Juego mortal (Fortitude) (28 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–O por lo menos las tenía…

El sacerdote se enjugó las manos en su delantal, mientras observaba al alemán regresar a su coche.

–Venga por la noche y ayúdeme a servir. Será mejor de esta manera y le podré dar un plato extra una vez hayamos acabado.

Caldeada y agradecida, anduvo de regreso a su habitación. Durante media hora se sentó en la cama contemplando la radio, preguntándose si debería enviar un mensaje a Londres. Finalmente, se metió, medio vestida, en la cama. Un vendaval primaveral azotaba el Canal. Sus ráfagas hacían tintinear los cristales de la ventana de su cuarto y llenaban la desierta calle de abajo con su triste zumbido. Nunca en su vida se había sentido tan profunda y desconsoladamente sola. «¿Por qué, en nombre de Dios, habré aceptado esta misión? – no dejaba de preguntarse–, ¿por qué estoy aquí, realizando algo que estoy segura de que acabará en un desastre?»

Debilitada por el hambre cayó en un sueño semidelirante.

Se despertó poco después con un grito y un estremecimiento, con gotas de frío sudor deslizándose por la línea del pelo de su frente. No había ningún oficial de la Gestapo a los pies de la cama. Estaba sola. Afuera reinaba la oscuridad pero el viento del Canal seguía golpeando las ventanas e inquiriendo a la noche con sus tristes llamadas. Lloró. ¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Era ésta la última aflicción de la vida de un agente secreto: que incluso el santuario de sus sueños hubiese de verse hechizado con la pesadilla de su captura?

Lila

La calle estaba desierta. Siempre lo había estado a la hora en que René Laurent cerraba la puerta de su café y comenzaba el acelerón nocturno para llegar a casa antes del toque de queda. Esta noche, ni siquiera uno de los gatos muertos de hambre de la ciudad solicitó su afecto mientras se precipitaba por la Rué de Béthune hasta su piso. En realidad nada atrajo su atención hasta que abrió la puerta principal y sintió el duro golpe del cañón de una pistola al apretarse contra sus costillas. Dos hombres medio lo empujaron y medio lo arrastraron hasta su salón. Allí, para su horror, vio a su mujer, con una mordaza en la boca, atada a una de las sillas del comedor. Sus dos hijos pequeños, atados similarmente, también se hallaban en sillas junto a la de ella. El hombre elegantemente vestido y despatarrado en su mejor sillón, se puso en pie.

–Policía alemana –anunció Strómelburg–, la Gestapo.

Cada sílaba fue articulada con metálica frialdad para subrayar el terror que aquellas palabras debían inspirar.

El asombrado propietario del café se tambaleó hacia la silla que Strómelburg le señaló. Dejándose caer en ella, leyó el miedo que destilaban los ojos de su mujer e hijos.

–En realidad –anunció Strómelburg, inhalando con fuerza su cigarrillo americano–, es usted un pacífico ciudadano, cumplidor de la ley, que trata de regir un café tan bien como es posible en estos tiempos difíciles, sin hacer nunca nada que pueda ofender a las autoridades…

–Eso es…

El miedo había elevado la voz de Laurent hasta un ronco graznido.

–Sin tener nunca nada que ver con esos terroristas de la Resistencia.

–No.

La boca del dueño del café estaba tan seca que apenas pudo articular esta palabra.

–Oh, tal vez las transacciones ocasionales del mercado negro –dijo Stromelburg al tiempo que imprimía a su cigarrillo un indulgente movimiento–. Una botella de vino comprada o vendida ilegalmente. A fin de cuentas, ¿quién no hace algo así de vez en cuando?

Tal vez se trate de eso, se dijo a sí mismo Laurent, esperanzado. Algo que tenga que ver con el mercado negro. Alzó los antebrazos del sillón, pero luego volvió a dejarlos caer en un reconocimiento resignado de las acusaciones.

–Todo eso es mentira. Es usted buzón de la red del capitán Michel en Lila.

–No sé de qué me está hablando –jadeó Laurent.

–Además, espera que uno de ellos se presente en su café mañana. Un nuevo operador de radio. Le preguntará dónde puede encontrar gusanos para ir de pesca. Cuando lo haga, usted le pondrá en contacto con el capitán Michel.

Al oír estas palabras, el propietario del pequeño café supo que no había escapatoria. Eran poco más de las once. La paliza comenzaría dentro de unos minutos. De algún modo debería encontrar el valor para resistir durante trece horas. Para entonces Michel sabría que le habían arrestado y buscaría un refugio. Temblando levemente, se fortaleció a sí mismo para la prueba que se le avecinaba.

–Pero… –continuó Stromelburg, con un tono tan indiferente como el que emplearían unos vecinos que discutiesen la posibilidad de una lluvia próxima por encima de la cerca del patio–. En todo esto, sólo me interesa una cosa. ¿Dónde está el capitán Michel?

–Nunca he oído hablar de él.

–Oh, querido…

Stromelburg, que se había apoyado casi desenvueltamente sobre la mesa del comedor de Laurent, se incorporó de nuevo. Durante un par de segundos paseó por la estancia en silencio. Luego miró su reloj.

–Tiene tres minutos para responder a mi pregunta.

Parecieron una eternidad. El único ruido que Laurent podía oír mientras pasaban fue el débil silbido de su trabajosa respiración y el crujido de las junturas de madera, cuando su hijo más pequeño, con la cara cubierta de lágrimas, se retorció contra la cuerda que le ataba a su silla. Finalmente, Stromelburg se detuvo directamente enfrente del propietario del café.

–¿Será usted razonable o no?

Laurent alzó en silencio el rostro hacia él.

Stromelburg suspiró como un niño petulante que protestase contra alguna infracción, por parte de los mayores, de sus libertades.

–Si insiste… –le dijo.

Siempre conseguía que pareciera como si el infligir la tortura sobre un prisionero representase una imposición para él, más que sobre su víctima. Hizo un ademán a uno de los dos hombres que se encontraban detrás de Laurent. Mientras el segundo hombre esposaba las manos de Laurent a su espalda, el primero se quitó la chaqueta de su traje y la colgó con cuidado en el respaldo de una silla. Luego, se aflojó la corbata con deliberada lentitud, y se subió las mangas. Era francés, un hombre que se había pasado veinte años en la cárcel por secuestro y asesinato, hasta que Strómelburg, que recordaba el caso por su servicio de preguerra en Francia, le había reclutado. La idea de simetría de emplear franceses para que llevasen a cabo sus salvajadas sobre sus paisanos, era algo que deleitaba al jefe de la Gestapo.

El hombre se colocó durante un segundo delante de Laurent, extendiendo y flexionando los dedos como un cirujano antes de ponerse los guantes de goma. Mientras Laurent le observaba con creciente horror, Strómelburg miraba también a Laurent. Vio su rostro endurecerse, sus ojos fortalecerse para el castigo que estaba a punto de llegar. Conocía aquella expresión. El dueño del café deseaba jugar duro. Tenía treinta y pico años, conjeturó Strómelburg, un hombre al parecer pacífico que no estaba en absoluto preparado para la ordalía que se le aproximaba. Sin embargo, nunca se sabe dónde está el límite de resistencia de un hombre. Algunos de sus prisioneros más insignificantes habían demostrado ser muy resistentes a sus interrogadores. Acababan derrumbándose…, ¿pero con cuánta celeridad? El tiempo no era un artículo que Strómelburg poseyese en abundancia, si el plan del doctor debía funcionar. Tal vez pudiese acelerar el asunto. Cuando su hombre se aproximó a Laurent, Strómelburg le detuvo con un chasquido de dedos.

Durante un segundo, el francés se quedó inmóvil, un paso delante de Laurent. Luego, con un gesto de su cabeza, Strómelburg le puso de nuevo en movimiento, pero esta vez no hacia Laurent sino hacia su esposa, amordazada y atada a la silla.

El terror se apoderó de los ojos de la indefensa mujer ante su aproximación. Luego, cuando le pasó la palma abierta por un lado de su cara, la mujer cerró los ojos. El hombre bajó la mano hasta el cuello de su blusa de algodón y lo rasgó con un tirón rápido. Durante un momento, se quedó allí contemplando sus pesados pechos que temblaron de miedo dentro de sus sostenes de algodón. Con indiferencia, metió el dedo índice por el broche del sujetador y lo abrió. Alargando la mano, agarró uno de los pezones y se lo retorció salvajemente. La mujer se removió y trató de gritar. La mordaza que sellaba su boca hizo que el ruido pareciese un patético balido.

La mirada de Strómelburg se concentró ahora en Laurent. Se había puesto del color de la ceniza. Strómelburg se dijo a sí mismo que había efectuado la elección adecuada. Su torturador se sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa, lo encendió y, lentamente, sopló en él hasta que la punta se volvió de un color rojo naranja. Agarró de nuevo el pezón de la mujer e inició con el cigarrillo un lento arco hacia su pecho. El niño que estaba al lado de ella añadió ahora el sonido de su alarido al reprimido terror del grito impotente de la mujer.

–¡Deténgale! ¡Por favor, deténgale! – jadeó Laurent.

–¿Michel?

–Se aloja en el «Hotel Saint Nicholas» con Arlette, su correo, habitación veintidós.

Al oírse pronunciar aquellas palabras, Laurent se derrumbó entre sollozos, abrumado por la enormidad de su traición, algo que se había jurado que nunca sucedería.

La habitación 22 se encontraba en el cuarto piso del «Hotel Saint Nicholas», al extremo de una escalera de caracol que atravesaba el pequeño hotel como el pozo de una mina. Strómelburg, con su «Walther» en la mano, empezó a subir las escaleras, detrás de uno de los hombres que había reclutado en la Gestapo de Lila. Media docena más subían también detrás de ellos por la estrecha escalera. Strómelburg lanzó el rayo de su linterna contra la puerta que se encontraba a la derecha del final de la escalera y luego se apretó contra la pared al lado de la puerta, alejado de la línea de cualquier posible intercambio de disparos. El valor físico nunca se había encontrado entre las virtudes principales de su carácter. Asintió a su colega oficial. El hombre se hizo hacia atrás y con una poderosa patada, consiguió abrir la puerta. Con la «Walther» desenfundada, dio un paso en el umbral, gritando al mismo tiempo que lo hacía:

–¡Gestapo!

Aquello constituyó un error fatal. Su avance le dejó silueteado en el umbral a causa de la mortecina luz que había en la escalera, detrás de él. Dos disparos salieron del interior de la oscurecida habitación. Strómelburg le vio dar un salto, aunque había sido alcanzado en el estómago; luego fue impulsado hacia atrás. Durante un segundo pareció vacilar sobre sus talones; luego su cuerpo dio una voltereta lateral y se precipitó por las escaleras. Al igual que un esquiador precipitándose por una atestada loma, pasó los pies por debajo de los de los otros oficiales de Strómelburg que subían en aquel momento. Mientras los tres se derrumbaban en confuso montón en el recodo de la caja de la escalera. Strómelburg oyó desde dentro de la habitación unos pies desnudos que corrían sobre un suelo de madera y luego cómo se abría una ventana. Desde la calle de abajo se escuchó un nuevo disparo.

–¡Están ahí también! – gritó una voz masculina desde el dormitorio–. ¡Estamos atrapados!

–¡Oh, Dios mío, no!

Strómelburg reconoció la voz de una mujer, obviamente la correo del hombre. Strómelburg se inclinó encima de la barandilla de la escalera, gritando a los oficiales que se encontraban agrupados un piso por debajo:

–¡Hostia, no os preocupéis por él! – les chilló a los hombres inclinados sobre su camarada muerto–. Subid aquí todos.

Apretándose de nuevo contra la pared para mantenerse apartado de la línea de fuego representada por la puerta abierta del dormitorio, dijo en francés:

–Policía alemana. Estáis rodeados. Salid con las manos en alto y no os pasará nada.

–¡Nos han cogido!

Fue de nuevo la voz del hombre.

–¿Qué vas a hacer?

La voz de la mujer había adoptado un repentino tono más agudo.

–Debemos hacerlo –gritó el hombre–. Nos juramos mutuamente que lo haríamos.

Los dos primeros alemanes habían llegado al final de las escaleras.

–Agachaos, está armado –les previno Stromelburg–. Los quiero vivos…

–No me importa lo que juráramos. No puedo hacerlo.

Se percibió una nota frenética en la voz de la mujer, al llegar hasta Stromelburg desde la oscura estancia.

–Por favor, querido, no me hagas hacer eso. Por favor, no lo hagas.

–Debemos hacerlo –dijo el hombre.

Ahora hablaba en un tono tajante y sin la menor emoción.

–¡Hostia, apresuraos! – silbó Stromelburg a sus dos ayudantes, ninguno de los cuales se mostraba ansioso por avanzar contra el agente armado.

–¡Oh, no, no, no, no, no lo hagas, no!

La mujer imploraba, casi histéricamente.

–Si tú no puedes hacerlo, lo haré yo.

–¡No, no, por favor, te lo suplico!

Su angustiado grito acabó con la explosión de un disparo de pistola.

–¡Oh, Dios, cómo te amaba, Arlette! – gritó el hombre–. Perdóname, perdóname, por favor.

–¡Entrad ahí! – rugió Stromelburg, pero sus palabras coincidieron con et rugido del segundo disparo.

Cuando se apagó su reverberación, Stromelburg escuchó el chasquido metálico de una pistola al caer al suelo.

El jefe de la Gestapo siguió a sus hombres y entró en la habitación. Los cuerpos desnudos de un hombre y de una mujer estaban despatarrados encima de la cama, el hombre encima de la mujer, con la cabeza apoyada contra sus pechos en un abrazo final. La boca de la mujer había quedado abierta, detenida en medio de su último ruego por conservar la vida. La pistola, de la que aún salían volutas de humo, estaba en el suelo al lado de la cama. No habría interrogatorio de la Gestapo para el capitán Michel y para Arlette, la correo a la que tanto había amado.

–¡Cristo! – susurró Stromelburg.

Luego, casi a pesar de sí mismo, alzó el cañón de su «Walther” hasta la frente en un saludo al valor de sus adversarios muertos.

Londres

Sir Stewart Menzies, el jefe del MI6, el Servicio de Espionaje Secreto, observó la exigua cantina de las Salas de Guerra Clandestinas de Churchill con mal disimulado disgusto. Las paredes, en otro tiempo de color crema, se hallaban ahora más próximas al color de un periódico viejo. Suspendidas del techo se veían una serie de tuberías por las que pasaba el gorgoteante flujo de las cloacas de los lavabos de las oficinas gubernamentales del piso de arriba. Un linóleo pardo cubría el suelo.

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