»–¿Qué ha sucedido? – le pregunté.
»–Exactamente lo que me temía que sucedería –explicó–. Winston se puso hecho un basilisco: «Si esos malditos tipos no pueden dar con un nombre en clave mejor –me gritó–, seré yo el que invente esa maldita palabra en clave.» Se retrepó en su sillón y dijo:
«¡Overlord
! (Jefe supremo.) La llamaremos
Overlord…»
Ridley sonrió agradablemente al recordar aquel momento.
–Por lo tanto, mi querido comandante, llegará un día en que describa a sus nietos el papel que desempeñó en esta extraordinaria operación nuestra que, gracias a Dios, será conocida por la posteridad como
Overlord
en vez de por
Bola de naftalina…
Se rió entre dientes.
–
¡Bola de naftalina
! ¿Se imagina a nuestros futuros historiadores esforzándose por preparar sus portentosos relatos de la Operación
Bola de naftalina
!
Sonrió hacia el lado de la mesa de Lady Gertrude.
–Querida, ¿por qué no os refrescáis un poco tú y Deirdre mientras el comandante y yo vamos a la biblioteca a tomarnos una copa de oporto?
Incluso en una ocasión tan informal como aquella noche, T. F. vio que los ingleses no se salían de sus costumbres.
Ridley condujo a T. F. por el vestíbulo hasta una biblioteca oscura y con paneles de madera. Resultaba claramente el santuario de aquel nombre, una ciudadela en la que no entraban huéspedes no invitados. La chimenea estaba encendida. Encima de la repisa se veía una pintura al óleo de un caballero con peluca y toga de abogado, y que miraba desaprobadoramente hacia la estancia.
–¿Uno de sus antepasados? – le preguntó T. F.
–En realidad, mi abuelo –replicó Ridley–.
Lord Chief Justice
antes de la Primera Guerra Mundial. Tuvo una muerte muy bella, pobre hombre. Cayó fulminado de un ataque cardíaco mientras disparaba a los urogallos en los pantanos escoceses una mañana de agosto…
El inglés cogió una pulida caja de palo de rosa de uno de los estantes de la librería.
–¿Un cigarro? – preguntó, ofreciendo su
humidor
a T. F.
«Habanos de antes de la guerra», pensó T. F. mientras aceptaba su ofrecimiento. Ridley eligió un puro para él, lo cortó meticulosamente con un cortapuros de plata y se lo devolvió a su invitado ya dispuesto para que lo encendiese. De un aparador sacó una garrafa de cristal georgiana y sirvió dos copas de oporto.
–A su salud –dijo, alzando su copa hacia T. F.–. ¿Puedo decirle otra vez lo complacidos que nos encontramos de que esté con nosotros?
T. F. enrojeció levemente y alzó a su vez su copa.
–A la suya… –replicó–. Es un honor el trabajar para usted, señor.
Ridley le hizo un ademán para que se acercara a uno de los dos grandes sillones de cuero que se hallaban enfrente de la chimenea y se instaló amistosamente en uno de ellos.
–Debo contarle otra historia, comandante.
Algo en su sonoro e incitante tono le sugirió a T. F. que aquello era algo más que una pequeña charla al lado de la chimenea, que su invitación a venir aquí para aquel fin de semana, su paseo, su encantadora cena y tal vez que todas las bien diseñadas paradas en el camino hacia su sobria biblioteca.
–Me temo que no sea tan humorística como la historia de
Overlord
, pero sí una que no carece de significado para nuestro trabajo. En el otoño de 1942, ustedes, los americanos, tenían una fuerza muy importante de asalto, la Task Forcé 34, que transportaba a las tropas de Patton al otro lado del Atlántico para desembarcar en el norte de África.
Ridley bebió su oporto, lo saboreó durante un momento y luego continuó:
–Gracias a «Ultra» localizamos una manada de lobos compuesta por ocho submarinos alemanes que se encontraban exactamente al sur de las Canarias para interceptar la ruta de la Task Forcé hacia Casablanca. Si daban con su Task Forcé tendríamos un desastre en nuestras manos. Dio la casualidad que teníamos un convoy que venía de vacío, su nombre era SL125, y que se encaminaba hacia la costa sudatlántica, hacia su hogar en Sierra Leona. En aquel momento sabíamos que una de nuestras claves marítimas había sido descubierta por los alemanes.
T. F. dejó su copa de oporto de cristal encima de la mesa, al lado de su sillón, casi tan furtivamente como si cualquier ruido o movimiento pudiese alterar el sonoro ritmo de la voz de Ridley. «Se trata de una parábola –pensó–, no de una historia, y significará alguna clase de lección para mí.»
–Por lo tanto, dispusimos comunicarnos con el convoy con aquel código, un mensaje que requería que nos diesen como respuesta su posición. El resultado de ello, como ya esperábamos, fue que la manada de lobos interceptase su mensaje y se encaminara hacia el Sur. Se precipitaron sobre el convoy como lebreles contra venados y hundieron trece navios en tres días. Naturalmente, mientras realizaban aquello, la Task Forcé de Patton pasó a salvo.
Ridley sorbió su oporto y se quedó mirando las oscilantes llamas. «¿Veía allí –se preguntó T. F.– un reflejo de aquellos marineros británicos a los que había condenado a muerte en aquellas aguas infestadas de tiburones del Atlántico Sur?»
–¿Cuántos marineros perdió? – preguntó T. F.
–Centenares.
Ridley continuó mirando morosamente el fuego.
–Algo muy triste, pues la vida humana es la materia prima de la guerra, lo mismo que el hierro es la materia prima para los altos hornos. Si en vez de ello hubieran hundido trece de los transportes de Patton, ¿cuántos centenares más de soldados norteamericanos se habrían perdido? Los alemanes habrían sido conscientes de la aproximación de la Task Forcé. Y, ¿quién sabe? Tal vez hubieran fracasado los desembarcos de Casablanca.
Ridley suspiró.
–Le cuento todo esto, comandante, porque estoy seguro de que llegará a percatarse de que se trata de un mundo lóbrego y sucio este al que le han asignado sus superiores en Washington. ¿Conoce por casualidad a Malcolm Muggeridge?
–No –replicó T. F.–. Lamento que este nombre no signifique nada para mí.
–Es uno de esos tipos escritores. Un sujeto cascarrabias. Personalmente, no me preocupa. Sin embargo, el otro día dijo algo de su gente del OSS que más bien me conmocionó. Supongo que no se lo tomará como una ofensa si se lo repito. Se parecen más bien, afirmó, a unas
jeunes filies en fleur
, sacadas directamente de su colegio de monjas, todas frescas e inocentes, y arrojadas a esta casa de putas en la que trabajamos en nuestro mundo del espionaje.
T. F. se echó a reír.
–Sí –replicó–, debe convenir en que esta descripción es muy correcta…
Ridley sonrió con aquellos ojos suyos semicerrados.
–En efecto. Ya ve, el trabajo de espionaje necesariamente implica mucho engaño, muchas mentiras y numerosas traiciones, lo que de forma inevitable deforma el carácter de aquellos que lo practican. Es un mundo en el que me he visto implicado de una forma u otra desde la Primera Guerra Mundial, y debo manifestarle que nunca he conocido a alguien comprometido en todas estas tareas en el que haya confiado por completo.
La sonrisa había abandonado ahora el rostro del inglés y a T. F. se le ocurrió un extraño pensamiento: ¿Había alguna vez alcanzado realmente a sus ojos?
–Pero debo también decirle que estoy totalmente convencido de la necesidad de lo que hacemos. Totalmente. Absolutamente.
Al cabo prosiguió.
–Perdóneme un momento –le dijo Ridley, levantándose del cómodo asiento de su butacón.
Se acercó a uno de los estantes de su librería y sacó un desvaído volumen azul. Regresó junto a T. F. y abrió sus páginas mientras lo hacía.
–Éste es lo que creo que ustedes los americanos llaman un anuario. El registro de los muchachos con los que estuve en el colegio, en Eton.
Se lo pasó a T. F., que miró, fascinado, las restregadas e inocentes caras que le miraban desde sus páginas, tan ansiosos y tranquilos con sus sombreros de copa y sus almidonados cuellos blancos.
–Mis más queridos amigos –observó Ridley, recogiendo otra vez el libro y cerrándolo con fuerza–. Cuatro años después de que se tomaran estas fotos, las tres cuartas partes de ellos estaban ya muertos. Matados en la carnicería sin sentido del Somme.
Ridley volvió a sentarse en su butacón en cierto modo menos relajado, según le pareció a T. F., que cuando se había levantado.
–«¿Quién es el hombre más virtuoso? – preguntó una vez Horace Walpole–, ¿el que engendra veinte bastardos o el que sacrifica cien mil vidas?» Nosotros hemos engendrado nuestra parte de bastardos en ese oscuro mundo nuestro. Pero si el precio de hacerlo así es prevenir esa idiota carnicería de otra horda de ingleses y norteamericanos, no existe traición vil, ningún acto pérfido, que no llevase a cabo con alegría.
Ridley tomó otro trago de su oporto.
–Usted ha expresado cierta preocupación el otro día por lo que le pueda suceder a los colegas franceses de Bruto cuando los alemanes se den cuenta de que les ha estado mintiendo. Con toda franqueza, no lo sé. Sin embargo, recuerde que todos ellos se prestaron voluntariamente a servir como espías, plenamente conscientes de cuál sería el precio de esto si les capturaban. Por lo menos, les hemos concedido tres años extras de vida.
»Sin embargo, lo que sí sé es que si un hombre como Bruto fracasa en conseguir que los alemanes se traguen nuestras mentiras, el coste para nosotros en vidas humanas será más, muchísimo más que esos sesenta franceses que pueden, o no, ser fusilados por la Gestapo porque él les ha traicionado. Debe comprender, de todos modos, una cosa, comandante, por penoso que le resulte aceptar esta noción: en este mundo en el que trabajamos, no hay lugar en absoluto para los escrúpulos.
T. F. cogió su copa de oporto y bebió un largo trago de aquel cálido líquido pardorrojizo, viendo, mientras lo hacía, aquellas largas hileras de franceses ante los pelotones de ejecución, convencidos de que eran unos mártires por la libertad de su nación cuando, en realidad, serían víctimas de una mentira dicha por alguien en Londres.
–Supongo que lo que dice es que el fin justifica los medios…
–Eso es exactamente lo que digo y precisamente lo que quiero decir.
–¿Pero no existe un límite en alguna parte?
La mente de T. F. había regresado a su general de Brigada, en el Pentágono, aquella mañana en que había salido para Londres.
–¿No existe un punto más allá del cual no deberíamos pasar sin rebajarnos a nosotros mismos, sin reducirnos al mismo plano moral que nuestro enemigo?
–Esta guerra en la que combatimos no es, como algunos de los suyos allá en Washington parecen creer, una extensión de su guerra civil. Grant y Lee, Longstrecht y Meade, y permitir que los hombres tomen sus caballos para las labranzas primaverales. Estamos en guerra con un Imperio salvaje, con un pueblo determinado a rebajar y esclavizar a razas enteras, dispuesto a asesinar y saquear mucho más de como lo hicieron las hordas de Gengis Khan. El fracasar en vencer a los nazis significaría el fin de nuestra sociedad. Y la supervivencia de nuestra sociedad es un fin supremo que deja de lado cualquier consideración moral. Horace Walpole…
Esta vez Ridley pareció contemplar jovialmente a T. F.
–Me parece que esta noche me he aficionado a él, ¿no le parece? Pues bien, también hizo esta observación: «Ningún gran país ha sido salvado nunca por unos hombres buenos, porque los hombres buenos no tienen nunca la fuerza necesaria para salvarlo.» Así, pues, debemos asegurar la supervivencia de nuestras sociedades y de nuestra forma de vida, comandante, y si los extremos de fuerza a los que nos vemos forzados a recurrir son, ocasionalmente, reprensibles o moralmente erróneos, pues deben serlo. Estamos en una guerra total y una guerra total exige un compromiso total.
–Es divertido –dijo T. F., haciendo girar lo que le quedaba de su oporto en su copa–. Recibí una larga conferencia, desde un punto de vista opuesto, por parte de un general de Brigada en el despacho de Marshall el día en que salí de Washington.
–¿Cómo se llama?
–No lo recuerdo. Era el Jefe de Estado Mayor adjunto de Marshall para G2.
–Ah, Parkinson… Lo conozco. Se trata de uno de esos tipos bienintencionados que siempre gobiernan en Washington, la clase de quienes siempre parecen tener firmemente agarrado el extremo equivocado del bastón.
T. F. se echó a reír, casi a pesar suyo.
–De todos modos, tiene algo a su favor, según creo. El que Estados Unidos no debería nunca rebajar sus ideales y niveles para adoptar tácticas que les lleven luego a cosas idénticas a las que emplean sus enemigos totalitarios.
–Lo que importa, mi querido comandante, es ganar esta guerra con la mayor rapidez posible, arriesgando la menor cantidad de vidas aliadas. Algunas serán inevitable y deliberadamente consumidas para salvar un número aun mayor de otras. Pero no evitaría sacrificar una sola vida para mantener un ideal. Permitir que los alemanes crean que combatimos con alguna clase de esa noción anglosajona del
fairplay
, si es que lo eligen así, tal y como yo confío. Si puedo me deslizaré contra ellos en la oscuridad de la noche, cuando aún están en la cama, embrutecidos por el sueño en brazos de sus queridas y les clavaré un cuchillo en la tripa. Sería muy feliz de poder hacer una cosa así.
–No parece tener mucho tiempo para las reglas del cricket, coronel.
–Eso es una noción para tontos.
Ridley se engulló lo que restaba de su oporto.
–O para jugadores de cricket –terminó la frase echándose a reír.
Se levantó de su asiento, se acercó a la garrafa de la alacena y luego llenó ambas copas de nuevo.
–Muy bueno –reconoció T. F.–. Ésta es la primera vez que pruebo el oporto.
–¿De veras?
La voz de Ridley dejó clara su extrañeza de que alguien que hubiese llegado a la posición en la vida de que gozaba T. F. no hubiese saboreado nunca el oporto. Sostuvo la garrafa de oporto frente a la luz para que su contenido brillase con chispas de un rojo rubí.
–Es de la bodega de mi padre. De 1914. Muy apropiado, ¿no le parece?
Volvió a sentarse en su butacón, con los pies extendidos ante él, contemplando pensativamente el fuego que se iba extinguiendo.
–Resulta penoso tener que decirle alguna de esas cosas –dijo al cabo de un momento–. La inocencia es algo que siempre tratamos de preservar contra la cruel evidencia de la realidad. Pero tenemos una tarea que llevar a cabo, una tarea crítica y hay que realizarla.