–¿Y quién hará eso?
–Usted…
Paraud reaccionó igual que un hombre enfermo al que le acaban de informar que tiene un cáncer. Por mucho que haya esperado y temido aquella declaración, nada ha podido prepararle de forma adecuada para el choque de escuchar aquellas palabras fatales pronunciadas por primera vez.
–¿Y por qué yo? – jadeó.
–¿Y quién más? Me dijo que los alemanes raramente se presentan por aquí. Debe encontrar alguna excusa para trabajar hasta tarde, hacerlo cuando no haya nadie que se dé cuenta de lo que lleva a cabo. Su mujer y sus hijos ya no están con nosotros, gracias a mis esfuerzos.
Aristide introdujo en su discurso una significativa pequeña pausa.
–Amigo mío, permítame decirle algo. En el caso de que los alemanes descubran lo que se ha hecho en su panel de control, ¿se imagina cuál será la primera persona con la que les gustaría mantener una pequeña charla?
Paraud ofreció un asustado silencio y a continuación musitó:
–¿Yo?
–Exactamente. ¿Quién más? Ahora es uno de los nuestros. Por lo tanto, tendrá que pasar por esto igual que nosotros. Lo que ella hizo, lo tuvo que hacer exactamente ante las narices de los alemanes, de forma deliberada y calmada… Un acto por completo notorio. No le estoy pidiendo una cosa ni remotamente parecida a ésa… Y tengo una forma de asegurarme de que las posibilidades de que le pillen por esto sean absolutamente mínimas.
–¿Cuando esté conectada la desviación? ¡Usted está loco por completo!
–Cuando la desviación se conecte, mi querido amigo, estará usted muy lejos de aquí…
Aristide metió la mano en el bolsillo y extrajo una pequeña pieza de maquinaria.
–¿Sabe qué es esto?
–Parece un motor eléctrico.
–Exactamente. Este cilindro –Aristide señaló un tambor por un lado– estará sujeto a una cuerda y, a su vez, conectado al cable de desvío. Instalará este motor detrás del cable de 10.000 voltios que va a parar a su transformador. Cuando lo conecte, comenzará a poner en marcha el cable de desvío que ha conectado a la línea de la corriente de la batería con el cable de 10.000 voltios. Sencillo. Llevará cinco minutos el que ambos cables entren en contacto. Cuando llegue el día de sabotear la batería, todo cuanto tendrá que hacer será unir la cuerda al cable de desvío, poner en marcha el motor e irse. Le proporcionaré una casa de seguridad, que sólo usted y yo conoceremos. Permanecerá allí hasta que los aliados lleguen a Calais después de desembarcar aquí, porque es del todo seguro de que ésa es la razón de que deseen que esos cañones sean puestos fuera de servicio.
Aristide dedicó a Paraud una enigmática sonrisa.
–Tiene usted cuarenta y cuatro años, ¿verdad?
Paraud asintió, sorprendido por la exactitud de lo que erróneamente había dado por supuesto que era sólo una conjetura.
–Si sobrevive a esto, y lo desea, la Biblia le concede dieciséis años más de vida. Durante esos dieciséis años, se convertirá en uno de los héroes de esta ciudad. Será el Séptimo Burgués –prosiguió, refiriéndose a los seis burgueses que habían ofrecido sus vidas para salvar las de sus conciudadanos calaisenses durante el asedio de la ciudad, por parte de Inglaterra, en el siglo
XIV
–. Piense en ello. Incluso el Día de la Bastilla se encontrará de pie a la derecha del alcalde con su banda tricolor, presidiendo el desfile militar. Darán su nombre a una calle en cuanto muera. Esto que le estoy ofreciendo, amigo mío, es una posibilidad de convertirse en inmortal.
Paraud se echó a reír, la primera indicación que captó Aristide de que el hombre poseía algo vagamente parecido a un sentido del humor.
–Lo que opino es que me está ofreciendo una posibilidad para acortar más bien drásticamente cualquier mortalidad que aún me quede. Ahora desearía no haber acudido a aquella primera reunión con usted.
–Pero lo hizo.
–Sí…
Al pronunciar esta palabra, Paraud pareció marchitarse como si todas las disminuciones físicas propias de su edad le hubiesen abrumado en un solo instante abrasador.
–Creo que tuve muy pocas probabilidades, ¿verdad?
–No…
La sonrisilla de Aristide fue tan seca, tan triste, como las arrugadas hojas otoñales.
–No creí que lo hiciese.
La mañana del 30 de abril, el propietario de una villa de estucado rosa en los jardines de Lapa, a unos pocos minutos de viaje en coche del casino de juego de Estoril, aquellas instalaciones junto al mar en las afueras de Lisboa, recibieron a dos visitantes. No tenía razones para mostrarse cauteloso hacia ellos o respecto del propósito de su llamada. Habían llegado en un «Mercedes» con las matrículas diplomáticas de la Embajada alemana en Lisboa. En realidad, eran empleados del general Walter Schellenberg, el hombre nombrado por Heinrich Himmler para reorganizar la Inteligencia alemana en vísperas de que el
Reichführer SS
se hiciese cargo de la Abwehr. El que deseasen visitar a John Jepsen era algo natural. Jepsen era agente de la Abwehr, uno de los operarios más efectivos empleados por el Servicio Secreto de Inteligencia alemán. Asimismo, había sido recompensado con la
Kreigsverdienstkreuz
de primera clase, una distinción que ningún otro alemán de Lisboa disfrutaba. Mientras hablaban y se tomaban un té, uno de los visitantes dejó caer una pequeña píldora blanca en la taza de Jepsen, mientras el otro distraía la atención de Jepsen. Cuando Jepsen perdió el sentido, los dos hombres le pusieron una inyección. Luego colocaron aquella inconsciente forma en el maletero de su «Mercedes» y lo transportaron hasta Madrid, donde fue colocado en un segundo coche que lo condujo a Biarritz, en la costa vasca francesa ocupada por los alemanes. Allí, fue «desempacado» y mandado a Berlín a una celda que le aguardaba en las cámaras de tortura subterráneas en el cuartel general de la Gestapo en Prinz Albrechtstrasse.
En realidad, la Abwehr no era el único servicio de espionaje que emplease los talentos de John Jepsen. Era asimismo agente del M16, el Servicio Secreto de Inteligencia británico, un hombre de habilidad y valor, conocido por sus patronos londinenses como un «artista». Al mismo tiempo, constituía una pieza fundamental en el laberinto bizantino de traiciones y engaños sobre el que dependía el plan engañador de
Fortitude
. Su arresto constituía el desastre que Sir Henry Ridley había temido durante tanto tiempo que se precipitase sobre él.
Calais
Catherine supo que algo andaba mal en el instante en que Pierrot traspuso la puerta.
–Van tras nosotros –anunció.
La mano de la chica se dirigió de una forma inconsciente a su garganta.
–¿Y qué te hace pensar eso?
–No lo sé. Pero lo sé…
Pierrot se acercó a la ventana y se quedó mirando fijamente hacia la calle.
–Tengo un amigo en Saint-Omer, que posee una granja exactamente al lado del parque de Transmisiones que los alemanes han montado allí. Anoche me dijo que les han entregado hace dos semanas tres nuevos camiones detectores. Están pintados igual que los camiones de las pesquerías de aquí, para enmascararlos.
–Tal vez –aventuró Catherine– exista otra radio por estos andurriales y la estén buscando.
–Oh, claro. Y quizás este año tengamos las Navidades en julio. Tal vez la razón de que hayan pintado esos camiones de gris para que parezcan iguales a las camionetas de los pescaderos de Calais sea porque buscan una radio en Lila, ¿no te parece?
Pierrot se metió la mano en el bolsillo en busca del último mensaje de Aristide y lo empujó casi con reproche hacia Catherine.
–Te digo que estamos corriendo demasiados riesgos.
«Pero si eso del riesgo es precisamente lo que he estado siempre buscando», pensó Catherine resistiéndose a la tentación de articular este asunto en beneficio de Pierrot. En vez de ello, extendió el texto de Aristide encima de su escritorio, al lado de su equipo para ponerlo en clave. Había mantenido su promesa. Su mensaje era breve e iba directo al grano, y al leerlo Catherine reaccionó con orgullo y satisfacción. Era un mensaje que el
gonio
alemán no impediría que radiase.
Fingiendo una alegría que no sentía ante su auditorio, formado por un solo hombre, y que hacía guardia junto a la ventana, Catherine codificó el mensaje. Cuando acabó, cumplió el preciso y pequeño ritual que siempre había precedido a sus transmisiones; colocó la radio en su sitio, extendió la antena por el suelo, enchufó el aparato a la corriente eléctrica con su luz de advertencia y luego dispuso también la pila de seis voltios con su correspondiente conexión. Instaló con cuidado sus cuarzos al lado del aparato en el orden en el que pretendía emplearlos.
Puesto que el mensaje de Aristide había sido relativamente breve, completó todas sus disposiciones bastante antes del momento del inicio de la emisión. Se echó hacia atrás en su silla tarareando bajito, intentando lo mejor que pudo eliminar aquella oleada de tensión nerviosa que siempre acompañaba sus transmisiones. Exactamente en el momento en que estaba ya dispuesta a salir al aire, Pierrot le hizo una seña para que se reuniese junto él en la ventana.
–No creo que debiéramos emitir –le dijo–. Abajo hay más personas que de costumbre.
Catherine escudriñó la calle de abajo. Para ella parecía perfectamente normal: media docena de mujeres de mediana edad que agarraban con fuerza sus cestas de la compra en las que aparecía patéticamente la más magra de las cosechas, en su diaria incursión al mercado, niños que gritaban entre ellas, unos cuantos ancianos que andaban por la acera. No había ningún alemán a la vista.
–¿Dónde están los hombres de los largos abrigos de cuero? – preguntó.
–La Gestapo no va por ahí anunciando su presencia –le respondió Pierrot–. Mira a aquellos dos tipos de la esquina.
Señaló a un par de adolescentes con chaquetas pardas de cuero inclinados contra la pared y fumando. Incluso desde la ventana, Catherine pensó que podía ver el brillo de la gomina que embadurnaba su cabello.
–Son
zazous
que esperan a que se abran los cafés, Pierrot –repuso la mujer.
–Son alemanes.
Colocó un afectuoso y tranquilizador brazo encima de los hombros de Pierrot. Ya había llegado el momento de conectar la radio, y la decisión de transmitir o no era sólo suya.
–Todo saldrá bien –le susurró–. Vamos…
Había realizado ya dos terceras partes de la extensión del mensaje cuando oyó la llamada de Pierrot:
–¡Un camión!
En realidad no gritó las palabras, sino que más bien las arrojó a través del cuarto. Al mismo tiempo se retiró levemente para que nadie en la calle de abajo se diese cuenta de su presencia. El camión giró por la esquina y comenzó un lento avance por la calle. Era gris, y en un segundo Pierrot leyó las palabras «Pécheries Maritimes» que ostentaba en un costado. Luego, colocado en el techo, vio el aparato de escucha circular que lo identificaba con tanta seguridad como si las palabras «Servicio de Detección de Transmisiones Alemanas» hubiesen estado pintadas en la camioneta. Los adolescentes, según pudo observar, habían desaparecido.
Se dio la vuelta hacia Catherine.
–¡Jesucristo! – exclamó–. Son ellos…
Al mismo tiempo que profería estas palabras, las luces de la bombilla de Catherine se apagaron. Su mano izquierda conectó el interruptor que tenía ante ella. Con la mano derecha continuó pulsando la tecla de su radio.
–Denise, por el amor de Dios, déjalo –le suplicó Pierrot–. Están exactamente debajo de nosotros…
Catherine le respondió con un frenético movimiento de cabeza y continuó dándole a la tecla como si se tratase de una posesa. Su mensaje era ahora una serie continuada de errores, eso lo sabía, una serie de jeroglíficos sin sentido, pero, porfiadamente, siguió pulsando su tecla de emitir.
–Vas a matarnos…
Pierrot estaba casi gritando.
–¡Hostias, para, para…!
La bombilla de Catherine se encendió de nuevo. La corriente del edificio había sido conectada otra vez. Conteniendo la respiración siguió emitiendo hasta que transcurrieron treinta segundos. Luego se detuvo. Se precipitó a la ventana.
El camión estaba entonces exactamente debajo. Sus puertas traseras se abrieron de improviso. Esta vez sí estaban allí los hombres de los abrigos de cuero, cuatro de ellos, con las pistolas desenfundadas, empujándose unos a otros para saltar del camión.
–¡Vienen a por nosotros! – gimió Pierrot.
Entumecidos de miedo, observaron cómo los cuatro hombres se precipitaban hacia el bordillo. Durante un segundo se detuvieron, preparados para atacar, precisamente debajo de su ventana. Luego, en respuesta a alguna señal que ni Pierrot ni Catherine pudieron ver, siguieron adelante. La siguiente cosa que escucharon fue un ruido de puntos que golpeaban contra las puertas y unos gritos duros y guturales en alemán que gritaban:
–
¡Deutsche Polizei
!
Llegaban del edificio de al lado.
El oscuro pasillo destilaba una vil mezcla de arenques y aceite rancio. Desde detrás de la puerta, Catherine oyó el crepitar del pescado al freírse. Se tapó las narices. «¡Cielos! – se le ocurrió pensar–, no habrá ningún lugar en que sea capaz de comer un arenque nunca más.» Titubeando, alzó la mano para llamar. Él no haría una cosa así. Lo que estaba haciendo Catherine iba contra todas las reglas de seguridad con las que él había regido sus vidas tan férreamente. De todos modos, lo sucedido aquella mañana justificaba, en la mente de Catherine, el violar sus dictados. Si le habían quedado algunas dudas acerca de lo grave que era su dilema, su viaje hasta aquí los había ido sedimentando. Había sido parada y registrada dos veces a trescientos metros de su piso. Por la forma en que habían mirado su esmaltada polvera, comprendió lo que buscaban: cuarzos.
Al responder a su llamada, el odio que brillaba en los ojos de Aristide permaneció allí por un instante. No había ningún miembro de la Resistencia, por experimentado que estuviese, que quedara impune al terror que seguía a una llamada inesperada a la puerta.
Sin pronunciar palabra, la hizo entrar. Para cuando cerró la puerta y miró detrás de ella, el viejo fuego se encontraba de nuevo en sus ojos.
–Me imagino que esto será muy importante…
–En efecto…
En un momento, Catherine describió los acontecimientos de la mañana.
–¿Qué extensión del mensaje habías podido emitir antes de que llegasen?