se encontraba ya en torno de ella. Él también hizo un negligente ademán con la cabeza para expresar su gratitud a aquel hombre, y luego comenzó a llevársela hacia la puerta. Su salvador observó cómo se marchaban. En cuanto desaparecieron a través de las puertas del «Chapón Rouge» hacia la Porte Maillot que se encontraba más allá, ejecutó una reverencia burlona a sus figuras cada vez más lejanas. A continuación, sonriente, regresó para continuar con su cena.
El destino de las interceptaciones del informe del barón Oshima a Tokio acerca de su visita a Berchtesgaden, era una antigua escuela para niñas llamada Arlington Hall, que se encontraba al final de un corredor de majestuosos robles en el corazón de Washington, D.C. Aquellos árboles y un puñado de vigilantes centinelas en su interior, servían de pantalla a lo que era, junto con el proyecto de construir una bomba nuclear, la actividad más secreta de Estados Unidos durante la guerra. Era allí donde un pequeño grupo de criptógrafos descifraba y leía el impenetrable código de la máquina de claves del tipo 97 del Ministerio de Asuntos Exteriores japonés.
La cosecha de sus extraordinarias realizaciones ya había tenido un enorme impacto en el curso de la guerra del Pacífico. Ahora, y contra todas las expectativas, se había convertido en una fuente preciosa de espionaje en la Alemania nazi. Los británicos habían descubierto el secreto de las claves alemanas con su «Programa Ultra», en 1941. y el resultado de esa prodigiosa hazaña había sido de lo más valioso para la causa aliada. Respecto de la inminente invasión, la batalla de la que podría depender la victoria o la derrota, «Ultra» tenía un valor muy limitado. La razón era muy sencilla. El Alto Mando alemán confiaba casi exclusivamente en las comunicaciones por tierra, y no en la radio, para enlazar con los mandos subordinados en Europa occidental. Esas líneas terrestres resultaban inmunes a la escucha aliada. Los despachos llenos de detalles del embajador de Japón en Berlín se habían convertido, virtualmente, en el único instrumento que poseían los aliados para penetrar en las mentes de Hitler y de su entorno. Como resultado de ello, eran tratados en Arlington Hall con la veneración que un clérigo reserva a los restos de su primera Biblia.
El texto del despacho de Berchtesgaden fue transcrito desde el Código Morse por un soldado de Transmisiones navales, que lo entregó a un oficial de espionaje, en el primer piso de una de las alas que en tiempo de guerra se habían añadido al edificio escolar. Empleando una máquina que era, virtualmente, una réplica de la que Oshima había utilizado para poner en clave su mensaje en su refugio antiaéreo de Berlín, el oficial de Inteligencia desmenuzó el texto en japonés de una forma exactamente idéntica al original de Oshima. Luego, a su vez, llevó el texto a través de la sala hasta un erudito de Harvard en lenguas orientales, que lo tradujo al inglés. Minutos después de que hubiese llevado a cabo su tarea, el resultado fue entregado en una bolsa cerrada de piel a la Sección «C» de la Rama Especial de Distribución, del Subjefe de Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos –Inteligencia– en el recientemente acabado edificio del Pentágono. Desde este despacho, dos veces al día, el tráfico japonés interceptado, designado con el nombre en clave de «Mágico», era enviado en valija cerrada por un oficial correo a las dos docenas de personas, encabezadas por el Presidente, que estaban autorizadas para recibirlo.
Para cuando el informe de Oshima llegó al Pentágono, la segunda entrega del día había salido ya de la oficina de la Sección «C». Al leerlo, la importancia de lo que tenía en la mano se reveló al momento para el oficial de servicio en la Sección, un comandante del Cuerpo de Inteligencia. Pidió un coche del Estado Mayor y. poco después de las 7.30 de la tarde, había llegado delante de una residencia colonial de ladrillo de la «Avenida de las Estrellas», en Port Myers, Virginia. Un ordenanza negro le hizo pasar al estudio. Allí, unos minutos después, se le unió el general George C. Marshall, jefe de Estado Mayor de la Armada de Estados Unidos. Sin decir una palabra, Marshall abrió la valija, firmó un recibo por el informe y comenzó a leerlo. En Washington constituía una leyenda la fría calma y estoicismo de Marshall. Sin embargo, cuando acabó el texto, se quedó mirando al comandante que se hallaba de pie al lado de su escritorio. Una expresión muy cercana al pánico, como nunca hubiese aparecido en aquellos graves rasgos, cubrió el rostro de Marshall.