–
Je t'emméne, chéri
? (¿Vienes conmigo, querido?)
De repente, una rubia entró a través de las cortinas que cubrían el arco que llevaba a las escaleras. Era mayor que casi todas las otras chicas del salón, tal vez treinta y pico años, vestida con un traje de noche de seda verde que parecía salir de su piel. Era una rubia teñida, con ojos oscuros y orientales y altos y musculosos pechos, cuyos pezones se oprimían con evidente desafío contra su vestido. Con el infalible sentido de las putas de dónde encontrar un cliente, captó la mirada de los ojos de Paul cuando éste la observó.
Lentamente, con estudiada indiferencia, la mujer anduvo hacia él. Poseía una dura y burlona expresión en los ojos, que contradecía la desarmante sonrisa con que miraba a Paul. Avanzó exactamente hasta delante de él, con los bordes de su pelvis tocándole las rodillas. Atrapando sus ojos con los suyos, le deslizó una mano por la parte interior del muslo y la hizo avanzar hacia arriba, hasta que sus largos dedos comenzaron una indolente caricia de su objetivo.
–
Alors, mon amour
–le dijo, con los ojos clavados en los de Paul–,
tu viens ou non
? (¿Vienes o no?)
Paul lo hizo. Se acercó a la madama y pagó los honorarios establecidos para «un rato» y luego siguió a la rubia escaleras arriba hasta su habitación. La criada, una muchachita de frescas mejillas que, probablemente, tenía menos de dieciséis años, les abrió la puerta y dejó sobre la cama una toalla que griseaba a causa del uso.
La chica cerró la puerta detrás de la criadita que se alejaba y Paul se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. Se sentó en la cama, con los hombros apoyados contra la pared, y ofreció a la mujer un cigarrillo.
–¿Qué hay de nuevo? – preguntó.
–No demasiado –respondió ella–; las malas noticias no parecen apagar el ardor de nuestros amigos alemanes.
Se encogió de hombros.
–Y esto supongo que son buenas noticias para mí. ¿Y tú?
–Muchos asuntos, como de costumbre. ¿Tienes algo para mí?
La chica meneó la cabeza.
–Pues yo sí tengo algo para ti.
Paul se metió una mano en el bolsillo. Ese «algo», que era mucho para lo que les rodeaba, se hallaba encerrado en un condón fuertemente enrollado. Ella lo colocó debajo de la pila de preservativos que tenía en el cajón de la mesilla de noche.
–Es urgente –le previno Paul.
Charlaron durante otros quince minutos, hasta que escucharon una llamada en la puerta y la voz chillona de la criada que anunciaba:
–
Temps, Monsieur, Madame…
Lo de «un rato» en el «Uno dos dos» era exactamente eso. La prostituta acompañó a Paul hasta la puerta principal, agarrándole orgullosamente la mano con la suya. Una vez se hubo puesto el abrigo, le abrazó cálidamente.
–
Merci, chérie
–le dijo–.
A bientót, j´ espere
. (Espero que hasta pronto.)
Calais
Aristide se estaba bebiendo un vaso de agua, tragándosela, según observó Catherine, con los pequeños y meditativos sorbos de un
gourmet
que saboreara las primicias de una botella de burdeos de 1932. Pierrot estaba inclinado contra la pared, con los brazos cruzados, escuchando en silencio. Había algo casi dostoievskano en el pequeño trío, en este piso vacío y en sombras. El apartamento, como había observado Catherine en su primera visita, era austero, como un indicio de que el hombre que vivía allí fuese un estudioso jesuíta. Pero aquella casi calculada carencia de posesiones, que conllevaba al parecer la sistemática exclusión de cualquier comodidad material, ¿era reflejo de la personalidad de Aristide –se preguntó»–, o consecuencia de la terrible incertidumbre de la existencia clandestina?
Cuando terminó el relato de su primer día como lavandera de los oficiales de la «Batería Lindemann», alzó la mirada hacia Aristide. Su respuesta fue un largo y especulativo silencio.
Finalmente, Pierrot intervino:
–Por lo menos –dijo– has averiguado más acerca de esa batería en una hora y media de lo que hemos sido capaces de hacer durante tres años.
–Suficiente –habló Aristide– para probar que el comando que destruya esos cañones no existe.
Pareció auténticamente deprimido ante lo fútil de la proposición de Londres.
–Una inútil matanza de doscientos hombres es todo lo que representaría.
Volvió a su agua durante un momento y luego dirigió de nuevo su atención a Catherine.
–¿Qué hacía allí aquel oficial que te llevó las maletas en el tren?
–Según el cabo, es ingeniero.
–¿Se cuida de la maquinaria, de la electricidad?
–Supongo que sí.
–Hay dos maneras de manejarle…
Aristide consideró la situación con un aire de desprecio que Catherine no compartió.
–Esos oficiales alemanes, aparte de otros posibles defectos, tienden a ser caballerosos en lo que se refiere a las mujeres. Podrías rechazarle indicándole lo espantosa que resultaría tu vida entre tus conciudadanos, en el caso de salir con él. Mi suposición es que lo comprenderá.
–Eso es exactamente lo que me gustaría hacer.
–Tal vez –empezó Aristide volviendo otra vez a su agua–, pero eso no es lo que quiero que hagas.
Catherine enrojeció levemente, mientras pretendía, torpemente, no comprender.
–Lo que me gustaría es verte aceptando su invitación para tomar un trago.
El rostro lleno de odio del que recogía los billetes en la Gare Montparnasse surgió en aquel momento ante Catherine.
–¿Quieres decir que deseas verme pavoneándome por las calles de la ciudad del brazo de un alemán? ¿Qué pensará la gente?
–Comprenderán –repuso Aristide, pronunciando las palabras con sereno despego– que te has prostituido con un oficial alemán. ¿Qué otra cosa cabe esperar que piensen?
–Pues bien, eso es algo que preferiría ahorrarles.
Aristide se encogió de hombros.
–No desearía… No puedo forzarte a salir con él. Y eso sin tener en cuenta lo importante que puede ser para nosotros.
Su sonrisa dio a entender una tolerante comprensión de sus objeciones. Sin embargo, sus ojos y el tono de su voz fueron vehículos de otro mensaje.
–¿Qué tal aspecto tiene? Quiero decir físicamente.
–Oh, muy buena apariencia…
Catherine quedó sorprendida de la facilidad con la que le habían salido aquellas palabras.
–Moreno. No parece en absoluto alemán. Como si de alguna manera hubiese sangre española en él.
–Debe de ser del Norte. De Hamburgo. Bremen…
Las observaciones de la chica habían resultado tranquilizadoras. Si el hombre hubiese sido gordo, calvo y bajo, razonó Aristide, le hubiera sido difícil abogar por él.
–La mayoría de los oficiales proceden del Norte. Los retoños de la Liga hanseática, gente condicionada por el mar. Resulta muy extraño, pero hay en ellos algo nuestro…
–Aborrezco positivamente la idea de salir con él, Anstide. Dime simplemente por qué es tan importante para ti… Y por favor, ahórrame ese cansino viejo
canard
acerca de Mata Hari, de la
femme fatale
.
Aristide se encogió de hombros.
Se puso en pie y siguió dirigiéndose a ella mientras paseaba por la estancia.
–No sé por qué es tan importante para ti dejar que este hombre te saque a pasear. Tal vez no lo sea… Quién sabe… No sabemos nada acerca de él. No sabemos de dónde procede. No sabemos tampoco qué hace en esa batería. Nada conocemos de sus lealtades. Y por encima de todo, Denise. no sabemos lo que él sabe… Hasta que tengamos alguna idea, ¿cómo saber lo importante que llegaría a ser para nosotros?
–Aristide, esto no es el París de 1938.
Una fría calma se había apoderado de nuevo de Catherine.
–Hoy la gente vende su alma por una buena comida. Y no saldrá conmigo sólo para practicar su francés.
Qué extraño resultaba lo pertinente de aquella observación, pensó Aristide. En aquel mundo raro de la ocupación, el verdadero acto de sumisión para una mujer no se producía por irse a la cama. Se llevaba a cabo en el comedor, en el restaurante del mercado negro, ante el rostro del olvidado lujo de la comida.
–No todos los hombres que salen con una chica guapa a cenar concluyen la cosa haciendo el amor con ella, Denise. De haber sido éste el caso, mi existencia habría, en realidad, sido mucho más satisfactoria de lo que ha sido.
Aristide regresó a su silla y encendió un espantosamente maloliente «Gauloise» de la ocupación.
–Supon –comenzó con lo remoto de su tono dando a entender que estaba a punto de discutir algún concepto abstruso– que te sugiero dos razones de por qué podría ser muy valioso para ti, a pesar de tus comprensibles reservas en el asunto, el salir a tomar una copa con ese caballero… En primer lugar, la incursión de comandos de Londres no va a funcionar. Los tres lo sabemos, estamos de acuerdo en ello. Ni tampoco incursiones aéreas. Por lo tanto, el Almirantazgo, por mucho que le disguste, tendrá que traer sus navíos a los estrechos para inutilizar a esos cañones, a menos…
–¿A menos qué, Aristide?
Catherine no ocultó su petulancia.
–A menos que nosotros, los tres que estamos en esta habitación, podamos encontrar una cuarta opción.
–¡Oh, Dios mío! ¿He de suponer que vas a decir que lo que quieres que haga es que me acueste con ese alemán, le vuelva loco de lujuria, si es ése el término, y luego le haga volar esos cañones para nosotros? ¿Qué diría Londres a esa idea?
–Londres diría lo que siempre afirma en tales situaciones: «Se lo dejamos a su criterio.» Denise, por favor, no pienses que soy tan ingenuo como pareces dar por supuesto que soy. No quiero sugerir tan extravagante resolución a nuestros problemas. Lo que quiero decir, como jefe de esta red, es que nos enfrentamos a una situación, a una potencial situación, que debería explotarse, por lo menos hasta que hayamos determinado si es algo que merece sacarle partido. Desgraciadamente, tú eres la única que puede hacerlo para nosotros. Es posible, apenas concebible, estoy de acuerdo, pero todavía posible, que algo de lo que diga este alemán sugiera otra forma de resolver el problema de Londres. De todos modos, no de una forma tan dramática como sugieres.
Anstide inhaló una gran bocanada de su cigarrillo, tomando el silencio de ella como indicación de que algo de su acaloramiento inicial había desaparecido en sus argumentaciones.
–Comprendo cómo te sientes. No olvides que yo trabajo en el Ayuntamiento. Estoy siempre humillándome ante ellos de una forma que odio cada minuto que paso allí.
El movimiento de su cigarrillo acabó este pensamiento por él.
–Debemos seguir manteniéndote como lavandera en la batería, no te olvides de eso. El tenerlo de tu parte puede representarte menos problemas. En cualquier caso, no te pido que decidas ahora. Consúltalo con la almohada. ¿Cuándo conectas de nuevo con Londres?
–Mañana, a las diez y media.
–Enviaré a Pierrot contigo a las nueve y media. Puede echar un vistazo por si hay camiones alemanes de detección mientras transmites.
–Aristide, hay algo más…
–¿Acerca del alemán?
–No. Acerca de la radio. He realizado todas las emisiones desde mi cuarto. Londres ha aconsejado variar nuestros lugares de emisión para evitar los camiones goniométncos: los camiones de detección.
–Lo sé.
Aristide suspiró pero esta vez de forma casi penosa.
–Londres vive en un mundo perfecto. Pero nosotros no. Intenta moverte por ahí si lo deseas, radiar desde aquí, desde casa de Pierrot. El problema es que existen en la actualidad numerosos registros de paquetes en las calles, por lo que honestamente no creo que sobrevivas quince días sin que acaben pillándote con la radio a cuestas.
–¿Y cuánto tiempo sobreviviré sin ser atrapada, si sigo transmitiendo desde el mismo lugar?
Su pregunta provocó otro de aquellos silencios de Aristide, poblados de pensamientos.
–Como te dije cuando llegaste, Denise, tu trabajo es el más peligroso que tenemos. Y éste es el peor sitio en Francia para llevarlo a cabo. ¿Qué más puedo decir?
Según sabía, en algún lugar, en algún camino apartado y rural, en alguna semidesierta calle de la ciudad, oculto detrás de alguna despintada pared, en un tranquilo patio, un alemán estaba sentado pacientemente en un camión, con los auriculares sujetos a la cabeza, haciendo girar con lentitud una aguja en el dial de su radio. Era un cazador que acechaba a su presa con cuidado, meticulosamente. «Y yo –pensó Catherine– soy su presa.» Por lo menos, cabía decir que aquello era un pensamiento deprimente, pero, curiosamente Catherine lo alentaba a estar siempre en primer plano de su mente. Los padres primero, los amantes después, la habían prevenido de las consecuencias de cierta temeridad en su carácter. No había espacio para eso en lo que realizaba ahora. Para sobrevivir como operador de radio clandestino hay que trabajar para sostenerse, y cualquier alusión sobre esto, por lúgubre que pareciese, era bienvenida.
Eran las 10.20. Catherine se frotó las manos, como suele hacerse encima de un fuego chisporroteante en una noche fría. El ademán era a medias un reflejo nervioso y a medias una cuidadosa preparación para su transmisión. Pierrot ya estaba en la ventana, con los ojos estudiaba la calle de abajo. Transmitir desde el centro de Calais tenía algunas ventajas. Sólo nueve vehículos, cinco coches particulares y cuatro camiones, tenían
ausweisses
para circular por la ciudad. La posibilidad de que uno de ellos apareciese en su apartada calle durante una transmisión era mínima. Ella y Pierrot convinieron en que cualquier vehículo que entrase en el callejón sería casi con toda certeza una camioneta alemana de detección.
Su aparato estaba ya preparado y enchufado a la corriente. Su antena, un cable de quince metros recubierto de caucho, ondulaba como una serpiente por el suelo del apartamento. Era otra ventaja de transmitir desde Calais. Con la emisora de recepción de Sevenoaks apenas a 160 km de distancia, Inglaterra no tenía nunca el menor problema para captar su señal. Otros operadores del SOE, que debían emitir desde los Alpes o en el Sudoeste, se veían forzados a tener sus antenas fuera, donde podían ser localizadas fácilmente.
Bostezó, sabiendo, en el instante en que lo hacía, que eso reflejaba la tensión nerviosa que siempre sentía antes de salir al aire. Se desperezó, sonrió a Pierrot y luego, por décima vez. estudió el equipo que tenía sobre la mesa delante de ella. Lo había dispuesto con el cuidado y precisión de un cirujano que prepara sus instrumentos para una operación importante. El aparato estaba conectado a la electricidad general del apartamento. Sin embargo, una pila de seis voltios, regulada por un interruptor, estaba también adaptada al transmisor. Al lado del aparato, una lámpara, con su bombilla encendida, descansaba encima de la mesa.