Suthill había llegado en el vuelo de un «Lysander» cuarenta y ocho horas después. La tarde de su llegada, fue llevado al 10 Downing Street. Según órdenes específicas de la oficina del Primer Ministro, no debía acompañarle nadie del SOE. Tampoco se informó a otros oficiales del SOE de lo que sucedió durante la reunión entre Churchill y su joven subordinado del SOE. Al regresar de la reunión, Suthill sólo pudo decirles a Buckmaster y Cavendish que no les contaría nada al respecto y que debía regresar a Francia en el siguiente «Lysander».
A continuación de su rápida visita, el SOE recibió la orden de que aumentasen sus lanzamientos de armas sobre la red «Prosper» de Suthill. Sin embargo, Suthill y docenas de sus compañeros resistentes fueron barridos por la Gestapo a finales de julio de 1943. La red, según se enteró más tarde el SOE, había sido infiltrada a principios de la primavera por un agente de la Gestapo, que se hizo pasar por un resistente holandés que trataba de escapar de la Europa ocupada.
Y ahora Cavendish había recibido la citación para que otro oficial del SOE se presentase en las Salas de Guerra Subterránea de Churchill. ¿Era ese coronel Henry Ridley que deseaba ver a Catherine Pradier su antiguo condiscípulo en Eton? ¿Qué estaba haciendo exactamente y qué realizaba con precisión su Sección de Control de Londres? Nunca había oído nada de la organización; sin embargo, Cavendish se enorgullecía de saber quién era quién y qué llevaba a cabo en todos los círculos interiores del Londres del tiempo de guerra.
En cualquier caso, Cavendish se percató que no era de su incumbencia realizar esas preguntas o inquirir acerca de la razón de las mismas. Según decía la orden, un coche llegaría a Orchard Court para llevarse a Catherine Pradier a las tres del miércoles, 31 de mayo, y conducirla a Storey's Gate. Su tarea consistía en traer a Mademoiselle Pradier de regreso a Londres, desde su lugar de permiso, y cuidar de que se encontrase a tiempo para su cita.
T. F. O'Neill se preguntó qué clase de organización secreta contrataría a un mayordomo para abrir la puerta, mientras contemplaba a Park, el cancerbero del piso del SOE en Orchard Court. Park le miró con igual suspicacia. No estaba acostumbrado a dar la bienvenida a aquel piso a los americanos, y la llegada de T. F., aunque anunciada por Cavendish, no le complacía. Le hizo un seco ademán y llevó a T. F. a las habitaciones que daban al corredor central del apartamento. Tras introducir a T. F., quiso que observase con cuánta ostentación cerraba la puerta detrás de él.
Al abrirse de nuevo unos cuantos minutos después, T. F. se quedó mirando durante un evidente e ineducado segundo a la mujer que entró en el cuarto. Aquella especial serenidad que una gran belleza confiere a una mujer, parecía emanar de ella como aquella espiritualidad que irradia de un gurú o de un hombre santo. Un brillante cabello rubio caía sobre sus hombros en ondas indolentes; sus rasgos tenían la perfección de los altos pómulos y sus ojos verdes le valoraron con una fría indiferencia. «Carole Lombard», pensó T. F. Poseía aquella misma exquisita aunque distante belleza que poseía Carole Lombard.
–Supongo que es usted el comandante O'Neill –le dijo.
T. F. asintió.
–No comprendo por qué han tenido que mandarle para que me acompañe. Según comprenderá, soy del todo capaz de moverme por mí misma en torno de Londres.
«Estoy seguro de que es así», pensó T. F.
–No se ofenda –le contestó–. El lugar adonde vamos es un poco parecido al palacio de Buckingham. No se puede ir por allí sin ser anunciado o sin que te acompañen.
–¿Podría –preguntó la mujer mientras realizaban el trayecto en el ascensor– darme alguna idea acerca de todo esto?
–No puedo –respondió T. F.–. Y no porque no quiera. En realidad, porque no lo sé.
Su respuesta satisfizo a Catherine Pradier hasta que se hubieron acomodado en el coche de Estado Mayor que les aguardaba abajo.
–En ese caso, tal vez podría contarme quién es ese coronel Ridley y qué hace la Sección de Control de Londres.
T. F. sacó su cajetilla de «Camel» y le invitó a tomar un cigarrillo. La mujer declinó su ofrecimiento.
–El coronel es mucho mejor que yo en lo que se refiere a las explicaciones.
Sintiéndose de improviso un tanto incómodo por sus propias evasivas, continuó:
–Mire, tengo una ligera ventaja. Mientras usted no sabe nada acerca de mí, yo sé algo acerca de usted. Sé que acaba de regresar de la Francia ocupada. Mi conjetura es que el coronel desea enterarse a través de usted de algunas de las condiciones allí reinantes.
Catherine dobló los brazos y se quedó mirando con cierta petulancia las atestadas aceras.
–¿Ha estado en París?
T. F. pronunció esta última palabra con una reverencia que le retrotrajo a su primera y única visita a la capital francesa, durante la gran gira que su abuelo le ofreció durante el verano que siguió a su licenciatura en Yale.
–Idas y venidas… Pasé la mayor parte de mi tiempo en Calais.
–Me gustaría mucho ver de nuevo París después de la guerra…
–¿Y por qué no va a poder hacerlo?
T. F. no estuvo seguro de si el tono de aseveración de su voz reflejaba una certidumbre en la victoria, o bien la sugerencia de que el índice de bajas entre los oficiales de Estado Mayor de Londres no era tan elevado como para inspirar cualquier género de dudas acerca de si sobreviviría al conflicto…
Cuando llegaron a Storey's Gate, Catherine comprendió por qué habían enviado al comandante norteamericano para que le sirviese de escolta. La Marina Real que se encontraba en la puerta escudriñó el pase de T. F. y su documento de identidad con tanta atención que se acordó del oficial de la Gestapo que la había detenido a ella y a Paul la noche en que aterrizara en Francia.
–¿Trabaja Churchill realmente aquí? – susurró a su acompañante americano al bajar por las escaleras.
–No demasiado durante estos días –replicó T. F.–. Pero dicen que estuvo aquí durante toda la época de los bombardeos, recorriendo los pasillos con una bata púrpura y un cigarro en la boca.
T. F. la llevó a un despacho pequeño y atestado. Un hombre de edad avanzó extendiendo la mano.
–Henry Ridley –dijo, sin la menor traza de la formalidad militar en su voz–. Muchísimas gracias por haber venido.
Luego se volvió hacia T. F.
–Y también a usted, comandante –añadió al tiempo que cerraba la puerta detrás de él y se llevaba a Catherine a la intimidad de su propio despacho.
La hizo sentarse delante de su escritorio y le ofreció un cigarrillo «Players», que la mujer rehusó. Tras encender un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior, se acomodó en su sillón, valorándola, estuvo segura Catherine, a través de sus semicerrados ojos.
–Perdóneme, por favor, toda esta comedia que ha acompañado su visita aquí –comenzó.
–Lo comprendo muy bien, señor –replicó Catherine–. Estoy segura de que ha sido algo necesario.
–En efecto. Incidentalmente –le sonrió Ridley con seductora calidez–, me gustaría decirle que dentro de esta oficina podemos dejar de lado las formalidades militares… Al igual que usted, yo soy esencialmente un civil.
Se llevó las manos a la nuca y se retrepó en su sillón.
–Hemos empleado este procedimiento porque, como estoy seguro de que apreciará, no existe un secreto más precioso en estos días que el secreto de la invasión.
–Claro…
–Se trata –prosiguió Ridley, que evidentemente elegía sus palabras con el mayor cuidado– de un secreto que nadie en el SOE, ni siquiera el coronel Buckmaster o el comandante Cavendish, conocen. Absolutamente ninguno. La razón para esto no radica en una falta de confianza hacia el SOE. Deriva del simple hecho de que la mayor parte de los nuestros se encuentran en situaciones en las que se hallan expuestos a ser detenidos por los alemanes, por lo que hemos sentido que era necesario aislar a toda la organización del conocimiento de cuándo, dónde y cómo tendrá lugar la invasión.
«En nombre de Dios, ¿por qué me está diciendo todo eso?», se preguntó Catherine.
Sintiendo su preocupación, Ridley hizo un movimiento con su «Players».
–No se preocupe –la tranquilizó–. No trato de cargarla con la responsabilidad de tan espantoso conocimiento. Mi primera razón para haberla hecho venir aquí es muy simple. ¿Le gustaría regresar a Francia? ¿A Calais?
Catherine cruzó y descruzó las piernas, se enderezó lentamente en su asiento para permitirse tiempo para estudiar a Ridley y reflexionar acerca de su pregunta. De una extraña manera, había dejado de lado su otro ser, aquella mujer llamada Denise cuyos contornos empezaban a retroceder respecto de ella a gran velocidad. Sin embargo, su respuesta instintiva a la pregunta del coronel fue similar a la reacción que hubiera tenido en el caso de que Aristide le hubiese pedido entrar por segunda vez en el panel de control de la batería. Existen ciertos riesgos que uno puede verse forzado a correr una vez, pero no dos. Incluso los nobles zaristas, pensó, no hacían una costumbre de aquello de jugar a la ruleta rusa.
–¿Por qué desea que regrese? – preguntó.
–Para llevar a cabo una misión muy precisa y particular.
–¿Una importante?
–Muy importante. Vital.
Catherine suspiró. El atronador zumbido del sistema de ventilación le hizo acordarse del mismo ruido que escuchaba en la «Batería Lindemann».
–¿Y por qué yo? ¿No puede ir algún otro?
–Naturalmente –replicó Ridley–. No soy una persona que crea que un hombre o una mujer deban ser indispensables… Sin embargo, usted está especialmente calificada para realizar lo que queremos. Lo cual, debo añadir, no es exorbitantemente peligroso o difícil. Mucho menos peligroso que todas las acciones que ya ha llevado a cabo con tanto valor.
Le asestó una cálida sonrisa. «Resulta fascinante –pensó Catherine– cómo algunas sonrisas de los hombres ganan tu confianza en un minuto, mientras que con otros toda una vida de engatusamiento no conseguirá que dejes de ser desconfiada.»
–¿Y para quién debería realizarlo? – preguntó–. ¿Para usted? ¿Para el SOE?
Los párpados del coronel parecieron cerrarse cansinamente mientras estructuraba su respuesta.
–Conseguiremos que el SOE esté convencido de que lo hace para ellos, o bajo sus instrucciones. En realidad, lo efectuará según una mayor autoridad.
Catherine respiró hondo y dejó que el aire estallase en sus pulmones.
–Muy bien –repuso–. No puedo decir que me muera de ganas de ir, pero, en vista de lo que acaba de decir, lo haré…
–Pensé que ésa sería su respuesta –replicó Ridley–. En realidad, tras estudiar su expediente, estaba casi seguro de que sería de este modo.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó un expediente en cuya cubierta Catherine pudo leer las palabras «SECRETO» y «FANÁTICO» impresas en letras rojas y púrpuras.
–Debo decirle que mantenga cada palabra que intercambiemos en el secreto más absoluto. Nadie, excepto usted y yo, y no Cavendish ni Buckmaster, o cualquier otra persona del SOE, absolutamente ninguna, debe tener conocimiento de lo que ha pasado entre nosotros. ¿Puedo confiar haber hablado con claridad?
–En efecto. Ciertamente lo ha hecho.
Ridley abrió el expediente y Catherine vio que contenía una copia del plan de Aristide para sabotear la «Batería Lindemann». Lo cogió y lo dejó encima de la mesa.
–Este plan es excelente…
Ridley dio una profunda chupada a su «Players» y hojeó el expediente.
–Se le ha estudiado con gran cuidado por parte de nuestros mejores técnicos. Como resultado de su trabajo, tenemos una modificación que proponer.
Había encontrado lo que andaba buscando, un dibujo de ingeniería en tinta china.
–Probablemente no valga la pena descender con usted a todos los detalles técnicos. Resultarán de lo más evidente a su ingeniero de la central eléctrica cuando vea este plano. Esencialmente, constituye un modo de cambiar la forma en que la sobrecarga de electricidad llegue a la línea que alimenta la batería. Ayudará a garantizar el éxito del plan.
Metió otra vez el esquema en el expediente.
–Lo reduciremos a un microfilme y lo colocaremos en una de esas falsas cerillas con las que ya está familiarizada. Nos gustaría que se lo llevase a Aristide.
–¿Y cómo se supone que he de regresar? ¿En un «Lysander»? ¿En paracaídas? – preguntó Catherine.
–La luna de junio se presentará dentro de unos días –explicó Ridley–. Cuidaremos de que tome el primer «Lysander». Lo cual me lleva a la segunda y en realidad parte más secreta de su misión.
Ridley se dejó caer hacia atrás en su silla y escudriñó el techo.
–Supongo que se percata –le dijo– de que sólo podemos contar con que esos cañones estén fuera de servicio durante un limitado período de tiempo como resultado de ese sabotaje…
–Sí. Aristide me explicó algo acerca de que a los alemanes les llevaría veinticuatro horas sustituir los motores que él desea destruir.
–Eso es ser demasiado optimista. Nosotros sólo creemos contar con doce horas. No más.
Ridley se inclinó hacia delante y unió las manos delante de él encima del escritorio.
–Todo depende de mantenerlos fuera de combate precisamente durante doce horas del período de luz solar. Si se les deja fuera de servicio demasiado pronto o demasiado tarde, nos enfrentaremos a un desastre de impredictibles dimensiones. Por lo tanto, el cálculo del tiempo resulta del todo vital para el éxito de esta operación. ¿Queda esto bien claro?
Sus palabras, con todas sus escalofriantes implicaciones, resultaban inconfundibles en su significado. Sólo podía existir una razón, pensó Catherine, para que el cálculo del tiempo fuese tan importante.
–Muy claro –susurró Catherine, espantada por lo que estaba ocurriendo entre ellos.
Ridley tomó un segundo trozo de papel de su carpeta y lo deslizó encima del escritorio. En el mismo se señalaban las dos frases en clave sugeridas para la «BBC» y que Aristide le había dado en Calais, para que las llevase a Londres como desencadenantes de la operación, en el caso de que Cavendish decidiera seguir adelante:
A) Nous avons un message pour petite Berthe
.
B) Salomón a sauté ses granas sabots
.
–Supongo que ya lo habrá memorizado antes… Cuidaremos de que lleguen a la «BBC».
Luego, Ridley le explicó lo que implicaría el momento en que cada mensaje se radiase por la «BBC».