Juego mortal (Fortitude) (31 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Ridley volvió a coger el cigarrillo, lo apretó con fuerza entre sus dedos pulgar e índice y se lo llevó a los labios, enfocando sus semicerrados ojos sobre T. F.

–Se muestra usted escéptico, ¿verdad? Los norteamericanos siempre lo son respecto de estas operaciones.

«¿Cómo se lo ha imaginado ese bastardo? – se preguntó T. F.–. ¿Soy en realidad un jugador de póquer tan malo que cualquiera puede leerme las cartas en mis ojos?»

Musitó una ritual –y sentida a medias– protesta ante la acusación de Ridley.

–Tomemos El Alamein –continuó Ridley–. El oficial de engaños de Monty comenzó con una idea, una creación: «El ataque se producirá contra el flanco derecho de Rommel.» Tras haber concebido esta noción, la envolvió en realidades: tanques falsos, tropas, artillería, depósitos de suministros. Le dio vida propia y se lo pasó a los alemanes a través de miles de falsos mensajes por radio, puntos kilométricos de carreteras, falsas huellas de tanques, oleoductos. Todo un castillo de naipes, naturalmente, pero ganó en El Alamein para nosotros.

El rostro de Ridley tomó la expresión de un hombre que acaba de descubrir, al dar un mordisco al helado, una caries en un molar superior.

–El engaño de estrategia militar… Realmente aborrezco la palabra «engaño». Siempre que la oigo, todo lo que puedo pensar es en alguna ama de casa de Hampstead Heath que acude a una cita en un apartamento de Pimhco en una lluviosa tarde de jueves. Los franceses le llaman a esto «intoxicación». Realmente, se trata de algo más próximo a la realidad. Los alemanes, por sabe Dios qué razones de esa imaginación tan podrida que tienen, lo llaman «florecimiento». En cualquier caso, el engaño…

Su breve monólogo, según le parecía a T. F., se había reconciliado con lo inadecuado de la palabra.

–Como decía, el engaño y la mentira son conceptos que muchas personas emplean indistintamente. Se equivocan. El mentir se halla fundamentalmente implicado con las acciones del que dice la mentira. El engaño, la clase de engaño militar de la que estamos hablando, tiene unos fines más amplios. Fundamentalmente, nuestra preocupación se halla relacionada con las reacciones de las personas que son objeto de nuestro engaño. Un mentiroso es siempre un mentiroso, se crea en él o no. Sin embargo, un engañador no es un engañador a menos que el auditorio ante el que actúa crea que miente y lo que es mucho más importante, reaccione físicamente ante ellos. El engaño de El Alamein hubiera carecido de valor si Rommel no hubiese seguido adelante y deshecho su flanco izquierdo para reforzar su flanco derecho.

Si T. F. se había hecho cargo de esto o no, Ridley no lo sabía. En cualquier caso, razonó, tendría que convivir con este nuevo norteamericano, por lo que sería mejor hacer el esfuerzo para educarle.

–El engaño estratégico se divide en dos categorías básicas. La más simple de las dos es a la que me gusta denominar «engaño ambiguo». La idea consiste en asaltar a tu enemigo con una ventisca de información errónea, multiplicando las opciones que debe considerar. Al final, la acción de tu engaño le fuerza en realidad a la inacción. Paralizas su habilidad para moverse de una forma decisiva ante la desconcertante disposición de opiniones con las que tu engaño le ha enfrentado.

»La segunda es más sutil. Me gusta llamarla engaño desviador. La idea en este caso es proporcionar a tu enemigo el echarle una mano al reducir la ambigüedad con la que se enfrenta. En vez de dividirlo con un amplio abanico de información errónea, intentas de forma muy sutil construir para él una alternativa agradable. Impulsarle de forma amable a encauzar un curso de acción preciso. Excepto, naturalmente, que es la acción equivocada. Que se muestre decisivo, pero también equivocado a fondo.

»Eventualmente, el tiempo deshace todo el engaño en guerra. Exactamente como cabe suponer que ocurre en el dormitorio. El truco para nosotros consiste en estar seguros de que nuestras mentiras, nuestros engaños, sean aceptados durante el tiempo suficiente como para conseguir el resultado que buscamos.

Ridley alargó la mano hacia otro cigarrillo. Mientras lo hacía, T. F. quedó asombrado ante el montón de colillas que llenaban su cenicero. El inglés, a su vez, le asestó una mirada levemente burlona, una que parecía preguntar si esta diversión valía el esfuerzo que estaba llevando a cabo.

–Tiendo a pensar que nosotros, como engañadores, somos unos autores de teatro, unos dramaturgos. Porque un buen engaño siempre comienza, como una obra o una película, con un libreto o guión plausible. Esencialmente, el reparto está formado por todas las fuentes de Inteligencia del enemigo que podemos de algún modo manipular o infiltrar, a fin de deslizar trozos y piezas de nuestro guión en su maquinaria de Inteligencia. Naturalmente, nuestro objetivo es no influir a una audiencia en masa, sino penetrar directamente en un selecto círculo interior, los oficiales de alta graduación del Estado Mayor General alemán del servicio de espionaje. Tratamos de dirigir a ese selecto auditorio el mensaje de nuestro pequeño guión, con sus auténticos orígenes cuidadosamente ocultos para ellos, con el relato llegándoles en segmentos no relacionados de una variedad de direcciones tan amplia como ello sea posible.

T. F. se percató de que Ridley se aproximaba al final de su discurso.

–Nuestro objetivo último es alcanzar la misma mente de Hitler, conducirle a que cometa un error. No sólo un error cualquiera, sino el error preciso que le llevará a caer en la trampa que hemos montado para él.

El inglés se retrepó hacia atrás y se frotó los ojos en señal de fatiga y resignación.

–El engaño, como cualquier otra forma de operación militar, implica bajas. Pero permítanme prevenirles que las bajas que seguirán al cebo intencional del enemigo son las menos populares de toda guerra.

»Una última palabra –dijo mientras chupaba otro cigarrillo–. Al poner en obra nuestro libreto, existe sólo una prueba que podemos aplicar a nuestros planes, por extraños, espantosos o pérfidos que puedan ser. Deben funcionar.

Había acabado. Su discurso les había impresionado, pero el oírlo había llevado a T. F. a un recuerdo instantáneo de sus instrucciones finales en el Pentágono y a las palabras del memorándum del general Strong, que había grabado en su memoria. T. F. cogió un «Camel», lo encendió y lentamente movió el fósforo, un ademán deliberadamente retardado para darle unos segundos de reflexión.

–Al evaluar sus proyectos, coronel, ¿existe algún nivel moral que se aplique a los mismos? ¿Alguna estructura ética de referencia en la que trate de adecuarlos para diferenciar nuestras pautas de conducta de las del enemigo?

Al escucharse, T. F. pensó en lo profundamente mojigatas y pretenciosas que sus palabras debían sonar a unas personas que estaban combatiendo por su existencia desde 1940, cuando él y sus amigos bailaban en el «Stork Club» o se precipitaban al «Yale Bowl» con abrigos de mapache. El rostro de Ridley quedó indiferentemente vidrioso, la expresión de un hombre que ya ha oído esas preguntas demasiado a menudo y que realmente no está dispuesto a pasar por los movimientos necesarios para responderlas una vez más.

–La moralidad y la ética, mi querido comandante, son dos palabras que no existen en el léxico de la guerra.

T. F. jugueteó con su cigarrillo, preguntándose qué hubieran esperado de él en Washington que dijera. Los norteamericanos siempre habían merecido una reputación en Londres por irrumpir, primero con botas de combate, en áreas de la estrategia militar de las que no conocían absolutamente nada, lo cual debía admitir que era ciertamente su caso en este mundo arcano al que le habían asignado. Pensó que debía dejar claro que había oído la cosa y que la había dejado pasar.

–Tal vez –comenzó, ofreciendo a su auditorio lo que confiaba que sería una sonrisa apropiadamente desarmadora– eso depende del léxico que se use.

Durante un segundo se preguntó si Ridley no iría a alargar la mano, apoderarse de su carpeta manila de Alto Secreto y meterla de nuevo, sin leerla, en su caja de los despachos. En vez de ello, el inglés le dedicó una sonrisa de un calor infinito.

–Por completo –replicó–. Ronnie, ¿por qué no sigue adelante?

Wingate cogió su carpeta manila.

–Esencialmente, la historia, el guión de
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que deseamos suministrar a los alemanes es el siguiente: nuestro asalto al continente de Europa adoptará la forma de dos ataques principales al otro lado del canal. El primero, y el menos importante de ellos, tendrá lugar en Normandía. Su objetivo será el atraer a Normandía a las reservas alemanas en el Pas de Calais y Bélgica. Una vez esas reservas hayan quedado comprometidas, entonces nuestro segundo y sustancial asalto tendrá lugar contra las defensas alemanas debilitadas en el Pas de Calais.

»La historia tiene la ventaja, si se me permite decirlo así, de ser estratégicamente un plan muy consistente, a no ser por un hecho notorio. En este momento, tenemos un total de treinta y tres Divisiones aliadas en esta isla. Para el día D poseeremos exactamente cuatro más: Divisiones apenas suficientes para llevar a cabo un desembarco con éxito, por no decir nada de dos. En realidad, Hitler no es tonto. El Pas de Calais es la zona más fuertemente fortificada de la costa del canal. Y no tomará en serio una amenaza contra esas defensas a menos que se le haga evidente que poseemos las tropas que necesitaríamos para asaltarlas.

Una sonrisa iluminó lentamente el rostro de Wingate.

–En ese caso, preguntarán, ¿dónde conseguiremos las tropas que necesitamos para llegar a tierra en el Pas de Calais? Como siempre, la necesidad es la madre del ingenio. Las crearemos.

Wingate hurgó a través de las hojas de su expediente manila.

–Si miran la página diecisiete encontrarán un mapa base de Goode del sudeste de Inglaterra, y que lleva fecha de 15 de mayo de 1944. Revela cuál será la disposición aquel día, de aquí a un mes, de las unidades que comprenden una espléndida fuerza combatiente, el Primer Grupo del Ejército de Estados Unidos, o FUSAG. Su comandante es el general Patton. Los alemanes creen que es el mejor comandante en un campo de batalla de que disponemos. Se hallan del todo convencidos de que estaríamos locos si emprendiésemos cualquier acción importante en Europa sin Patton a la cabeza. Como verán, el FUSAG está compuesto de dos Ejércitos: el Primero canadiense y el Segundo estadounidense. Veinticinco Divisiones entre ambos, cinco de ellas blindadas. El FUSAG constituye algo imponente. La lástima es que no es más que un poco de humo.

»Como observarán por su localización en nuestro mapa –Wingate agitó el mapa de su expediente como lo haría un ansioso maestro de escuela, para el caso de que alguien del grupo de alrededor de la mesa no prestase atención–, se encuentran en el estuario del Támesis y en East Anglia, detrás de Dover y Ramsgate. Eso sólo les da un lugar lógico adonde ir: el Pas de Calais. Dado que nuestras auténticas Divisiones se están empezando a desplazar hacia el sudeste de Inglaterra para alcanzar sus puertos de embarque, hemos comenzado a mover esas Divisiones imaginarias hacia sus zonas de agrupamiento. Esto, si se me permite emplear la jerga teatral del coronel, ocurrirá cuando el telón se alce en el primer acto de nuestro drama. Al igual que los primeros actos, debe establecer las bases esenciales sobre las que se construirá la obra. Si el primer acto no funciona, el resto de la obra tampoco lo hará.

»Lo que debemos hacer es corporeizar con carne y sangre ese ejército fantasma. Debemos convertir a ese millón de hombres en personas vivas y que alienten, con apetitos, armas, problemas, esposas, madres. Debemos hacer que surjan a la vida donde importa más, no aquí, en Inglaterra, sino en Berlín, en las mentes del Estado Mayor General alemán.

«Nunca –pensó T. F.– he oído algo tan completamente loco. Mirad esas personas –se dijo a sí mismo–: un abogado, un novelista populachero, un tipo que hace muebles en algún lugar de Birmingham, un par de posdebutantas con títulos, sentadas aquí en este agujero del sótano, diciéndose a sí mismos que van a embestir a Hitler con un millón de falsos soldados, y ganar así la guerra. El general de Brigada del Pentágono tenía razón. Unos chiflados.»

Wingate prosiguió con suavidad.

–La habilidad de Hitler para conseguir información de este país se limita, en última instancia, a tres canales: reconocimientos aéreos, escuchas de nuestras comunicaciones inalámbricas y espionaje. La idea es filtrar unas piezas vanadas a los alemanes a través de los tres canales, para que. al unir los tres, descubran que el FUSAG se encuentra en toda su potencia y gloria. Naturalmente, esto no es una cosa sencilla. Deseamos que los alemanes se sientan justamente orgullosos, cuando lo descubran, de lo inteligentes que son.

–¿Me permite, por favor?

Wingate se había vuelto hacia la ayudante WREN de Ridley y sacó un grueso expediente de su caja roja de los despachos.

–Este anexo a
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contiene lo que sería, en realidad, un completo movimiento para la concentración de nuestros imaginarios dos ejércitos y poner en pie nuestro también imaginario FUSAG.

–¿Lo han elaborado en esta habitación? – preguntó T. F.

–Naturalmente que no. Hemos reunido un grupo de Estado Mayor para que lo elaboraran para nosotros.

–Un momento, coronel –prosiguió T. F.–, ¿está usted diciéndome que ha empleado a un auténtico grupo de Estado Mayor del Ejército, que los ha reunido durante sabe Dios cuánto tiempo para…

T. F. se forzó a sí mismo para concederse un respiro antes de exhibir su sarcasmo.

–¿Ha hecho todo esto para que elaboraran un montón de mentiras?

El pulgar de Wingate hojeó con rapidez el grueso expediente, como si fuera un jugador que barajase antes de servir.

–No son por completo mentiras. Todo es real. Todo lo de aquí. Desde los movimientos del último rollo de papel higiénico a las cajas de condones para que nuestros soldados no contraigan enfermedades venéreas en los auténticos burdeles que existen por allí.

–Comprenderá, comandante –fue Ridley el que de nuevo tomó la palabra– que no estamos jugando a un juego. Un solo error y estamos perdidos. Emitiremos por lo menos un millón de falsos mensajes inalámbricos en las próximas seis semanas, montones de ellos en lenguaje corriente y moliente.

–¡Un millón!

T. F. no acababa de creer lo que escuchaba.

–Añadamos o quitemos algunos miles… Deben ser auténticos. En secuencia, lógicos, reales. Los elementos previstos han de seguir un orden, un Batallón antes de una División. Con el correspondiente lapso. Algunas cosas resultarán erróneas, como siempre ocurre. Los pontoneros tendrán que gritar a los artilleros que no les estropeen sus pontones. Todo ha de ocurrir exactamente como sucedería en la realidad. Los alemanes saben cómo trabajamos. Una nota en falso les sonaría tan mal a ellos como a nosotros. Y deben captar mensajes reales entre nuestras unidades hasta sus puntos de concentración en el Sudeste, como una comprobación de la autenticidad de nuestros falsos mensajes.

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