Juego mortal (Fortitude) (53 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Se tomó un largo trago de su oporto.

–Y también existe otra razón detrás de mis especulaciones.

–¿De qué se trata? – preguntó T. F.

–Ya sabe que los ingleses hemos gobernado el mundo durante los últimos doscientos años. Nuestros siglos de Roma. Y creo que los historiadores del futuro juzgarán que lo hemos regido bien, teniendo en cuenta todas las cosas.

Bebió un poco más de su copa.

–Pues bien, nuestro tiempo ha pasado. Nuestro Imperio no sobrevivirá a esta guerra. El mando pasará a ustedes, los americanos. Tendrán que ejercitar el poder no sólo en nuestro nombre, sino en nombre de docenas de otros pueblos más débiles, que buscarán un liderazgo en su país. Y los hombres jóvenes como usted, comandante, disciplinados y endurecidos por esta guerra, serán los que deban proporcionar esa jefatura. ¿Estarán preparados? Porque depende mucho de ello.

–Sí –convino T. F.–. Probablemente emergeremos de la guerra como una de las dos potencias más importantes del Globo. Junto con los rusos.

–Con los rusos, eso es. Y van a ser unos adversarios incluso más rudos e implacables que los nazis contra los que ahora combatimos. Nosotros tenemos a nuestra disposición generaciones en las que aprender cómo se ejercita el poder. Pero ustedes no. Tendrán que aprenderlo aquí, en el caldero de esta guerra, lo que necesitarán saber cuando la contienda haya terminado y el mundo sea suyo. Siempre existirá una especie de encantadora ingenuidad en el punto de vista norteamericano del mundo, un ardiente deseo de mantener a Estados Unidos puro, tanto en ejecución como en intenciones. Pero deberán renunciar a esto.

–¿Por qué? – protestó T. F.–. Existe cierto idealismo detrás de ese punto de vista.

–El idealismo, mi querido comandante, es un lujo que sólo se pueden permitir los débiles de este mundo.

–Eso parece más bien una manera cínica de ver las cosas.

–El ejercicio de un gran poder, por su misma naturaleza, comandante, es un proceso cínico, algo que ustedes los americanos han sido particularmente reluctantes en comprender.

Ridley suspiró como si comenzase a cansarle su papel de profesor.

–El general Donovan y algunos de los suyos están comenzando a comprender todo esto, gracias, en parte, según prefiero pensar, a nuestra tutela.

Se frotó la frente con los dedos y luego, lentamente, apagó el cigarro en el cenicero que se encontraba al lado de su sillón.

–Espero que usted lo conseguirá también. Debe aprender bien las lecciones, comandante, porque, créame, necesitará de todo eso en los años venideros.

Comenzó a levantarse, pero luego se sentó de nuevo.

–Una última palabra antes de que nos unamos con nuestras damas. En este lóbrego mundo nuestro, debe comprender que, si va a verse implicado en alguna de estas cosas, no debe nunca, nunca, admitirlo a nadie después. Debe marchar entre ellos determinado a que no revelará jamás lo que ha hecho, que se irá a la tumba negando de forma resuelta que todo eso haya llegado nunca a suceder.

Se puso en pie y T. F. le siguió a través del largo corredor de la mansión, de regreso a la sala de estar. Allí también las brasas del fuego relucían en la chimenea. Deirdre y Lady Gertrude estaban sentadas una al lado de la otra en un gran sofá verde. La esposa de Ridley tejía laboriosamente una chaqueta de punto para su marido.

–Qué… –sonrió Lady Gertrude–, ¿ya habéis resuelto todos los problemas del mundo para nosotras?

Ridley gruñó una respuesta y comenzó a hurgar en los leños de la chimenea con un atizador de hierro. De forma clara, las palabras de Lady Gertrude habían constituido una frase ritual más que una pregunta. Ella y Deirdre habían vuelto ya a discutir a fondo el infortunio de cualquier amiga de la que hubieran estado hablando. T. F. se instaló en un sillón, aún sacudido e incómodo por su conversación en la biblioteca. Miró el reloj. ¿Cuánto tardaría, se preguntó, en subir Deirdre al piso de arriba? Ridley le proporcionó pensativamente la respuesta al cabo de unos cuantos minutos de charla trivial, al anunciar que estaba agotado. Tras una larga serie de darse las buenas noches, finalmente se encaminaron al piso de arriba. Ella abrió la puerta de su dormitorio, sonrió, y le indicó que pasara.

–Tú y Lady Gertrude parecéis viejas amigas –observó T. F., cerrando agradecido la puerta del cuarto detrás de él mientras hablaba.

–¿Amigas? Dios mío, no. No puedo soportarla.

Deirdre cruzó el cuarto, se desabrochó la chaqueta de su traje sastre muy bien cortado a medida y la colgó en el respaldo de una silla. Llevaba una blusa blanca de algodón lisa, que oprimía con fuerza sus firmes y turgentes senos. Se acercó a T. F.

–Una dama inglesa selecciona a sus amigas con sumo cuidado.

Riendo mientras rodeaba el cuello de T. F. con sus brazos, sacudió su cabellera y se lo quedó mirando con aquellos sus maliciosos ojos.

–Los amantes, cariño, son un asunto por completo diferente. Dime una cosa… ¿Por qué nos encontramos aquí de pie, aún vestidos, cuando podríamos estar en la cama haciendo el amor?

Catherine seguía obedientemente detrás del graznido de las ancianas, de los colegiales, de un cura y de un par de hombres viejos que constituían los visitantes del día del castillo de Amboise. «¿Será alguno de éstos el hombre de Paul?», se preguntó a sí misma.

Su guía se detuvo de repente y ofreció al grupo una de aquellas significativas y pesadas pausas que tanto favorecían su negocio. Era un marchito anciano afectado de cojera y que se esforzaba al máximo para infundir a su descripción de reyes y cortesanos, de los torneos, de los bailes de máscaras, de las peleas de animales salvajes que en un tiempo agraciaron el patio del castillo un hálito de drama.

Ahora, señaló un arco de cemento y piedras sobre una entrada que conducía a un pasadizo subterráneo.

–En este arco –entonó–, en el año 1498, Carlos VIII se hirió mortalmente tras golpearse en la cabeza mientras se precipitaba para asistir a una competición deportiva en los fosos del castillo.

Tras haber anunciado esto, entonces, naturalmente, se paró allí e hizo unos ademanes hacia el pasadizo, con un admonitorio:

–Cuidado con las cabezas, Messieurs, Mesdames…

Qué monótono era el castillo, pensó Catherine, avanzando detrás del grupo. Las famosas ventanas con vidrios emplomados de la capilla de san Huberto se habían roto en 1940; todo el lugar parecía caerse en ruinas a causa del descuido y de la indiferencia. Se le ocurrió que no dejaba de ser una alegoría de su patria ocupada. Se demoró por la terraza con vistas a los dos ramales gemelos del Loira, que brillaban al sol de la tarde, aferrando ostensiblemente el
Je suis par tout
, aguardando a que se pusiese en contacto con ella el hombre de Paul. Nadie se aproximó.

Lentamente, la comitiva siguió su recorrido hasta su conclusión, y luego regresaron al patio de la capilla donde todo había comenzado. Hasta aquel momento nadie le había hablado. El guía se había quitado su gorra azul y extendido la mano, murmurando el clásico ruego:

–No se olviden del guía.

«Merde
–pensó–, ¿qué diablos estoy haciendo aquí?» Forcejeando para encontrar una respuesta, metió la mano en el bolso en busca de una moneda, la oprimió contra la mano del hombre y musitó:

–Gracias.

–Ah, Madame –le contestó–. Si Carlota de Saboya era tan bonita como usted, Luis XI fue un hombre muy afortunado.

Ella le brindó una sonrisa de sorpresa y alivio, junto con su frase de contestación.

–Afuera, en la puerta principal –le susurró–, dentro de diez minutos.

Se presentó exactamente en el tiempo previsto. Con un movimiento de cabeza, le indicó que le siguiese. Bajó la rampa del castillo y dobló luego la esquina hacia un cobertizo construido en el muro de contención del castillo. Dentro había dos bicicletas.

–Sígame a unos veinticinco metros –le explicó–. Pasaremos el puente y luego nos dirigiremos hacia el Norte durante un par de kilómetros. A continuación, abandonaremos la carretera principal, en dirección a una meseta. Cerca de la cumbre pasaremos frente a un hombre que estará partiendo leña al lado de una pista polvorienta. Estará también silbando
Je tire ma reverence
. Hay un albergue de piedra. Paul se encontrará dentro. Si el leñador no está allí o si no silba, deje de seguirme.

Todo salió bien. El leñador ni siquiera alzó la mirada hacia ella al pasar a su lado, pero su silbido del estribillo de la canción resultó inconfundible. El albergue se hallaba al extremo de la carretera donde el guía había afirmado que estaría. La mujer abrió la puerta. Dentro se veía a media docena de hombres. Uno de ellos preparaba café. Paul, con una amplia sonrisa en su rostro, avanzó hacia ella.

–¿Has disfrutado de tu visita al castillo? – le preguntó con una torcida sonrisa.

Le trajo una taza de café y la instaló sobre un montón de paja cubierto con tela de arpillera en un extremo del albergue. No hubo presentaciones. Una, sin embargo, no era necesaria. El norteamericano se encontraba apoyado contra la pared, fumando, mirando atentamente el suelo. Era un gigante. Alguien le había metido en un mono azul de trabajo, por lo menos tres tallas más pequeño, probablemente, pensó Catherine, porque ningún obrero de Francia era tan corpulento como él. El hacerle pasar furtivamente ante los alemanes, se imaginó que debía de haber sido tan difícil como tratar de ocultarle a un gallo la salida del sol.

Paul miró hacia él y sonrió a Catherine.

–No puede creer lo que le está sucediendo, y no le echo la culpa. Fue derribado anteayer por la noche. Cree que perdió a toda la tripulación. Se arrojó en paracaídas. Ha cruzado todo París a pie, ha viajado 400 kilómetros en tren sin el menor documento de identidad, incapaz de hablar una sola palabra en francés y ahora le decimos que desayunará en Inglaterra.

Paul se dio unos golpecitos en la cabeza.

–Opina que estamos chiflados.

Exactamente antes de las 9.15, Paul sacó una radio portátil de debajo de la paja y la conectó. El albergue quedó silencioso. Paul escuchó con atención la letanía de la «BBC» de mensajes personales, luego apagó el aparato y se puso en pie.

El aire autoritario que tanto la había sorprendido cuando llegara, apareció de nuevo en él.

–Atención todos –ordenó–, escuchad atentamente. El vuelo está al llegar. El que no hayamos visto alemanes por aquí hoy, no quiere decir que no estén presentes. Por lo tanto, deseo que todos sigáis mis instrucciones con la mayor exactitud. Existe una línea férrea a un kilómetro y medio de distancia, que deberemos cruzar antes de las diez, cuando los guardianes entran de servicio. Hemos de ir en fila, con diez metros de distancia de uno a otro. Sin hablar, sin fumar y sin toser si podéis evitarlo. Si algo sucede, no os dejéis dominar por el pánico. Simplemente, echaos al suelo. Yo iré delante. Marcel –prosiguió señalando a uno de sus hombres–, detrás. No me importa si alguno de vosotros va armado, pero sólo él y yo tenemos autoridad para abrir fuego. ¿Entendido?

Se produjo un murmullo de asentimiento.

–Tradúceselo –ordenó a Catherine, señalando al piloto norteamericano.

Luego todos se dirigieron a la puerta.

Su marcha a través de la noche, bajo la luz de la luna que se alzaba con rapidez, resultó rápida y sin acontecimientos. Cuando al fin dejaron el último claro, desembocaron en un gran prado abierto que brillaba a la luz lunar. Debía de tratarse de la cumbre de la meseta hacia la que se había dirigido antes con su bici.

Paul ordenó a sus tres pasajeros que se sentaran a la sombra de un grupo de árboles, al borde del prado. Dos de sus hombres se alejaron para tomar posiciones como centinelas en las vías de aproximación a los pastos. Paul y Marcel inspeccionaron el campo en busca de agujeros, estacas o vacas errantes. Luego fijaron sus tres postes en el suelo, en forma de «L», y sujetaron unas linternas en el extremo de cada uno de ellos.

Jadeando ligeramente, Paul regresó junto a sus pasajeros.

–En cuanto el avión aterrice, los pasajeros que llegan y sus bolsas deben salir los primeros. Observadme. Cuando os dé una seña, corred hacia el aparato. La dama irá delante, tú –y señaló hacia el norteamericano y extendió dos dedos–, el segundo, y tú el tercero –concluyó, indicando al francés–. Os pasaremos vuestras bolsas en cuanto estéis en el avión.

Se sentó en la hierba al lado de Catherine y se llevó la mano de la chica a los labios, besándosela con suavidad.

–Me alegro de que te vayas –le susurró.

–Tal vez regrese.

Paul meneó la cabeza.

–No, es demasiado tarde. La invasión se producirá de un momento a otro y eso acabará con mi tarea.

Estaban sentados uno al lado del otro en la oscuridad, apretándose las manos en silencio. Catherine sintió que Paul estaba tenso y se le quedó mirando. Una vez más, tenía aquel aire de animal acosado, que siente cómo se aproxima el peligro, que Catherine había percibido la noche en que llegó. Luego escuchó el ruido que le había alertado, el distante zumbido del motor de un avión. La besó ardientemente.


Au revoir, mon amour
–susurró.

Al instante siguiente, ya había echado a correr a través del prado hacia sus estacas, con Marcel detrás de él. De repente, la silueta del avión, algo negro que emergía contra la plateada luz de la luna, se halló por encima de sus cabezas. Vio el intercambio de destellos de Paul con el piloto y, segundos después, el avión comenzó a rugir sobre el suelo. Desde el grupo de árboles, vio unas figuras que saltaban del avión y a Paul que les hacía ademanes para que siguiesen adelante. Apenas tuvo tiempo de apretarle la mano al subir al aparato. Sus dos compañeros le siguieron, Paul cerró la carlinga y desapareció. El piloto aceleró el motor y el avión, rebotando y bamboleándose, se precipitó por el prado y se alzó del suelo. Segundos después, se habían perdido en la negrura del firmamento. Detrás de ella, el americano se removió.

–Nunca llegué a creer en esta jodida cosa –gruñó.

Catherine se hallaba profundamente dormida cuando el primer bote sacudió la estructura del «Lysander». Parpadeó al seguirle dos brincos más y, volviéndose para mirar por la ventanilla, divisó borrosamente árboles y edificios que pasaban con rapidez ante ella. Estaban ya en tierra. Durante un segundo, deseó gritar en señal de triunfo.

–Bienvenidos de regreso a Blighty –les gritó el piloto por encima del rugido de los motores.

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