Ambos hombres estudiaron el mapa en busca de pistas para su final y crítica información: ¿de dónde procedería el asalto aliado? El equilibrio de fuerzas entre las situadas en el sudoeste de Inglaterra enfrente de Normandía y Bretaña, y las que se hallan en el sudeste enfrente del Pas de Calais seguía muy próximo, pero continuaba claramente la deriva hacia el Sudeste.
–«¿Por qué los aliados se arriesgarían en este ancho cruce del mar hacia Normandía o Bretaña, cuando pueden hacerlo desde Dover a Calais, donde el canal tiene sólo treinta kilómetros de anchura?»
La pregunta de Von Roenne era más bien de tipo retórico. A fin de cuentas, la respuesta se basaba en el abrumador peso de la lógica y Von Roenne era un hombre lógico.
–Su principal ataque –concluyó con el apoyo de su delegado– debe esperarse en uno u otro lado del Pas de Calais, con la mayor concentración en el sector costero del noroeste de Francia.
Sir Henry Ridley y sus compañeros simuladores en la Sección de Control de Londres, no podrían haber preparado un mejor informe a los ojos de Hitler, en el caso de haberlo escrito ellos mismos.
Londres
«Si la Luftwaffe pudiese arrojar una bomba en este edificio –pensó T. F. O'Neill–, Alemania ganaría la guerra de una sola tacada.» Nunca antes, ni siquiera en las grandes conferencias de Quebec, Casablanca y Teherán, se habían concentrado tantos dirigentes aliados importantes bajo un mismo techo. El rey Jorge VI, Winston Churchill, los miembros del Gabinete de Guerra, el mariscal de campo Ja Christian Smuts, de Sudáfrica, aparecían sentados en la primera fila. Detrás de ellos, al igual que escolares reunidos para recibir un rapapolvo por parte de su director, se veía banco tras banco ocupado por generales, almirantes, mariscales jefes del Aire. Se sentaban en unos curvados bancos de madera de duro respaldo, situados en el anfiteatro gótico de dos pisos. Unas columnas negras de madera soportaban una galería llena de otro tapiz humano de galones dorados y estrellas. Si Waterloo se había ganado en los campos de juego de Eton, en este caso la Historia podría un día registrar que la batalla para liberar Europa se había ganado aquí, en «Saint Paul's School», en las afueras de Londres, en los mismos bancos de madera donde el comandante de la invasión sobre el terreno, el general Bernard Montgomery, en un tiempo había conjugado verbos latinos y meditado sobre la complejidad de las ecuaciones algebraicas.
La reunión había sido convocada este lunes, 15 de mayo, para proporcionar una última revisión de la invasión de Europa occidental. Tan enormes eran las consecuencias de la operación, tan graves los riesgos que la aguardaban, que el auditorio, según le pareció a T. F., temblaba a causa de la tensión colectiva de los hombres allí reunidos. Mucho antes de que el general Dwight D. Eisenhower hubiera solicitado el orden en la reunión, ya la sala se había quedado silenciosa, aquietando por una vez la gravedad del momento las voces de generales y almirantes, por lo común enamorados del sonido de su propia y tonante retórica.
Eisenhower habló durante diez minutos y luego tomó el relevo Montgomery. Era la primera vez que T. F. veía al legendario vencedor de El Alamein en persona. No le decepcionó. Parecía botar en el estrado, señalando las articulaciones y arboledas de la maqueta de la zona costera francesa, con su puntero con el extremo de goma, como si cada uno de sus movimientos pudiese desalojar una batería de cañones enemiga. Su voz de orador era algo aguda para un gran capitán, según pensó T. F., con su tono más bien delicado y pedante. El contenido de su larga perorata, no obstante, reveló tantos detalles de la estrategia de invasión, tal maestría en sus intrincados detalles, al igual que la confianza de aquel hombre y su competencia, que compelía a la admiración incluso de sus más feroces críticos presentes en la sala.
–Hay sesenta Divisiones enemigas en Francia –previno–. Diez de ellas son Panzer y doce de Infantería mecanizada.
La mayoría de los hombres en su auditorio eran ya conscientes de todas aquellas cifras; sin embargo, el oírlas proferir allí, ante el modelo a escala de las playas, los acantilados, los pueblos costeros en los que las tropas aliadas dentro de muy poco deberían arriesgar sus vidas, no dejaron de conmocionarles.
–Rommel –declaró Montgomery respecto de su viejo enemigo en África– es un comandante enérgico y determinado. Sabemos que hará todo lo posible para repetir lo de Dunkerque el «Día D», para forzarnos a concentrarnos en las playas y mantener Caen, Bayeux y Carentan en manos seguras. Si se mantiene firme en esos tres lugares, nos hallaremos en una situación en extremo difícil.
Montgomery hizo una pausa y volvió junto a su modelo a escala.
Estaba convencido de que su antiguo rival se hallaba en un error. No era en las playas donde se ganaría la batalla de Francia, sino que en las primeras horas del asalto se determinaría el resultado.
–Llegaremos al momento crítico en nuestro asalto cuarenta y ocho horas después de llegar a tierra –prosiguió–, la noche del D + 2. Para entonces,
Overlord
se habrá convertido en una amenaza dominante que requerirá de la concentración de todas las fuerzas alemanas disponibles. Trece Divisiones pueden hallarse camino de Normandía. Su sangriento contraataque es probable que se produzca en cualquier momento después de D + 6, cuando el número total de las Divisiones enemigas que se opongan a nosotros pueden llegar a ser veinticuatro, diez de ellas Panzer.
Se trataba de una aterradora perspectiva. Los aliados podrían tener aquel día en su cabeza de playa normanda, si todo iba bien, quince Divisiones, dos de ellas blindadas, todas ellas agotadas y heridas tras su combate por desembarcar.
Montgomery hizo otra pausa y se quedó mirando durante un momento a su auditorio. Desde Churchill y el rey, hasta los más oscuros coroneles y capitanes de los bancos traseros, todos le contemplaban con silenciosa preocupación, cada cual sopesando a su propio modo el frágil equilibrio del que tantas cosas dependerían.
–Caballeros –previno Montgomery–, existen muchas situaciones azarosas en nuestra empresa.
Si aquellos hombres reunidos en «Saint Paul's School» aquel día de primavera, hubieran sido conscientes de lo que sucedía al otro lado del canal de la Mancha, su preocupación acerca de las perspectivas de la invasión y de su éxito, hubieran llegado a alcanzar auténtica alarma. Se les ahorró aquella angustia porque «Ultra», el gran oído que había permitido a los aliados escuchar tantos de los preciosos secretos de sus enemigos, se había quedado sordo. El Estado Mayor de Hitler se comunicaba con los cuarteles generales de Rommel en el Cháteau de La Roche Guyon, y con Von Rundstedt en los suburbios de París por teléfono y télex, sistemas ambos inmunes al fisgoneo de «Ultra». Y a medida que abril desembocó en el mes de mayo, la carga de las comunicaciones de Hitler con aquellos cuarteles generales se enfocó hacia un lugar, aquél en el que Hitler ya había profetizado que sus dubitativos mariscales de campo serían el objetivo del asalto aliado: Normandía. El día 2 de mayo, su OKW había mandado un télex a Rommel y a Von Rundstedt para que aguardasen la esperada invasión aliada en cualquier momento entre mediados de mayo, con el 18 de mayo como fecha más probable. «Principal punto de concentración y más probable –decía el télex–: Normandía.»
El Jefe de Estado Mayor de Hitler, el general Jodl, había telefoneado al cuartel general OB Oeste de Rundstedt a las siete de la noche del 9 de mayo para reiterarle aquel asunto. No pudo ser más específico y preciso.
«La península de Cotentin –subrayó Jodl– será el primer objetivo del enemigo.»
Tal manifestación del genio estratégico del «cabo bohemio» había dejado al último caballero teutónico de Alemania completamente frío. Sus pensamientos seguían fijos con firmeza, como había sucedido en Berchtesgaden, en marzo, en las zonas de pólderes de Flandes. Allí, estaba seguro, sería donde desembarcarían los aliados. Su preocupación no se relacionaba con el lugar de su desembarco, sino en cómo podría hacer frente al mismo una vez estuviesen en tierra, y en esto su enemigo jurado era su subordinado, Rommel. La insistencia de Rommel en que la invasión debía detenerse en las playas de desembarco, mantenía Von Rundstedt con helado desdén, resultaba un pensamiento sólo digno de un comandante al frente de un regimiento. Los aliados conseguirían llegar a la playa. Nada en los cielos y la tierra impediría eso. Como Montgomery había predicho a su auditorio en «Saint Paul's School», el momento crítico tendría lugar tres o cuatro días después de que desembarcasen, cuando sus suministros serían aún inseguros y sus tropas se estarían recuperando de las pérdidas sufridas al llegar a tierra. Entonces, les dijo Von Rundstedt a su Estado Mayor, su gran invasión «se convertirá en una jadeante y varada ballena». Éste sería el momento en que deberían dar un golpe furibundo, final y fatal las Divisiones Panzer en masa, exactamente aquella posibilidad que tanto temían los hombres congregados en «Saint Paul's School». Al hacerlo así, explicó, se evitarían las fintas y diversiones que los aliados realizarían para que cayesen en una trampa, tras lo cual Alemania podría ganar la guerra.
La noche del 15 de mayo, mientras los hombres que habían asistido a la reunión informativa de «Saint Paul's School» regresaban a sus cuarteles generales, su rival, Rommel, se hallaba sentado ante su escritorio en el castillo de los duques de La Rocheufoucauld, en La Roche Guyon. Aquella mesa taraceada del Renacimiento, en la que el ministro de la Guerra de Luis XIV había firmado la revocación del edicto de Nantes, tenía instalada una línea telefónica directa con el cuartel general de Hitler. También Rommel sentía curiosidad por ver qué yacía bajo aquella fijación del Führer respecto de Normandía. Llamó a sus cuarteles generales.
–El Führer –le informó Jodl– posee cierta información que revela que «la captura del puerto de Cherburgo sería el primer objetivo del desembarco aliado».
¿Se trataría de un retazo del RSHA de Himmler, del espionaje de
Cicerón
, el criado-espía en la Embajada británica en Turquía, o simplemente instinto del Führer?
Jodl no podía decirlo.
Su informe llevó a Rommel a realizar una gira de inspección a la península de Cotentin. A últimas horas de la tarde del miércoles, 17 de mayo, Rommel y el almirante Frederick Ruge, su ayudante naval, se encontraban de pie sobre una duna de arena que se alzaba detrás de una playa, a diez kilómetros del encantador pueblo normando de Sainte-Mére-Église. El cielo aparecía encapotado y una gentil brisa hacía susurrar los brezos en los páramos que les rodeaban. Ruge señaló a la solitaria faja de arena, llamada en el modelo a escala de «Saint Paul's School», cuarenta y ocho horas antes, «Utah Beach».
–Ahí –le dijo a Rommel– es donde desembarcarán.
Allí, explicó, su flota quedaría abrigada por la espina dorsal de la península de los vientos prevalentes; aquí las traidoras e impredictibles aguas del canal eran de lo más dóciles.
Durante largo tiempo, Rommel estudió las grises aguas en lúgubre silencio, reflexionando acerca de la predicción del marino. Su propia mente se hallaba fija mucho más al Norte, por encima del Somme donde se había encontrado desde el momento en que tomara el mando. Nada podría arrebatarle su convicción.
–No –respondió, finalmente, a Ruge–. Llegarán por donde la travesía es más corta, donde sus cazas se hallarán más cerca de sus bases.
Unos minutos después, reunió a los hombres del regimiento que defendían la playa para darles una breve exhortación.
–No busquéis al enemigo de día, cuando brille el sol –les previno–. Llegarán de noche, amparados en ella.
Por lo menos, en aquella predicción, el mariscal de campo Erwin Rommel demostraría que se hallaba en lo cierto.
L
AS PARCAS CAMBIAN DE CABALLOS
Londres - París - Berlín
29 de mayo - 6 de junio de 1944
Era un día de verano, el seis de junio
:
me gusta ser preciso en fechas, no sólo de
la edad, y del año, sino de la luna; existe
una especie de casa de postas donde las
Parcas cambian de caballos, haciendo
que la Historia cambie de ritmo
.
(Lord Byron)
«Don Juan»
A primeras horas de la mañana del lunes, 29 de mayo de 1944, una pequeña pero impresionante caravana de coches se deslizó, desde un Londres que se despertaba, hasta las verdes y placenteras colinas de Sussex. Su destino era una mansión con columnas llamada «Southwick House», que se asentaba en un encrespamiento de las tierras altas por encima del puerto de Portsmouth. Con aquel movimiento el general Dwight D. Eisenhower trasladaba sus guiones desde la capital de Inglaterra a los cuarteles generales avanzados, desde los que dirigiría el asalto a la Europa de Hitler. Para su primera reunión en «Southwick House», Eisenhower convocó a los hombres que, a partir de ahora, se convertirían en sus consejeros más valiosos: los meteorólogos. Revisaron sus cálculos basados en informaciones que les habían estado llegando desde sus observadores del tiempo en aviones, submarinos, buques y estaciones en las playas, desde el mar de las Antillas hasta la norteña Islandia. Los presagios eran de buen augurio. El tiempo primaveral incomparable que abarcaba Europa occidental desde el mes de mayo, predijeron que se mantendría, por lo menos, durante cinco días más. Eisenhower reflexionó durante un momento y luego lanzó su primera orden desde su nuevo cuartel general. El «Día D» tendría lugar, exactamente, dentro de una semana, el lunes, 5 de junio, el primero de los tres días de comienzos de junio en los que la concurrencia de la luna y de las mareas proporcionarían las condiciones deseadas para el desembarco. Había comenzado la cuenta atrás de la invasión.
El requerimiento resultaba de lo más desacostumbrado. Asimismo, mientras se tomaba su primera taza de té del día en el cuartel general del SOE, el comandante Frederick Cavendish sólo recordaba otro incidente que vagamente pudiese compararse con éste. Había sucedido casi un año antes, a principios de mayo de 1943. El general Sir Colin Gubbins, el jefe supremo del SOE, se había presentado ante el superior de Cavendish, el coronel Maurice Buckmaster, con una orden concisa. El Primer Ministro deseaba una audiencia privada con un joven oficial llamado Francis Suthill, que dirigía una importante red del SOE en la zona en torno de París. Gubbins ordenó que regresase inmediatamente a Londres.