Juego mortal (Fortitude) (44 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Pierrot estaba en la ventana, tomando una taza del té de hierbas que había llevado a Metz a su piso, observando la calle en busca de alguna actividad desacostumbrada que indicase que el servicio de detección alemán se encontraba funcionando. Se volvió hacia ella en el momento en que la chica desplegaba el mensaje de Aristide.

–Es demasiado largo –comentó–. No sé qué le pasa. Sabe muy bien que no deben ser tan largos.

Catherine se quedó mirando el texto. Era el más extenso que Aristide le había dado. Al leerlo, de repente comprendió por qué su jefe se había mostrado tan ansioso de que consiguiera una impresión de las llaves de Metz. Aquel pensamiento no había quedado aún del todo digerido, cuando se le presentó otro para sustituirle: alguien debería emplear aquellas llaves. ¿En qué estaba pensando Aristide?

Evidentemente, no en un miembro de un comando aerotransportado por planeadores, que asaltase la batería.

Brindó a su preocupado perro guardián la tranquilidad de una sonrisa.

–Esto no llevará tanto tiempo como crees. Estaremos en el aire menos de una hora.

Su primera tarea consistió en escribir el mensaje de Aristide en el cuaderno escolar, con los grupos de cinco letras que se empleaban en todas las transmisiones clandestinas del SOE. Luego cogió su antiguo cuaderno y con la lupa de aumento captó el primer bloque de cinco letras al azar en la parte superior izquierda. Las colocó debajo del primer grupo de letras del mensaje. Repitió el proceso con cada uno de los catorce bloques en la línea superior de su antigua agenda. Cuando finalizó, cortó la línea del trozo de seda con las tijeras y comenzó a trabajar con la línea de debajo. Finalmente, aplicó una cerilla al pequeño montón de trocitos de seda que se había ido acumulando en su cenicero. Aquello, acompañado de quemar también su mensaje al finalizar, convertiría todo el sistema en algo en absoluto impenetrable.

A continuación, dedicó su atención a los alfabetos paralelos alineados verticalmente en la parte inferior de la seda codificadora. Tras tomar la primera letra del primer bloque en clave, la colocó debajo de su texto, una «I», y recorrió el alfabeto hasta que la encontró. Enfrente se hallaba una tercera letra, esta vez una «S». La escribió en su agenda. Ahora, la «S» se convirtió en la letra que, en realidad, transmitiría al comenzar su emisión.

Todo el proceso le llevó una hora y la dejó nerviosamente exhausta, a causa de la precisión que aquello exigía. Pierrot había sacado la radio de su escondrijo en el depósito del agua del retrete y extendido la antena por el suelo, para que se encontrase ya dispuesta al llegar el momento de la transmisión. Catherine preparó sus cuarzos, su pila seca, su bombilla de advertencia y, exactamente a las 10.30, puso en marcha el aparato. De una forma amistosa y familiar, se escuchó el sonido de Sevenoaks de haber captado su señal de llamada a través del éter. Ajustó el aparato e indicó que se encontraba preparada para emitir. Perdida en la intensa concentración que siempre la abrumaba cuando radiaba, se abrió camino a través del mensaje. Como había predicho, aquello le empleó menos de una hora. Ya hacia el final, sintió la impaciencia nerviosa que irradiaba de Pierrot, que hacía guardia junto a la ventana. Se retrepó y, mientras un frío sudor le rodaba por las sienes, aguardó el «QSL» de Sevenoaks, indicando que su mensaje había sido recibido bien.

Pero no fue así. Por primera vez desde que había comenzado a transmitir, en lugar de ello escuchó las fatídicas letras «QXR». Algo había salido mal. Sevenoaks le ordenaba que aguardase para repetir todo o parte de su mensaje.

Miró hacia Pierrot, con el miedo reluciendo en sus ojos.

–Debemos volver a estar en el aire –explicó–. No lo han captado.

–Maldita sea –estalló Pierrot–. Nunca saldremos de esto si ocurren cosas así.

Encolerizado, regresó a su puesto de observación de la calle. Era casi como si desease encontrar alguna anomalía allí, alguna discordancia que justificase el ordenarla que dejase de transmitir. Por primera vez, sacó la pistola, un instrumento cuyo uso práctico Catherine estaba convencida que sería apresurar su suicidio en el caso de que la Gestapo les atrapase. Luego, se encogió de hombros para indicar que siguiese adelante.

Catherine comenzó a transmitir de nuevo. Su ansiedad había privado a sus dedos de su acostumbrada agilidad, por lo que recibió de nuevo un «QXR» por parte de Sevenoaks. Necesitó diez minutos más antes de que el «QSL» la hiciese finalmente dejar de estar en el aire. Al escucharlo, se dejó caer sobre su aparato con un sollozo de nervioso agotamiento. Pierrot continuó escudriñando la calle desde su puesto al lado de la ventana.

–Demasiado largo… –gruñó–, ha sido condenadamente demasiado largo…

París

Poco después de las cuatro de aquella misma tarde, el teléfono sonó en la oficina del doctor en el cuartel general de la Gestapo en la Avenue Foch de París. El gafudo maestro del juego de radio de Strómelburg reconoció al instante la voz del que le llamaba. En realidad, telefoneaba al comandante del servicio de detección de radio en el Boulevard Suchet, por lo menos tres veces a la semana para hacer saber la impaciencia cada vez mayor de su superior, a causa de la falta de habilidad del servicio para fijar y capturar las emisiones clandestinas de radio desde Calais.

–Doctor –comenzó, con un sentido de evidente refocilamiento ya desde la primera sílaba que articuló–, tenemos buenas noticias para su
Obersturmbannführer
.

–Quedará muy complacido. Me parece que, últimamente, le han estado dejando un poco de lado…

–Cada vez se muestran más confiados en Calais. Esta mañana han permanecido en el aire durante una hora y diez minutos. Hemos conseguido ya una muy precisa fijación de ellos.

–¿Puedo confiar en eso?

El doctor no era un hombre que suscitase las esperanzas de su superior sin plena justificación.

–Puede estar seguro –le replicó su interlocutor–; dos emisiones más, tres a lo sumo, y ya les tendremos.

Calais

Con la notable excepción de un vehículo, la plaza enfrente de Notre-Dame de Calais estaba tan vacía como un club nocturno a la hora del desayuno. La excepción no dejó de turbar a Catherine. Indicaba que ella y Aristide no estarían solos en el interior de la iglesia. Era un coche fúnebre tirado por caballos, uno de aquellos modelos de los años 20 retirados con el advenimiento de la motorización, y que había sido requisado de nuevo por los dirigentes municipales de Calais, para acomodarse a las exigencias de la guerra y a la escasez de gasolina que la misma había producido. «¿Cuántos notables de Calais –se preguntó Catherine– habrán marchado traqueteando hasta la tumba en esa caja adornada, todo laca negra y rebordes de plata, con cortinas de terciopelo? Una cosa es segura –siguió pensando, al percatarse de las costillas que se marcaban en los costados de los caballos que tiraban del coche fúnebre–, el pasajero de esta mañana no llegará a su tumba a toda velocidad.»

En el interior, un grupo de acompañantes se había reunido en torno del ataúd de madera, en el centro del pasillo central. Instintivamente, bajó la cabeza y comenzó a buscar a Aristide en los últimos bancos. Unos cuantos parroquianos de edad se habían esparcido por la parte trasera de la iglesia, siguiendo con atención una ceremonia con la que no tenían ninguna conexión personal. «¿Qué es lo que hace –se preguntó Catherine– que los funerales sean una especie de acontecimiento deportivo para los viejos? ¿Tendrán una gratitud instintiva respecto de su continuada supervivencia que les trae aquí?» Encontró a Aristide y se deslizó en el banco a su lado. Aristide lanzó una mirada a su alrededor.

–Esta mañana hay demasiada gente –susurró–. Será mejor que probemos en el parque.

Unos minutos después, se encontraba de nuevo a su lado, pero esta vez en un banco del Pare Richelieu. El aire mañanero resultaba frío y violento, aún húmedo a causa de la cercana presencia del canal.

–Lo siento –reconoció Aristide, cuando Catherine le contó los problemas que había tenido con su última transmisión–. El mensaje era largo. Intentaré todo lo posible para evitarlo.

Pensó durante un momento.

–Tal vez deberíamos evitar ser captados por una patrulla y trasladar el aparato a mi casa.

–Esta mañana he visto de camino dos puntos de registro –observó la mujer.

–¿Existe alguna indicación de que hayan localizado nuestro barrio?

Catherine meneó la cabeza.

–¿Qué opinas?

Catherine pensó en ello larga y cuidadosamente.

–Dejémoslo donde está. Por lo menos hasta que sepamos que han localizado la zona. Nuestro lugar de escondite resulta bueno.

Aristide asintió y le puso la mano encima de la rodilla. Catherine reconoció en este ademán lo que realmente era: algo paternal más que una muestra de familiaridad.

–Debo pedirte ahora algo de importantísimas consecuencias –le dijo.

A pesar de sí misma, Catherine se envaró pero no respondió.

–Sabes lo mismo que yo lo vital que es la «Batería Lindemann» para la defensa de esta costa.

Con un leve asentimiento, Catherine convino en la autoevidente sabiduría de aquellas palabras.

–Hablando con franqueza, nunca pensé que fuese posible sabotearla. Y así habría ocurrido de no haber sido por el trabajo que has realizado para nosotros.

De forma rápida y sucinta, Aristide explicó el plan que había desarrollado con el ingeniero eléctrico.

–Ayer llegaron los fusibles de París –le contó–. Y ya están preparados. Si podemos de algún modo sustituir los fusibles auténticos del panel de control por estos preparados, conseguiremos un medio fuera de serie para sabotear la batería. Piensa en ello: Londres será capaz de silenciar esos cañones en el momento preciso y crítico en que desee que sean silenciados. Todo lo que debemos hacer es hacerles llegar una frase en clave y decirles que, cuando escuchemos esa frase por la «BBC», provocaremos la sobrecarga en la línea de la corriente eléctrica de la batería, y dejaremos fuera de servicio los cañones durante las cuarenta y ocho horas en que los alemanes más los necesitarán.

–Sí, se trata de un buen plan.

Catherine estaba mortalmente pálida. Ya sabía lo que seguiría desde que había oído el último mensaje de Aristide.

–Quieres que sea yo quien cambie los fusibles…

–Sólo hay dos personas que tengan posibilidad de hacerlo, tú y el ingeniero de la central eléctrica. Y hablando con total franqueza, no confío en él. Temo que le falte el valor cuando se presente el momento.

–No sabes cómo son las cosas allí, Aristide –le contestó Catherine–. La mesa de los oficiales se encuentra en la puerta de al lado. Están siempre bajando por la escalera en busca de una taza de café.

–¿No podrías cerrar la puerta?

–Aristide, no hay ninguna puerta… Y el panel se encuentra en la pared de enfrente de mi máquina de lavar, a la derecha de ese pasadizo abierto. Un oficial que anduviese por allí, tendría que estar ciego para no ver lo que esté haciendo. El camarero siempre entra allí para ofrecerme un café mientras lavo. Y desde que llevé a Metz a la cama, nunca me deja sola. Parece un perrito que dé vueltas a mi alrededor en espera de que le eche un hueso…

Aristide se acarició la barba.

–Tal vez me haga cargo de Metz…

Se calló, obviamente planeando con cuidado sus siguientes palabras.

–No tengo en absoluto el menor derecho a pedirte que lo hagas, y ciertamente carezco de toda autoridad para ordenar que lo lleves a cabo. He calculado que realizar el cambio costaría de dos a cuatro minutos. Durante esos dos a cuatro minutos en que el panel esté abierto, tu vida estaría en juego si se presenta alguien. No hay por qué pretender otra cosa al respecto. Si estás conforme en hacerlo, deberás exponer tu vida sin la menor reserva o esperanza durante esos cuatro minutos.

–¿Y qué dice Londres?

–No le he contado a Londres lo que quiero hacer, y no se lo diré hasta que esos fusibles preparados se encuentren instalados.

–¿Por qué, por el amor de Dios?

–Londres está interesado en realidades, y no en sueños. Mientras tú y yo nos encontramos aquí, sentados en este banco y hablando al respecto, este plan no es otra cosa que un sueño. Hasta que esos nuevos fusibles se encuentren de forma segura en su sitio, sin que los alemanes los detecten, el plan no valdrá absolutamente nada.

–¡Oh, Aristide!

Catherine se rodeó con los brazos el cuerpo como para resguardarse del frío.

–Cuatro minutos puede ser muchísimo tiempo…

–Una eternidad –replicó Aristide–. Es algo terrible lo que te pido. Sólo te prometo dos cosas. Sea cual sea tu decisión, nunca mencionaré de nuevo esta conversación ni a ti ni a ninguna otra persona.

Titubeó.

–Y si lo haces y las cosas salen mal, lo juro por Dios, cuidaré que tu memoria sea honrada por ello…

Catherine permaneció silenciosa y recatada en el banco. Por encima de ellos, una bandada de gaviotas, con sus taladrantes y melancólicos chillidos, se abrieron paso hacia el mar desde unas tierras bajas inundadas por los alemanes. «¿Por qué he venido aquí –se preguntó a sí misma–, por qué me he presentado voluntaria para esta tarea hace un año en Londres, de no estar dispuesta para una cosa como ésta?» Con petulancia, se tiró del cabello oculto debajo de su pañuelo.

–Muy bien –suspiró–. Lo haré…

Londres

–Ha sido en realidad un encanto al venir temprano y ayudar –se entusiasmó Deirdre Sebright.

T. F. se encontraba removiendo lentamente el martini en una jarra mientras ella lavaba la lechuga. Al parecer, no existía la menor escasez de ginebra en Londres, pero el vermut italiano, que había sido una baja inevitable en aquella guerra, se sustituía con vino blanco chileno.

–Ustedes los norteamericanos son unos estupendos colaboradores, ¿no es así? ¿Por qué se supone que ocurre? ¿Les han educado sus madres de esta manera?

El conseguir información, según T. F. había observado ya, constituía raramente el objetivo de las preguntas de una inglesa. Su respuesta fue una sonrisa.

–Ha sido uno de los guardias de Jane, se ha detenido en su club para tomar de paso un par de ginebras rosadas, ha llegado aquí una hora tarde y ahora se encuentra en ese sillón del salón pasando las hojas de su
Evening Standard
y gritándome porque su martini no está lo suficientemente frío. Y yo, pobre mema de mí, probablemente le diré cuánto lo siento…

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