Juego mortal (Fortitude) (23 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Pequeño bastardo –le dijo con una voz tan fría como la mirada de sus ojos–, ¿creías que podrías engañarme?

Wild estaba medio ahogado por la sangre que le rezumaba de sus heridas internas.

–¿Querías hacerme trampas, eh?

Desconcertado, Wüd sólo pudo emitir un gemido semihumano, como el quejido asustado de un animal herido.

–¡Bastardo tramposo!

La desdeñosa calma de Stromelburg se había convertido en un furioso rugido.

–¡Lee esto!

Empujó hacia Wild el mensaje que el doctor le había entregado hacía veinte minutos, de manera que el texto quedase a pocos centímetros de sus ojos.

–¡Léelo! – le ordenó.

El mensaje decía:

«Recibido su 9175. Ha olvidado la doble comprobación de seguridad. La próxima vez sea más cuidadoso.»

Wild sólo tuvo tiempo de jadear ante la inexpresable estupidez de sus superiores antes de desmayarse de dolor y desesperación.

–Descolgadle –ordenó Strómelburg, con su voz enriquecida otra vez con la resonancia del mando y de la seguridad en sí mismo–. Creo que le encontraremos más dispuesto a cooperar a partir de ahora.

Se volvió hacia uno de los torturadores.

–Pon ese hombro de nuevo en su sitio antes de que se despierte, ¿de acuerdo?

Mientras Stromelburg abandonaba la cámara de tortura con su acólito siguiéndole fielmente, consultó su reloj.

–Debo acudir a una reunión –informó al doctor–. Manda un télex a Berlín, por favor. Creo que podemos asegurar a Kaltenbrunner que estamos a punto de añadir otro emisor de radio a nuestra pequeña orquesta.

Como hacía siempre en semejantes ocasiones, Paul se introdujo con cuidado entre un flujo de pasajeros que se apeaban del Metro en la cavernosa estación de L'Étoile. Protegido entre el anónimo grupo, avanzó por las escaleras y salió al majestuoso corazón de la capital de su nación. El periódico que había cogido en la Rué Saint-André des Arts viajaba ahora hacia Neuilly en un asiento vacío del vagón de Metro; el sobre que había contenido estaba en el bolsillo de su chaqueta.

Rodeó la gran explanada, bajando como siempre la cabeza ante la bandera rojo sangre que ondeaba desde el símbolo de los lejanos triunfos de Francia sobre los mismos pueblos representados por la enseña nazi. Luego, girando hacia la Avenue MacMahon, comenzó a pasar aquel fastidioso tiempo de rutina previsto para comprobar si le seguían o no.

Era una técnica que Paul había desarrollado por sí mismo, un refinamiento de las prácticas que le habían enseñado en Inglaterra, en la Escuela de Seguridad del SOE. El enfoque inglés era una clásica y directa aplicación del sistema de doble comprobación. Detenerse y contemplar con curiosidad un escaparate, luego darse la vuelta y volver con rapidez sobre los últimos pasos; detenerse en un quiosco de revistas para comprar un periódico, y luego repetir el mismo recorrido. Aplicado sistemáticamente por un agente bien entrenado, resultaba un sistema razonablemente infalible. Aunque, como Paul se había percatado tras su regreso a la Francia ocupada, tenía una desventaja. Si bien te permitía detectar la presencia de alguien que te seguía los pasos, también alertaba al perseguidor revelándole que le estabas buscando. Y en el mundo clandestino de Paul un hombre suspicaz era un hombre culpable. Llegó a la conclusión de que emplear la técnica del SOE era como señalar a cualquiera que te siguiese que sus razones para hacerlo estaban bien fundadas. Avanzando a un paso tan distraído, tan aparentemente despreocupado como para hacer más infantil la tarea del perseguidor, Paul desembocó en la Avenue MacMahon. Se detuvo en la Rué de Brey y entró en una librería que había en la esquina. Colocándose de forma que pudiese mirar si le interesaba a través de la luna del escaparate, comenzó una atenta búsqueda entre los libros que se exhibían. Finalmente, insatisfecho, se dirigió al librero y le pidió una edición de Henri de Montherland que sabía muy bien que se hallaba agotada. Unos segundos después estaba de nuevo en la calle con un aspecto levemente desconcertado, mirando arriba y abajo de la avenida, tratando de dar con el camino más sencillo hasta la próxima librería, cuya dirección le había proporcionado amablemente el primer librero. Tras repetir esta táctica en tres librerías, Paul se sintió relativamente seguro de que no le seguían. En el caso de que hubiese notado que alguien iba tras sus huellas, hubiera comprado un libro y naturalmente, habría pasado por alto la cita.

Resultaba una pantomima aburrida y elaborada, pero Paul se aferraba a ella religiosamente. Satisfecho por no verse acompañado aquella tarde, giró por la Avenue des Ternes hacia su auténtico destino. Andando a buen paso por las casi vacías aceras de la Place des Ternes, Paul quedó sorprendido por la abundancia de los puestos de venta de flores, deslumbrante paleta de rojos, oros, lavandas, naranjas. Era casi como si aquellos frágiles y coloreados tallos representasen un último recuerdo del París de la época de paz, las únicas mercancías francesas tan perecederas que sus conquistadores alemanes no se preocupaban de arrancarlas del campo para despacharlas hacia las fábricas y ciudades del Reich. Para Paul, eran asimismo un recuerdo conmovedor de algo más, de la dura pero deliciosa tristeza que le había abrumado desde que observara a Catherine subir a la camioneta en la Porte Pantin. Casi inconscientemente, se llevó la punta de los dedos a la nariz, confiando en que algún rastro de su perfume, algún postrero, lento y vaporescente nexo de la piel de la mujer que había acariciado permaneciera aún allí.

Pero no había ninguno. Tristemente, Paul se subió el cuello del abrigo como precaución contra una mirada de curiosidad del portero y entró en el vestíbulo de un edificio en el linde de la plaza. Despreciando el ascensor, subió las escaleras hasta el tercer piso, llamó rápidamente a una de las dos puertas del descansillo y entró. El apartamento estaba muy mal iluminado y escasamente amueblado. En el extremo del salón, se hallaba fijada una «Leica» sobre un trípode bajo una sola y brillante bombilla, cuyo cono de luz bañaba la blanca superficie de debajo de la cámara. Paul cruzó la habitación y tendió el sobre a la figura que aguardaba junto al trípode. Mientras lo hacía, una segunda figura que miraba por la ventana hacia el patio de abajo, se volvió hacia él.

–Dime, mi querido Gilbert –dijo Hans Dieter Strómelburg–, ¿quién era aquella maravillosa mujer con la que estuviste cenando anoche en el «Chapón Rouge»?

S
EGUNDA PARTE

R
ARAMENTE LAS COSAS SON LO QUE PARECEN

París - Berlin

Octubre de 1943

Raramente las cosas son lo que parecen
,

piel lechosa enmascarada como crema
.

(Gilbert y Sullivan,
HMS Pinaforl
)

París

Octubre de 1943

Henri Le Maire luchó por reprimir su casi irresistible ansia de girar con rapidez sobre sus talones para comprobar si era seguido. Naturalmente, resistió la tentación; los consejos de los expertos en Seguridad del SOE que le habían preparado para su nuevo trabajo como oficial de operaciones aéreas estaban aún frescos en su mente. A pesar de su talento innato como agente clandestino, las limitadoras reglas de la vida clandestina seguían siendo para él tan poco familiares como el nombre en clave «Paul» que sus nuevos patronos le habían asignado en sus operaciones. Eso cambiaría; aprendería aquellas reglas con el tiempo. Semejantes cosas le sucedían de forma natural, como aprender a ser un estudioso aplicado.

Se estremeció: no se debía tanto al frío de la lluvia de octubre que caía sobre la calzada con su furtivo zapateado, sino más bien a la tristeza que la escena le inspiraba. No eran aún las once y, sin embargo, la Porte Maillot de París se hallaba desierta. Las sillas de mimbre de la acera del café estaban ya amontonadas en pilas solitarias contra la luna del escaparate. Briznas de basura se deslizaban por la acera con aquel viento húmedo. Sólo dos ruidos llegaron a sus oídos: el suave tintineo del timbre de una bicicleta –desde alguna parte de la oscura avenida que llevaba al Arco de Triunfo–, y el clic-clac de unos zapatos de suela de madera golpeando la acera: un parisiense corría para atrapar el último Metro hacia su casa. Se sentía en el aire una depresión tan tangible como la que anida en un pabellón de cáncer, el profundo pesimismo de una ciudad que se enfrentaba a otro invierno de ocupación; otra temporada de frío y privaciones antes de que la distante primavera trajese de nuevo la promesa de una liberación.

Tembló una vez más y echó una ojeada al reloj. ¿Cómo le recibiría el alemán? ¿Habría en su saludo un eco de la sociabilidad que en un tiempo le había mostrado? ¿O el inmenso poder que ahora ejercía habría cambiado su carácter? Se estremeció pero esta vez a causa de la tensión nerviosa, y aceleró el paso hasta llegar a la Rué Weber. Doblando la esquina, comenzó a caminar lentamente por la calle, con los oídos alerta al siseo sibilante de los neumáticos del coche al deslizarse por la calzada.

–¿Henri? –susurró el rostro desconocido desde la ventanilla.

Cuando el vehículo se alejó, Henri Le Maire miró a través de la ventanilla trasera. La Rué Weber estaba solitaria. Nadie le habría observado subir a la camioneta. Algunas ventajas, por lo menos, en el aspecto melancólico de París. El conductor aceleró arrogantemente por la Rué Pergolese y por el paseo interior de la Avenue Foch, entrando luego en las oscuras extensiones del Bois. En Neuilly, el vehículo tomó la entrada de coches de una villa alejada de la avenida, con su acceso principal bien protegido de las miradas de los curiosos.

–¡Henri!

Hans Dieter Stromelburg se encontraba exactamente detrás de la puerta delantera, con los brazos extendidos en ademán de salutación. El calor de su voz era sincero y auténtico.

–¡Qué placer volver a verte de nuevo! Hacía mucho tiempo, muchísimo, puedes creerme. Müller –llamó a un ayudante de uniforme– coge el abrigo de Monsieur Le Maire.

Pasó un brazo por encima de los hombros de Henri en señal de camaradería y le condujo hasta el salón de la villa.

–Ven –le dijo–, tomemos una copa por los viejos tiempos.

Los ojos escrutadores de Henri percibieron la elegancia moderada de la habitación. Un retablo tallado a mano, de al menos doscientos años de antigüedad, se alineaba en sus paredes. Reconocía aquel lujo desde su infancia. Un fuego crepitaba en la chimenea de mármol. y en un extremo de la estancia, un tapiz del siglo
XVIII
que reproducía una escena de caza, probablemente un Aubusson, cubría la pared. Aquello también le trajo un eco de su infancia. Pensó que aquí había una dualidad de gustos: el del propietario, probablemente un judío, que lo había reunido todo, y el de Stromelburg, al decidir requisarlo para su propio alojamiento.

–¿Qué puedo ofrecerte? – le preguntó el alemán, haciendo un gesto hacia su bien abastecida mesa de bar–. ¿Coñac, vodka, whisky inglés?

Era como si le estuviese ofreciendo su destilación personal de la Europa ocupada.

–Tal vez un jerez.

–Naturalmente, un jerez. Muy apropiado… –se echó a reír Strómelburg.

Llenó media copa, hizo girar el líquido ambarino, lo olió aprobadoramente y se lo tendió a Henri.

–¿Has estado alguna vez en Jerez de la Frontera?

–No. Lo más al sur que llegué fue Valencia.

–Claro –replicó Strómelburg en un autorreproche–. Lo había olvidado. Jerez se hallaba en el bando nacionalista. Cuando yo…

Hizo una pausa sonriendo.

–Cuando vuestro ministro del Interior me invitó a abandonar Francia en 1938, Heydrich me envió a España. Pasé el fin de semana más maravilloso, en Jerez, con una de esas familias jerezanas. Precioso lugar. Completamente intacto de la guerra.

Hizo un ademán hacia un par de pesados sillones que se hallaban al lado del fuego, como una nota discordante en medio de los larguiruchos muebles Luis XIV del salón, como un toque de címbalo en un canto fúnebre. Aquello debía ser la contribución de Strómelburg, pensó Henri.

–Y ahora habíame de ti. Quiero conocer todo cuanto te ha sucedido desde la última vez que nos vimos –le pidió Strómelburg, alzando su copa de whisky–. Todo…
Sanie
!

Henri sorbió pensativo su jerez.

–Nada muy interesante, me temo… No mucho después de que te fueses, volví a los vuelos comerciales. El «Aero-Postal». París-Burdeos y regreso cada noche, hasta el punto que hubiese podido hacer el vuelo dormido en caso necesario… Cuando estalló la guerra, fui movilizado. Volé en una escuadrilla de transporte desde Étampes. Cuando se firmó el armisticio, me instalé en Marsella, llevando aviones a Argel.

Miró hacia Strómelburg, midiendo con los ojos las reacciones de su amigo ante sus palabras.

–Decidí quedarme allí en vez de regresar aquí. Pensé que menos da una piedra, y que por lo menos aquello era algo que podía llamar mío.

Strómelburg sonrió.

–No puedo echarte la culpa. Creo que yo hubiera hecho lo mismo…

–No ha sido fácil obtener trabajo. He realizado algunos contratos para enseñar a pilotos.

Strómelburg asintió con simpática comprensión. «Ésa es la razón de que haya pedido verme –pensó–. Quiere saldar una vieja deuda, y tener un empleo para volar aquí. ¿Bueno, por qué no?»

–Tengo entendido que el otro día te encontraste con Rolf. Tal vez él, o nosotros, podamos encontrar algo para ti en París.

Aquella maquiavélica sonrisa, en cierto modo de adolescente, que siempre asociaba a Henri, se extendió por el rostro del francés.

–En realidad, ahora tengo uno. Ésa es la razón de que quisiese verte–. Una luz de advertencia se encendió en el subconsciente de Strómelburg. «Se encuentra atrapado en alguna clase de asunto clandestino, en alguna operación de mercado negro y ahora quiere que le saque del atolladero. Eso sería propio de Henri Le Maire. El audaz, el aventurero, eso es algo que en él está siempre a flor de piel.»

–Lo conseguí hace un mes.

El francés hizo oscilar su jerez, obviamente dudando cómo traducir en palabras sus pensamientos.

–Es algo que, en cierto sentido, se retrotrae a la guerra civil española. ¿Es divertido, no es cierto, cómo todo entre nosotros parece volver siempre allí?

Strómelburg, que no tenía la menor idea de adonde quería llegar aquel joven, asintió como alentándole a continuar.

–¿Te acuerdas del viejo Le Gastelloix, el comerciante de aviones en Le Bourget?

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