–¿Y eso fue todo? – preguntó Kopkow.
–No todo… Se convirtió en mi correo más regular y de confianza.
–¿Y cuánto duró esto?
–Realizó dos o tres entregas al mes para mí durante casi un año.
–¿Sin problemas?
–Absolutamente ninguno. Como ya he dicho, fue el mejor correo que jamás haya tenido.
–¿Y sabía lo que estaba haciendo con todo esto?
–Obviamente, al principio no dirigíamos los sobres al Sichercheittsdienst, querido colega, si eso es lo que quiere decir. No le dijimos nada. Sin embargo, sabía que Rolf había volado para «Lufthansa» y que ambos éramos alemanes. Es un tipo inteligente. Supongo que no pensaría que esos sobres contuviesen poesías de Goethe. Más tarde, cuando quise comprobar su lealtad, le dejé bien claro quiénes éramos. Continuó las cosas sin hacer la menor observación. Y recuerden que si los españoles le hubiesen atrapado con aquellos sobres, le hubieran fusilado al instante.
–Muy bien –repuso Kopkow–. Hábleme de él personalmente.
Strómelburg escudriñó la espartana disposición del despacho de Kaltenbrunner mientras formulaba su respuesta. El gusto artístico de su jefe, según se percató, se limitaba en gran parte a los retratos del Führer en poses variadas.
–Gilbert es un aviador de primera clase –dijo al fin–. Pero para ser un aviador de primera clase, un hombre debe tener también un prudente sentido del miedo, puesto que un aviador que no lo tiene es un hombre que se cava su propia fosa.
Hizo una pausa.
–Y esto también es para mí la descripción del agente ideal.
–Por favor, Herr
Óbersturmbanfúhrer
–observó ácidamente Kopkow–, ahórrenos sus enigmáticos acertijos. Quiero sus antecedentes personales. Seguramente le investigó cuando se convirtió en su correo.
Strómelburg devolvió la malevolencia de Kopkow con una sonrisa.
–Claro que sí. Nuestro amigo Henri Le Maire nació, como suele decirse, con una cucharilla de plata en la boca. Desgraciadamente, y el hecho al parecer le ha marcado durante la mayor parte de su vida, la cucharilla pertenecía a alguien más. Su lugar de nacimiento fue un castillo del siglo
XVII
en el borde del Bosque de Compiégne. Su madre era la cocinera del castillo. Su padre, el portero. Era un glotón cuyo pecado iba acompañado de una deficiencia tiroidea. Como resultado de ello, el hombre era tan obeso que en el pueblo existían dudas considerables respecto de su habilidad para llevar a cabo sus deberes maritales. Las sospechas acerca de la paternidad del niño tendieron a recaer en el propietario del castillo. En todo caso, nuestro amigo Le Maire se mantuvo muy cercano a él durante su crianza. Resultó claro que trataba de imitarle en su forma de hablar, en su modo de vestir. Como resultado, se convirtió en un hombre sin clase.
Vestía con elegancia, carecía de acento. Podía entrar en cualquier casa de la sociedad francesa. Incluso le gusta sugerir que es un noble campesino que, en realidad, posee aquel castillo en cuyas habitaciones de servicio había nacido.
–¿Sus convicciones políticas?
–Ninguna que hayamos podido descubrir. Su pasión por volar apareció muy pronto y parece haberle dominado por completo. Rolf no detectó nunca ningún tipo de sentimientos políticos en él, durante sus reuniones en el bar de los pilotos de Le Bourget. Pero admiraba mucho a los alemanes a quienes conocía como pilotos.
–Así que era un mercenario.
–Le gusta el dinero porque le gusta gastarlo: en ropas, en mujeres, en comida. Lo necesita para representar ese falso papel de noble rural que ha creado para sí mismo. Esa fue la razón de que aceptara el trabajo de transportar aviones para los republicanos. Y también es la razón de que comenzara a trabajar para mí.
–¿Ha pedido dinero por esa operación?
Se trató de la primera contribución de Kaltenbrunner a la conversación.
–Déle un poco –ordenó cuando Stromelburg le informó de que no era así–. Nada compromete más a un hombre que un poco de dinero.
–¿Y por qué se presentó ante usted si no era por dinero? – quiso saber Kopkow.
Stromelburg describió en detalle su conversación con Henri Le Maire.
–Nunca he tenido una confianza total en un agente que no comparta algo de nuestra ideología, y estoy absolutamente convencido de su anticomunismo. Además, eso encaja muy bien con la personalidad que acabo de describir.
–Muy bien.
Stromelburg quedó agradablemente sorprendido por el apoyo que estaba recibiendo por parte de Kopkow.
–Los agentes se ven motivados por una de dos cosas, cuando uno llega al fondo de la cuestión. Por dinero («Dame suficiente dinero y traicionaré a la emperatriz de China») y por ideología («Lo hago porque creo en ello»). Yo siempre he preferido esto último.
–Además –prosiguió Stromelburg–, su operación funcionó exactamente tal y como me la describió. Debe de tratarse de una de las operaciones más secretas y vitales que están llevando a cabo los británicos.
–Sí…
Kopkow inclinó lentamente la cabeza en señal de aquiescencia.
–Ciertamente convengo en eso. También comprendo a la perfección cómo puede usar las operaciones aéreas de ese hombre para atraer gradualmente a esas personas bajo su control. Si se sigue lo suficiente a esos agentes que van entrando llegará a saber todo lo necesario. Pero lo que no comprendo es por qué está tan convencido de que esto nos proporcionará el secreto de la invasión.
–Además de hacer entrar y salir clandestinamente agentes de Francia, mi amigo es asimismo responsable de enviar paquetes de material secreto. Recoge sobres que dejan en diversos lugares de París y los hace llegar de forma personal al piloto.
Kopkow asintió.
–En la actualidad, la función primaria del SOE es el sabotaje. Hemos visto ya ejemplos de su tarea: en la fábrica «Peugeot», en el centro ferroviario Perrache de Lyon. Cuando el desembarco se produzca, habrá ciertamente unos objetivos que los aliados deberán sabotear. Instalaciones de radar, de comunicaciones, empalmes ferroviarios, puestos defensivos clave. Su plan radica en emplear al SOE para que actúe solo o más probablemente, en coordinación con tropas paracaidistas, para llevar a cabo esas tareas.
Kopkow y Kaltenbrunner le miraron intrigados.
–Para realizar operaciones de ese tipo se necesitan unas herramientas específicas: mapas, planos de los edificios, proyectos bosquejos en los que se pueda establecer una línea de ataque, el lugar exacto en que debe colocarse una carga para que haga el mayor daño posible.
–Sí. Todo eso es perfectamente lógico –convino Kopkow.
–Y se puede radiar un cianotipo a Londres en una clave indestructible, ¿no es así?
Incluso Kaltenbrunner sonrió cuando empezó a captar las implicaciones del plan de Stromelburg.
–Existe sólo una forma de enviar y traer de Inglaterra todo ese material vital: los paquetes del correo secreto que Gilbert debe recoger y entregar a sus aviones. Amigos míos, es en esos paquetes donde descubriremos el secreto de su invasión.
U
N HOMBRE DE NUMEROSOS PAPELES
Washington - París - Calais - Lila - Londres
Marzo - Abril de 1944
En esta época, un hombre representa
numerosos papeles
.
«Como gustéis»
, acto segundo. (W. Shakespeare)
Washington, D.C
.
–¿Pertenece al OSS, comandante?
–Sí, señor –replicó T. F. O'Neill, con sus ojos cautelosos percibiendo la placa negra encima del escritorio del general de Brigada, que le señalaba como ayudante de Inteligencia del general George G Marshall, Jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
–Pues ya no. A partir de ahora, pertenece usted a esta oficina y hará las cosas de una forma diferente a como las hace Donovan. Mire, lea esto.
Casi enfadado, le mostró una sola hoja de papel a T. F. Mientras lo hacía, el joven oficial captó el reflejo oxidado de su anillo de clase de West Point. Probablemente, uno de la vieja escuela, conjeturó, un miembro que llevaba ya muchos años en el Cuerpo de Inteligencia del Ejército de Estados Unidos, uno de aquellos idealistas que creían que los caballeros no se leían unos a otros el correo. T. F. echó un vistazo al memorándum. Lo había escrito el general George Strong, el vicejefe de Estado Mayor de Inteligencia del Ejército, y el crítico más persistente del OSS en Washington. Strong acusaba al OSS de emplear «tácticas que carecían de cualquier referencia a consideraciones morales o principios, y que actuaban según la no anunciada premisa de que en una guerra total, Estados Unidos debía tomar el color ético de sus enemigos en todos los detalles». Además, escribía Strong, el OSS pasaba por alto «la posibilidad de que Estados Unidos, desde una concepción de sus intereses a largo plazo y por el mantenimiento de uno de sus más importantes bienes –su posición moral entre los pueblos del mundo– pudiese, a veces, considerar prudente no sacar ventaja de los odios raciales, religiosos o sociales existentes en el mundo, o incluso de la debilidad y vulnerabilidad de las personas de las poblaciones enemigas, o poblaciones dentro de los territorios ocupados por el enemigo». Finalmente. Strong, declaraba que la ambición de
Wild
Bill Donovan era crear y mandar «una Agencia Central de Inteligencia del Gobierno», una organización, según razonaba, que no era «ni necesaria ni compatible con las instituciones democráticas de Estados Unidos».
Una vez digeridas las palabras de Strong, T. F. se dispuso a devolver aquel papel. El general de Brigada lo rechazó.
–Guárdelo –ordenó–. Memorícelo. Manténgalo escondido en el cajón de su escritorio en Londres, y léalo dos veces al día. Nada resume mejor que ese papel los principios por los que esperamos que se vea guiado en Londres. Las ideas que hay ahí pueden parecer un tanto anticuadas a un tipo listo como usted, pero han preservado a este país durante los últimos 150 años, y no debe olvidarlo.
T. F. sintió una suavización en la hostilidad de aquel anciano. Se retrepó en su sillón giratorio y se puso las manos a la espalda.
–Le hemos encargado una tarea condenadamente dura, comandante. La organización a la que le han asignado es exclusivamente británica. Implica engañar al enemigo. Cuando entré en esto, hace veinte años, solía decir que cuatro instituciones gobernaban el mundo: la Casa Blanca, Buckingham Palace, el Vaticano y el Servicio Secreto Británico.
Hizo una pausa.
–Y aún lo siguen haciendo, comandante. El Servicio Secreto Británico es el mejor de todos. Son también sinuosos, implacables y traicioneros. Les gustan los muchachos de Yale como usted para desayunar y luego les dan de lado cuando han terminado.
El general de Brigada inhaló una bocanada de rancio humo de tabaco.
–Usted puede proceder de Connecticut, comandante, pero cuando llegue a Londres lo mejor es que sea de Missouri. Los británicos no aman a los demás. Los emplean. Aunque…
Un brillo malicioso apareció en sus ojos de un color gris acerado.
–En realidad, no debería comentar todo eso con alguien que se llama O'Neill, ¿no le parece?
T. F. se esforzó por reprimir una sonrisa, pero no respondió nada.
–Operan según un principio: que el fin justifica los medios. Pero para nosotros, no es así.
Sus ojos valoraron a T. F.
–¿Le suena esto extraño?
Le sonaba, pensó T. F., como una manera fatal para vencer en una guerra. Sin embargo, entonó un ritual:
–No, señor.
A fin de cuentas, los comandantes raramente discuten con los generales de Brigada…
–No deseamos ver a este país contaminando sus objetivos y sus ideales al adoptar tácticas que son idénticas a las que emplean los fascistas, sobre la base del dudoso argumento de que es la única manera de combatirlos.
El general de Brigada gruñó como si tuviese una resignada conciencia de cuan rápidamente las olas de la guerra moderna estaban erosionando los ideales en los que se basaban él y los de su condición, con cuánta presteza los tiempos estaban dejando anticuados tantos de los valores que le habían enseñado en West Point en el período anterior a la guerra. Abrió el cajón de su escritorio y sacó un rollo de cinta adhesiva y un sobre cubierto con sellos de lacre rojo.
–Sin embargo, no le hemos traído a Washington sólo para darle una conferencia, comandante. Esto –observó, haciendo ondear el sobre– contiene material de Inteligencia de tales consecuencias que preferimos no transmitirlo por radio. Vaya al lavabo con el MP de allí y adhiéraselo al pecho. Es usted responsable de llevárselo en mano al general Ismay, en las Salas de la Guerra Clandestina, cuando llegue usted a Inglaterra. Si le sucede algo a su avión, será responsabilidad suya el destruirlo, sea cual sea el coste…
El ruido de la puerta al abrirse le interrumpió. T. F. se dio la vuelta y se encontró mirando al general Marshall en persona. Los azules ojos de Marshall le contemplaron en un abrir y cerrar de ojos.
–¿Es éste el oficial que va a ir a Londres? – preguntó a su segundo.
–Sí, señor.
Marshall se volvió hacia T. F., asestándole mientras lo hacía una mirada escrutadora.
–No debe permitir que nada se interfiera en su misión, comandante. Cuando llegue al Reino Unido, no deberá comer, ni beber, ni comunicarse con nadie, de cualquier rango o servicio, hasta que haya hecho llegar, personalmente, este sobre a manos del general Ismay. ¿Me he explicado con claridad?
Ciertamente que sí, pensó T. F., pronunciando un rotundo:
–Sí, señor.
Marshall se dio la vuelta en redondo y sin haber dedicado a su mensajero una expresión de adiós o desearle un feliz viaje, volvió a meterse en su despacho.
París
Hans Dieter Strómelburg había aprendido durante sus años en la Policía y en la Gestapo, que ningún prisionero llega a cooperar tanto como un prisionero que siente que le han traicionado. Lo mismo sí la traición la ha llevado a cabo un tipo criminal, o a causa de la estupidez de sus superiores, como era ei caso con el operador de radio del SOE, Alex Wild, el resultado era inevitablemente el mismo: una rabia que destrozaba la voluntad del prisionero de resistirse a los interrogatorios.
Eso fue exactamente lo que sucedió con Wíld. Los matones de Strómelburg, quienes le habían sometido a una paliza tan feroz que hizo necesaria atención médica, le trajeron una bandeja con comida y media botella de vino de las cocinas de la Avenue Foch, le premiaron con cigarrillos y simpatía. Incluso, para cuando los secuaces de Strómelburg hubieron terminado con Wild, el pobre inglés había experimentado tal confusión que no sabía exactamente cuáles eran sus auténticos amigos.