–¿Con cuántos camiones opera?
–Tenemos diecisiete equipos, señor. Cada uno de ellos está formado por dos camiones de radio y dos jeeps, cinco operadores de radio, tres criptógrafos, un especialista en voces, cinco guardianes y tres técnicos. Cada uno de esos equipos está previsto que imita cinco circuitos de radio, lo cual significa que, en total, imitamos ochenta y cinco circuitos diferentes.
Se volvió hacia un mapa del sudeste de Inglaterra.
–Los camiones operan dentro del triángulo Ipswich-Brighton-Ramsgate.
–En lo que se refiere a los mensajes en clave –preguntó Ismay–, naturalmente no estarán perdiendo el tiempo en extraer mensajes auténticos para ese tráfico, ¿verdad?
–Sí, señor, sí lo hacemos. Si uno de esos alemanes de allí descubre nuestra clave, no deseamos que empiece a leer: «Mary tenía un corderito», cuando están esperando algo acerca de estrategia de carros blindados.
Ismay ofreció al coronel una tibia sonrisa.
–Suelen decir que cada operador de radio tiene su propia firma, su propia manera de pulsar su tecla de emitir.
–Generalmente hablando, señor, eso es correcto.
–En ese caso, le ruego me diga una cosa: ¿esa docena más o menos de operadores que graban aquí sus mensajes, evitan que resulte evidente para los alemanes que esos ochenta y cinco circuitos de radio suyos están todos, en realidad, manejados por un número limitado de hombres?
T. F. sintió una punzada de aprensión hacia su paisano al escucharle plantear aquella pregunta.
–Cada uno de nuestros operadores ha sido entrenado especialmente durante un año para desarrollar una gran variedad de firmas, señor, hasta una docena. Y las emplean al azar cuando hacen su grabación en el piso de arriba.
Incluso T. F. no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.
–Uno de nuestros camiones opera aquí, general –continuó el coronel–. ¿Le gustaría tal vez echarle un vistazo?
Durante quince minutos, la comitiva anduvo en torno del camión, mientras el coronel mostraba su equipo, sus mezcladores «Preston 340A» y los amplificadores, osciladores, comprobadores de circuitos, ohmiómetros, sus bancos de grabaciones y sus cajones llenos de agujas de zafiro para tocadiscos. Finalmente, Ismay se volvió hacia un larguirucho cabo que se hallaba al lado del camión con una especie de indolente indiferencia que ningún soldado británico hubiera mostrado jamás en presencia de un general.
–¿Qué hacías antes de la guerra, hijo? – le preguntó, empleando aquella espúrea jovialidad que los oficiales de alto rango usaban para dirigirse a los soldados en el campo.
–Era actor, señor.
–¿Un actor? – preguntó asombrado el general inglés.
Estaba claro que los poderes que forjaban el Ejército estadounidense funcionaban de una forma insondablemente diferente a aquéllos por los que se regían las Fuerzas Armadas de su propia nación.
–Sí, señor. En Broadway. Como papel suplente en
Esconde el muerto…
–Flannagan, aquí presente, es un especialista en voces –explicó el coronel–. Se ocupa de las transmisiones con voz de este camión. Tenemos veinte actores asignados al Batallón para estos propósitos…
Ismay se lo quedó mirando intrigado.
–Cierta cantidad del movimiento del camión se pasa en directo con voces, como lo haría una auténtica unidad. Queremos convencer a los alemanes de que tenemos una gran cantidad de hombres realizando la transmisión, no sólo uno. Esa es la razón de que empleemos actores. Muestre al general lo que puede hacer, Flannagan.
Mientras T. F., Ismay y Ridley observaban fascinados, el cabo recorrió toda una escala de acentos, desde los brooklinianos, a los del Sur, del vibrante sonido tejano al nasal de Nueva Inglaterra. En realidad, explicó el coronel, constituían una parte del repertorio que interpretaba diariamente en beneficio de su invisible audiencia alemana, al otro lado del canal de la Mancha.
–Asombroso –replicó Ismay–. Algo del todo asombroso. Todo esto es impresionante.
Su admiración era auténtica, aunque fuera contra su voluntad.
–Naturalmente, la cuestión es si nuestros amigos del otro lado de las aguas estarán captando todo esto…
–Sí –replicó Ridley–, ésa es la cuestión, ¿verdad? Me temo que no podremos tener la respuesta hasta que llegue el momento. Tengo expedientes llenos de pruebas de la implacabilidad con que vigilan nuestras comunicaciones. Son condenadamente buenos en esto y lo saben. Como consecuencia, tienden a conceder gran importancia a este asunto.
La mente de Ridley pareció errar durante un momento.
–Sin embargo, hay una cosa. Uno de esos camiones norteamericanos está emitiendo junto a East Durham, imitando a una División blindada. La Luftwaffe ha visitado hace dos noches esta zona. Por desgracia, mató a varios civiles. Como saben, hoy raramente se aventuran a volar. Suponemos que han venido en busca de nuestra imaginaria División blindada.
–Sí –convino Ismay–, eso podría ser una indicación de que le escuchan.
Ismay regresó a Londres en su propio «Humber». T. F. le siguió media hora después con Ridley. Durante algún tiempo la pareja rodó en silencio, optando T. F. por no interferirse en cualesquiera preocupaciones de tipo privado de Ridley. Finalmente, aprovechando que le había pedido un cigarrillo, T. F. sacó a colación un asunto que le había estado inquietando desde el último intercambio de frases del coronel con Ismay.
–Terrible, ¿no es verdad? – comentó–. Esos civiles han muerto a causa de que nuestros camiones han estado radiando como un señuelo para su ciudad.
Ridley le asestó aquella impenetrable expresión que T. F. ya había visto en su rostro varias veces durante su instrucción de apertura, en el cuartel general subterráneo del LCS.
–¿Sí…? – preguntó–. Sí, supongo que así es.
Chupó con fuerza del cigarrillo «Camel» que T. F. le había dado, manteniendo la respiración y luego exhalando el humo levemente. Tosió.
–Su tabaco americano es más bien fuerte. Debe comprender una cosa, comandante. No hay nada, no existe nada lo suficientemente valioso; lo vendería incluso al diablo, si fuese el precio que garantizase que el 15.° Ejército alemán se encontrará al norte del Somme cuando desembarquemos en Normandía.
Calais
El aire en el interior de la iglesia de Notre-Dame de Calais era tan húmedo, que pareció pegarse a las mejillas de Catherine Pradier; la luz tan tamizada le alcanzó los ojos a través de un filtro como si llevase unas oscuras gafas de sol. Hundió los dedos en la esculpida piedra del agua bendita, al lado de la entrada principal, y se persignó, con aquella humedad que dejaba su fría impresión en la frente. Parpadeando, empezó a andar por el pasillo central, con los ojos fijos en la vela que temblaba en la lámpara roja del sagrario, en el altar lateral. En el tercer banco vio a Aristide, con los ojos fijos en el altar como si estuviese perdido en alguna intensa y religiosa meditación. Se deslizó en el banco al lado del suyo y luego se arrodilló fingiendo también rezar.
–¿Te imaginas? – le susurró al levantarse–. Tu alemán insistió en llevarme a
Aux Amis de la paix
, en el Boulevard Lafayette. Los alemanes casi nunca van allí. Todos aquellos
zazous
sentados con sus grasientos cabellos y sus pantalones haciendo bolsas, me hubieran matado de haber podido.
Catherine Pradier se acordó de sus paisanos adolescentes, con los ojos llenos de odio, y ello confirió una especial estridencia a su tono.
–¿Por qué esos alemanes insisten en acudir a unos lugares donde no les quieren?
–¿Y qué otra clase de sitios hay?
En las sombras, los mechones de cabello gris que salían por las sienes de Aristide parecieron estremecerse con su satisfecha hilaridad ante sus palabras.
–Dime, Denise, ¿de qué te has enterado?
–Tenías razón acerca de una cosa. Es del Norte, de Bremen. Se llama Lothar Metz. Su padre sirvió en la Armada en la Primera Guerra Mundial.
–La tradición sigue en la familia… ¿Y qué más?
–Está casado y tiene dos hijos. Sus fotos estaban en la mesa delante de nuestras consumiciones. Realmente tienen extrañas ideas acerca de lo que hace seductor a un hombre, ¿no te parece?
–En las circunstancias en que se encuentran, Denise, no necesitan muchos pensamientos originales para ser seductores. ¿Qué te contó sobre las baterías?
–Parece como si estuviese enamorado de esos cañones. Han dado un nombre a cada cañón, como si fuesen animalillos domésticos:
Antón, Bruno
y
César
. Él está a cargo de
Bruno
. ¿Puedes imaginarte cuál es su lema?
–Pues no…
–«Nosotros, los alemanes, no tememos a nadie en el mundo, excepto a Dios.»
Aristide miró hacia el crucifijo del altar, que sobresalía entre las sombras que había ante ellos.
–Sí –murmuró–, Dios y tal vez una buena tormenta de nieve rusa…
–Me ha dicho que los cañones son tan grandes que necesitan diez servidores. Al parecer, son tan pesados que no pueden moverse a mano. Usan motores para ello.
–Ya lo había oído…
La mirada de Aristide estaba de nuevo fija en el suelo. Sus manos se apretaban contra los muslos, por lo que tenía todo el aspecto de un hombre de mediana edad que suplicase al Sumo Hacedor que le ayudase en alguna titubeante empresa.
–Dice que los ingleses nunca desembarcarán aquí mientras puedan disparar. Que los cañones harán saltar por los aires la flota inglesa en el canal…
–En eso tiene razón, me temo… Obviamente, ésa es la razón de que Cavendish esté tan ansioso por quitarlos de en medio.
–Muy poderosos… No ha hecho más que decir eso, una y otra vez, acerca de sus preciosos cañones. Habla igual que un colegial del hércules de un circo.
Catherine percibió la sardónica sonrisa de Aristide.
–Nuestros vecinos teutones admiran mucho la fuerza –silbó.
Los ojos de Catherine se habían acostumbrado ya a la luz tenebrosa de la iglesia. Un sacerdote con sotana negra apareció desde detrás del altar. Hizo una genuflexión delante de la luz del sagrario y luego, deslizándose una estola de color púrpura en torno de los hombros, se metió en el confesionario que estaba a la izquierda de Catherine. Ésta oyó el suave roce al deslizar la rejilla que separaba el cubículo del penitente del suyo. «Qué inteligente –pensó–. Si se presenta alguien, Aristide y yo no seremos más que un par de parroquianos que esperamos turno para confesarnos.» Recordó qué simpático había sido el cura el día de la cola de racionamiento. ¿Estaría el clero de Calais confabulado con Aristide?
–¿Qué te ha contado sobre la vida en las baterías? – siguió preguntándole.
–Nada valioso. Los oficiales y los soldados tienen salas de comedor separadas, pero comen la misma comida. El almuerzo es su comida principal. Por la noche reciben una cena fría: salchichas, pan negro, queso. Los oficiales compran alimentos en el mercado negro de Sangatte; verduras, carne… Y, naturalmente, vino y coñac. Tal vez pudiésemos envenenarlos.
–Eso es algo de aficionados, Denise. ¿Qué más te ha contado?
–Déjame ver…
En Inglaterra no la habían entrenado para recordar todas las conversaciones y el hacerlo le resultaba difícil.
–Los soldados tienen una cantina donde por la noche compran cerveza y
schnapps
. Hacen tres turnos de ocho horas al día. Los soldados deben regresar siempre a la batería a la puesta de sol. Y también los oficiales, a menos que tengan pases pernocta que resultan muy difíciles de conseguir. El todavía no tiene, pero me temo que esta privación resulte sólo temporal. Ha pedido uno para el jueves y quiere llevarme a cenar…
–¿Cuál es su trabajo en la batería?
–Es el oficial de las cosas eléctricas. Estudió ingeniería eléctrica en Hamburgo antes de la guerra.
–Eso es muy interesante… ¿Y cómo es…?, como persona, quiero decir.
–Como habías predicho es más bien un caballero. Probablemente solitario y vulnerable. No creo que sea muy nazi… Más bien resultó desconcertante estar allí, tomando cerveza con él y ver que, a fin de cuentas, nuestros enemigos son humanos…
–Claro, claro…
Incluso en las sombras, Catherine sintió el odio que chispeaba en los ojos de Aristide.
–Como aquel piloto de «Stuka» que ametralló tu coche durante el éxodo. Probablemente nunca se olvida de mandarle flores a su madre el día de su cumpleaños. Piensa acerca de todo esto si en algún momento te inclinas por la ternura…
Aristide suspiró y se estiró en el banco de la iglesia.
–Una vez más has realizado un buen trabajo. El hecho de que sep electricista podría ser muy importante para nosotros. Debo pedirt que salgas a cenar con él el jueves por la noche…
Catherine hizo una mueca, pero Aristide la ignoró.
–Pierrot te hará llegar un mensaje mañana por la mañana.
Dio un paso hacia el pasillo, haciendo una genuflexión.
–Dame unos cuantos minutos de delantera –musitó.
Catherine permaneció sentada envarada en su banco, escuchando el duro sonido de sus tacones de cuero que se iban extinguiendo a le largo de la nave de la iglesia. «Tal vez –pensó sardónicamente– un acto de contrición y unas cuantas avemarias serían lo adecuado, como gesto preliminar de penitencia por el pecado que siento que tendré pronto que cometer…»
Jadeando a causa del esfuerzo, Aristide se dejó caer en la herbosa cumbre del Mont Roty, un altozano barrido por el viento que se elevaba encima de la carretera costera que unía Calais y Boulogne. Conocía muy bien el lugar. A menudo, antes de la guerra, había merendado allí con amigas a las que deslumhraba con sus historias de que Felipe VI había acampado en estas alturas, en 1347, camino para levantar el asedio de Calais, o César y Calígula que, desde esta cresta, habían contemplado los acantilados de su isla, que se alzaba al otro lado de un neblinoso mar. En aquellos años de paz, Aristide había enseñado filosofía en el College de Calais de la Rué Leveux, pero su pasión la había constituido siempre la Historia. Miró hacia el foso gris del canal que se extendía a sus pies. Cuántas flotas habían arrostrado las corrientes de aquel paso vital a través de los siglos: galeras romanas y galeones británicos; buques de línea de Napoleón y los yates de motor que habían sacado a un ejército destrozado de los arenales de Dunkerque. Las largas tormentas invernales habían ya acabado y las turbulentas y revueltas aguas del canal se encontraban ahora tranquilas en esta mañana de abril, debido a la mano suave de la primavera. Aquí y allí una brisa refrescante alzaba cabrillas y más allá de las aguas podía ver a duras penas los blancos acantilados, cuyas formas en cierta época habían dejado transfiguradas a las legiones de Roma. El cruce sería tranquilo. Ahora no cabía la menor duda. El tiempo de la invasión se encontraba al alcance de la mano.