Juego mortal (Fortitude) (30 page)

Read Juego mortal (Fortitude) Online

Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
6.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Von Roenne sacó un manoseado mapa de Inglaterra y lo colocó sobre el escritorio, al lado de los informes. Detallados en el mapa aparecían la ubicación y descripción de cada unidad de Ejército británica, norteamericana o canadiense que había identificado en Inglaterra. Ningún documento de los que poseía le era más precioso y llevado al día con mayor cuidado. Como un astrólogo tejería sus predicciones a partir de las órbitas planetarias, Von Roenne podía discernir la pauta del próximo asalto a través de la localización y distribución de las fuerzas aliadas en Inglaterra. Su primer mensaje de la Abwehr, procedente del polaco, informaba que el «VII Cuerpo de Ejército norteamericano se halla en el área noroeste de Colchester, con el cuartel general del Cuerpo identificado por una divisa en las hombreras de un "7" blanco sobre un fondo azul». Von Roenne y Michel estudiaron el mapa. «Colchester se encontraba en el trozo de Essex que señalaba hacia Holanda y el mar del Norte, una ubicación natural para el Cuartel General de un Cuerpo que tuviese que embarcar sus Divisiones a través del cercano puerto de Clacton on Sea. Además, los mensajes del español identificaban a la Sexta División Blindada de Estados Unidos que, en sus mapas, Von Roenne había colocado más al Noroeste, en Yorkshire, en realidad en la zona de Ipswich, apenas a 30 kilómetros al noreste de Colchester.

–Tal vez el Sexto Blindado sea una de las Divisiones mandadas por el VII Cuerpo –propuso Michel.

Von Roenne asintió en silencio. Su mente estaba ya en el segundo informe del polaco. Como resultado de su última gira de inspección, había confirmado que la 28ª División de Infantería de Estados Unidos se había desplazado desde Gales a Folkestone, en los estrechos de Dover, y el Sexto Blindado de Estados Unidos, a Ipswich, una corroboración independiente de la información enviada por el español. Naturalmente, ni uno ni otro espías eran conscientes de la existencia del otro. Con un carboncillo, Von Roenne borró los antiguos Cuarteles Generales del 28.° y del Sexto Blindado y los colocó en su nueva localización en el sudeste de Inglaterra.

Estudió con cuidado su revisado mapa. Durante las últimas tres semanas, los informes de los agentes habían indicado un desplazamiento de las unidades aliadas al sudeste de Inglaterra. Existía un equilibrio casi simétrico entre las unidades aliadas que se había confirmado en el noroeste de Inglaterra, donde de una manera natural, amenazarían Bretaña o Normandía, y el sudeste de Inglaterra, donde amenazarían el Pas de Calais. El Führer. a quien suministraba información, debía confiar en su intuición para formarse su juicio; Von Roenne se apoyaba siempre en la fría lógica militar. Por el momento no había nada en las disposiciones de las tropas aliadas que indicase dónde se asestaría el golpe, a menos, pensó de repente Von Roenne, que la intención de los aliados no fuese dar un golpe sino dos.

Telefoneó a su secretaria que entró en el despacho con el bloc de taquigrafía en la mano. Con rapidez anotó lo que sabía que sería el encabezamiento del informe que su superior estaba a punto de dictar.
«Generalstab des Heeres, Fremde Heere West
; documento de referencia 1837/44; la fecha, 17 de abril de 1944; y el hecho de que sólo debían hacerse trece copias del memorándum Altamente Secreto.»

–«El estado de preparativos de la invasión –comenzó Von Roenne– ha entrado visiblemente en una nueva fase, a causa de una serie de medidas decisivas tomadas, todas a la vez, en el campo militar. Es nuestra estimación –continuó– que existen ahora en Inglaterra sesenta grandes Grupos de Ejército anglo-norteamericanos, Divisiones o Brigadas reforzadas.»

Von Roenne miró a su subordinado, que asintió su acuerdo al respecto.

–«Todos los informes –continuó confiadamente, para beneficio del Führer– apuntan a una abrupta aceleración de los preparativos de invasión, con una creciente disposición de las fuerzas aliadas en el sudeste de Inglaterra, frente al estrecho de Dover.»

Londres

–¡Lo dicho! Somos afortunados. La mayoría de los americanos que vemos alrededor tienden a ser bajos y de pelo gris. ¿Qué supone eso? ¿Se debe al peso de todas esas estrellas en sus hombreras?

Según notó T. F. O'Neill divertido, las palabras fueron vertidas por la oficial más bonita, WREN, que, supuso, tendría veintipico años. Su pelo de ébano estaba peinado corto, a lo paje, con los rizos hacia atrás, según exigían las reglamentaciones británicas, por encima del cuello de la chaqueta del uniforme. Tenía una boca generosa y sensualmente sugestiva, y una figura flexible que ningún corte opresivo de los sastres militares podía esconder. Pero lo mejor de ella eran sus ojos; formaban una serie de oscuros reflejos, y le observaban con una mirada entre la provocación y cierta clase de alegría irreverente.

–¡Y qué voces tienen!

Apenas había realizado una pausa para respirar.

–¡Hacen retumbar los cristales a cien pasos! Y no es que haya muchos cristales que romper aquí, como ya habrá advertido usted. ¿Baila bien el
jittenbugl
Todos los americanos lo hacen.

–Sí.

T. F. le ofreció su más levemente divertida sonrisa.

–Lo hago cuando me veo impulsado a ello. Pero tengo un oscuro secreto.

–Cuéntemelo –le ordenó ella–. Me encanta escuchar secretos. Aunque, como estoy segura de que comprenderá, no es una actividad que pueda hacerse en este cuarto.

–Prefiero a Guy Lombardo.

–¡Estupendo! ¡Sorprendente! Y parece también un tipo muy agradable.

T. F. había estado considerando el apoyarse en el borde del escritorio de ella, pero lo pensó mejor. El candor conversacional de los británicos, según le habían prevenido, no debía tomarse erróneamente como una invitación a la informalidad. En vez de ello, introdujo la mano en un bolsillo de su chaqueta en busca de los «Camel» y le ofreció uno.

–Tal vez –propuso, encendiéndole el cigarrillo– pueda darme algunas pistas acerca de quién es quién y cómo van las cosas por aquí.

–Naturalmente –replicó la chica–. La primera cosa que tiene que hacer es firmar en el libro negro, y le prevengo que, prácticamente, le fusilarán si cuenta una sola palabra durante el resto de su vida acerca de lo que hacemos.

–Ya lo hice ayer –observó T. F.–. Un ritual intimidatorio, ¿verdad?

–Espantoso –convino ella–, y ahora empezarán a mostrarle los secretos más terribles que tienen en su regazo. Bien –comenzó señalando a un oficial de mediana edad con el uniforme azul de la RAF–. Es Dennis, nuestro autor. Es el libertino de la casa. No hay nada que desconozca en comida y vinos. El caballero que se está sirviendo una taza de té es Ronnie Wingate, nuestro número dos. Es el hombre más maravilloso. El encanto sería su camino al harén del sultán, si tuviese que hacerlo. Detrás de él, el tipo que estudia unos informes es Reginald Grinsted. Era banquero en su encarnación anterior. Si le invita a ir al campo para un fin de semana, lo cual seguramente hará, por el amor de Dios, no vaya. Se pasaría todo el fin de semana desherbando su jardín y tratando de mantenerle apartado de la cama de su hija, que se parece auténticamente a un caballo. Creo que, en gran parte, se debe a que pasa muchísimo tiempo con esas sanguinarias bestias. Mi colega que está al lado de la máquina de escribir –y señaló hacia la otra chica de la estancia– es Lady Jane Pleydell Bouverie. Es la ayudante de Sir Henry. Una superchica, pero debo prevenirle que es más bien parcial respecto de la Brigada de la Guardia. Y me parece que eso es todo.

–No, se ha olvidado de alguien.

–¿De veras?

Se produjo una rápida reacción, una indicación de que, a pesar de su presunta falta de ingenuidad, aquella joven dama estaba acostumbrada a que no hubiera errores o preguntas.

–Usted misma.

–Ah, yo. Pues estoy en la sección de los esclavos, me temo… Hacerlo todo, pero la colada fuera. Me llamo Deirdre Sebright. Les oirá referirse a mí como Lady Deirdre, pero no debe permitir que esto le afecte. Papá, simplemente, tiene el buen sentido de heredar una dignidad de Par.

–Títulos –observó T. F.–. Eso parece muy propio de este territorio.

–Naturalmente –respondió Deirdre–. En este país, sólo las órdenes superiores pueden considerarse vasijas para los secretos de Estado.

T. F. le brindó su más inocente y muchachil sonrisa, que había encontrado muy efectiva en el circuito de cócteles de Georgetown.

–Dígame, ¿comparte usted la parcialidad de su amiga hacia la Brigada de la Guardia?

–Dios santo, no.

T. F. saboreó la risa que acompañó a la frase. Era de una ronca contralto, con sus notas acentuadas sólo por un toque de burla.

–Mis gustos son considerablemente más católicos que eso.

–Caballeros.

T. F. se volvió hacia aquella voz. El coronel Ridley acababa de entrar en la estancia, andando por ella levemente, con los hombros caídos y arrastrando los pies, como un irlandés inclinado ante una galerna del West Country o, más probablemente, se dijo T. F., un hombre al que hacían encorvarse las preocupaciones que llevaba a cuestas.

–Oraciones matinales –anunció el coronel continuando su marcha a través de la estancia hasta las puertas de su despacho privado.

Los miembros de su Sección de Control de Londres se desparramaron detrás de él, fumando y aferrados a tazas de humeante té. Aquello de la limpieza que le habían prevenido que debía esperar en una organización británica no era evidente aquí, se mofó T. F.

La estancia se hallaba impregnada con el levemente acre olor de tabaco inglés y las siempre presentes trazas de centenares de tazas de té que debían de haberse consumido entre sus paredes. Wingate, el número dos. observó la ausencia de una taza delante de T. F.

–¿Una taza de té, comandante? – le ofreció–. ¿O prefiere café? Ustedes los yanquis todos toman café, según me han contado.

–No, gracias. No soy realmente parcial ni con una cosa ni con la otra.

–Ya sabe, comandante O'Neill –esta vez el que hablaba era Ridley–, que Iván
el Terrible
tenía una pintoresca tradición militar. Clavaba los pies del mensajero que le traía malas noticias con una espada en el suelo. Sobre esta base, me parece que tengo el derecho de clavarle ambos pies en la alfombra.

La sonrisa que acompañó sus palabras resultó tímida y fugaz; casi deferente, aunque al observarle se le ocurrió a T. F. que no podía apostar a que ninguno de aquellos rasgos desempeñase un papel muy importante en el carácter del inglés. Rápidamente, Ridley resumió para la conferencia la conversación de Hitler con sus generales, tal y como se contenía en la interceptación del mensaje de Oshima, y las escalofriantes noticias de que su legendaria intuición le había hecho fijarse en Normandía. Sus palabras produjeron un palpable sentimiento de pesimismo en torno de la estancia.

–Como puede ver, comandante –dijo dirigiéndose a T. F.–, este asunto del engaño que estamos convocados a practicar puede sonar más bien vago y nebuloso para usted.

Ridley dio una profunda chupada a su «Players».

–En realidad, lo es conforme a algunas justas y precisas leyes con las que hemos actuado a través de los años. Una de ellas es que aunque sea del todo posible dar codazos a un enemigo a lo largo de una línea de acción que ya está predispuesto a seguir, es enormemente difícil obligarle a realizar un giro repentino y que vaya contra el cogollo de su intuición. Si Hitler realmente se ha agarrado a lo de Normandía, en uno de esos destellos de su genio intuitivo, nos vamos a encontrar con el más espantoso de los problemas. En cualquier caso –asintió hacia su ayudante WREN, que estaba abriendo una caja de despachos de cuero rojo para extraer unos expedientes manila–, ello convierte a éste en un momento particularmente apropiado para revisar todo lo que tenemos entre manos.

La joven dama colocó un expediente delante de cada uno de ellos.

T. F. echó un vistazo al suyo. Aparecía en él en grandes letras mayúsculas la palabra GUARDIA DE CORPS y bajo la misma la frase «JEFES DEL ESTADO MAYOR MIXTO 459, 7 de enero de 1944». Debajo, con la apropiada tinta roja, se encontraba la siguiente advertencia: «La circulación de este documento se halla estrictamente limitada y ha sido realizado para el uso personal del comandante T. F. O'Neill, EE.UU. COPIA ALTAMENTE SECRETA; núm. 32.» Estampado en la cubierta en grandes letras de color púrpura se hallaba la palabra en clave BIGOT, que abarcaba todo el material secreto relativo a la inminente invasión.

–La palabra en clave que aparece en las tapas de su expediente –explicó Ridley– procede de algo que el Primer Ministro dijo a Stalin en Teherán: «En la guerra, la verdad es algo tan importante que debe siempre ir acompañada de una guardia de corps de mentiras.» Esencialmente, esta carpeta contiene un compendio de las mentiras que hemos preparado en beneficio de nuestros amigos alemanes.

Ridley extrajo un «Players» de la cajetilla que se encontraba delante de él y lo encendió con el cigarrillo que ya estaba fumando.

–Básicamente –continuó–, el plan se descompone en dos partes. La primera ha estado en acción hasta el otoño pasado. Su idea radicaba en compelir a Hitler a desparramar sus fuerzas a lo largo de las fronteras de su Imperio e impedirle que concentrase demasiadas de sus Divisiones en Francia. Con los desembarcos a sólo seis semanas vista, esta parte de nuestro plan ya se ha agotado. Estamos entrando ahora en la fase segunda y la más crítica de nuestro plan, al que hemos dado un apodo con la apropiada insinuación muscular del cristianismo:
Fortitude
.

El coronel sonrió ante su pequeño chiste. Colocó las palmas de la mano sobre la mesa que tenía enfrente y se inclinó hacia atrás, con los ojos semicerrados y el humo de su «Players» formando volutas delante de su rostro. T. F. pensó que se trataba de un hombre particularmente consciente de que otras personas le observaban.

–Dejaré que Ronnie les proporcione las líneas maestras de nuestro plan. Pero antes, no obstante, me gustaría enunciar, si me es posible, los principios sobre los que la propia experiencia nos ha enseñado a actuar.

El coronel se apresuró a quitarse de la boca el cigarrillo cuya ceniza estaba a punto de caer.

–Un oficial de engaño, o un estado mayor de engaño, como es el nuestro, debe tener en primer lugar y principalmente la habilidad de crear, de sacar algo de la nada, de concebir una noción original, revestirla luego de realidades hasta que, llegado el momento, empiece a vivir como un hecho auténtico. Lo que conlleva todo esto es la creación de una deliberada representación errónea de la realidad para conseguir una ventaja competitiva sobre nuestro enemigo.

Other books

Through the Fire by Shawn Grady
Watson, Ian - Black Current 01 by The Book Of The River (v1.1)
Sharpshooter by Nadia Gordon
Christie Ridgway by Must Love Mistletoe
A Lady of Secret Devotion by Tracie Peterson
Flex Time (Office Toy) by Cleo Peitsche
Jaded by Varina Denman