Juego mortal (Fortitude) (35 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–¿De veras? – preguntó Paul, sin hacer el menor intento por ocultar su escepticismo–. No creo que Góring y su Luftwaffe hagan pagar caro a los ingleses ni siquiera una ventana rota durante estos días.

–La Luftwaffe no tiene nada que ver con esto. Es algo más, una nueva arma que nuestros ingenieros han desarrollado en el mar Báltico.

Strómelburg se levantó. Según pudo observar, su fotógrafo seguía aún con su trabajo.

–Al parecer estará atareado durante un buen rato. ¿Por qué no me voy primero? ¿Cuánto tiempo te llevará regresar desde Angers?

–Llegaré a eso de mediodía.

–Muy bien –le contestó con una sonrisa–. La próxima
Treff
será aquí, a las cuatro de pasado mañana.
Bon voyage
.

Londres

El comandante Frederick Cavendish escudriñó los rostros de todos los que estaban en el «Savoy Grill», hasta que localizó la figura familiar –con unas gafas de montura negra–, de quien se hallaba sentado remilgadamente a una mesa, clara pero no ostentosamente aparte de la multitud de comensales. La soledad era algo tan natural en el coronel Sir Claude Edwards Marjoribanks Dansey como las lágrimas en un borracho llorón. Asimismo, una calculada soledad, el deliberado aislamiento de un hombre que no quiere que las emociones de los demás se entremetan en su mundo privado, constituía también una característica principal de Claude. Era viudo, un hombre que había hecho conocidos más que amigos, que prefería el respeto al afecto de sus colegas y subordinados. Durante años había sido segundo jefe del Servicio Secreto, del jefe, Sir Stewart Menzies, el director del MI6. Su naturaleza tortuosa, ya fuese por un rasgo inherente a su carácter, o bien resultado de toda una vida en el Servicio Secreto, constituía el tema de una leyenda menor en los círculos de la Inteligencia de Londres. Al ver a Cavendish aproximarse a su mesa, le hizo una seña y ofreció al oficial del SOE sólo una insinuación de sonrisa.

–Tienes aspecto de estar extrañamente lúgubre –observó.

–Tengo razones para estarlo –suspiró Cavendish, al mismo tiempo que se instalaba en su sitio enfrente de Dansey.

–Pues me parece que tengo el mejor remedio para eso –le aseguró Dansey, al mismo tiempo que hacía un ademán hacia Manetlla, el
maitre d'hotel
del «Savoy»–. Dos martinis largos y muy secos –le pidió–, y dígale a Gerald que quiero que los haga de su botella de «Tanqueray» de antes de la guerra y no con ese espantoso
ersatz
que sirve a los aliados norteamericanos.

Sus tranquilos almuerzos constituían un ritual mensual para Cavendish y para Dansey, generalmente a sugerencia de Cavendish y ocasionalmente, como había sido el caso de hoy, por iniciativa de Dansey. Asimismo, su amistad había persistido a pesar de la amarga rivalidad entre el MI6 de Dansey, el principal Servicio de Inteligencia británico sénior, y la creación de guerra de Cavendish, el SOE. El viejo Dansey, de forma más bien poco característica, se había mostrado dispuesto a ayudar a Cavendish desde el momento en que éste había aceptado su nombramiento en el SOE. La mente de Dansey era un almacén de conocimientos sobre actividades de cobertura, de tácticas de espionaje, de cualquier maniobra sobre el terreno y de sinuosas estratagemas en el oscuro y diabólico mundo de la subversión. De forma ocasional,
Tío Claude
, como se conocía a Dansey, sin afecto palpable y nunca de forma abierta ante él, había mantenido entreabierta la puerta del almacén en beneficio de Cavendish. Naturalmente, apenas había podido entrever lo que había adentro, puesto que era muy bien conocido que Dansey no contaba a nadie, ni siquiera a su jefe, toda la historia. Pero lo que había mostrado fue a menudo lo suficientemente útil como para que Cavendish pudiese resolver algún intrigante problema. Por lo tanto, mientras el
maítre d'hótel
se dirigía a por sus bebidas, Cavendish se descargó de su descubrimiento de la traición de Paul, su agente de operaciones aéreas.

–Sí –musitó Dansey–, ya he oído susurrar algo al respecto. Parece que estás haciendo frente a un clásico ejemplo de esa subespecie de nuestro mundo: el agente doble.

–Así parece –replicó Cavendish–, pero debo admitir que estoy perplejo, completamente perplejo. Nunca había tenido la menor duda acerca de él.

–No, uno no suele sospechar de los mejores.

El camarero regresó y colocó un martini delante de Dansey. Éste lo probó como si estuviese sorbiendo un raro burdeos; luego dedicó un movimiento de cabeza aprobador a la obra maestra del barman.

–Lo que me intriga, Claude, es que había hecho un estupendo trabajo para nosotros desde que se encontraba allí –observó Cavendish una vez el camarero hubo desaparecido–. Ese pequeño servicio de taxi que dirige supera el servicio de «Imperial Airways» que solía regir entre Croydon y Le Bourget antes de la guerra. Sin él, mis operaciones se hubiesen detenido, detenido totalmente.

–¿Cuánto tiempo llevaba en esto?

–Unos ocho meses.

Dansey permaneció silencioso durante un momento, casi masticando la ginebra de antes de la guerra de su martini; aparentemente intrigado por lo que Cavendish le había contado.

–Ha realizado treinta y siete operaciones para mí…

La voz de Cavendish había adoptado el tono de un abogado que se esfuerza por convencer a un juez de que debe reducir la sentencia de su cliente.

–Agentes entregados ochenta y uno, y sacados ciento veintiséis.

Dansey inclinó la cabeza en respetuoso reconocimiento del logro que representaban las cifras de Cavendish.

–¿Y cuántos de esos ochenta y uno has perdido? ¿Eres consciente de eso?

–Siete. Pero a cuatro de ellos los atraparon tanto tiempo después de su aterrizaje que no es posible relacionar su arresto con Paul. Y no tengo razones para creer que a los otros tres los detuviesen tampoco por su culpa. No hemos tenido nunca el menor problema en una operación. Y algunas de las personas que ha sacado se encontraban literalmente a un paso de que la Gestapo les cogiese. Unos agentes buscadísimos, digamos que desesperadamente.

–Incluso suponiendo que esos siete hayan sido detenidos por su culpa, podríamos considerar que constituye un justo precio que hay que pagar por una operación con éxito, ¿no te parece?

Cavendish estuvo a punto de vomitar su ginebra ante el horror de aquel pensamiento.

–No, si el precio es un hombre que, deliberadamente, está traicionándonos ante la Gestapo.

Dansey hizo un gesto como si quisiese apartar algunas migas imaginarias en el inmaculado mantel del «Savoy».

–Claro, Freddy… Todo esto es más bien intrigante, ¿no crees? Dime, ¿puedes clausurar su operación y seguir metido aún en tu asunto?

–Supongo que tendría que quitarle de enmedio, ¿no es así? Pero constituye un desastre, un desastre sin paliativos. Su servicio es la única forma fiable que tengo para sacar agentes de Francia cuando las cosas se complican. Como sabes, los alemanes tienen en la actualidad las líneas costeras patrulladas de forma tan rígida que es imposible hacer entrar o salir gente por mar.

Cavendish tomó con entusiasmo moderado un sorbo de su martini.

–Si le dejo fuera, me quedo mutilado. Y en el peor momento de toda la guerra, precisamente cuando estamos preparando la invasión.

–¿No podrías eliminarle y poner a alguien en su lugar?

–Primero debería encontrar a alguien que le reemplazase. Luego entrenarle. Encontrar nuevos campos. Conseguir que la RAF los acepte. Todo eso llevaría por lo menos un mes, probablemente mucho más.

Cavendish se tomó otro trago de su martini, esta vez con un entusiasmo mucho mayor.

–No, este asunto es espantoso. Me temo que no tengo elección. Debo conseguir que vuelva y entregarlo a las autoridades.

Dansey hizo un ademán desaprobador con la mano.

–¿Por qué? – preguntó–. La justicia no disfruta de un
status
particularmente elevado en nuestra línea de trabajo. Siempre cabe esperar un momento más oportuno.

Acabó sus observaciones con una cautelosa mirada al camarero que se aproximaba. Ambos hombres observaron el reforzado menú de tiempo de guerra del grill del «Savoy» que constituía la delicadeza del día: abadejo al vapor.

–Dime –inquirió en cuanto el camarero desapareció–, si no te parece indiscreto por mi parte, me gustaría que me contases un poco más acerca de él.

–En absoluto… –replicó Cavendish.

Estaba más interesado en la valoración por Dansey de la operación que en mantener una presunta discreción.

–Su nombre es Henri Le Maire. Pasó los Pirineos a fines del verano de 1942. Fue piloto para el Servicio Postal francés antes de la guerra. Una especie de Saint-Exupéry, excepto que no posee un encanto irresistible. Voló en su Fuerza Aérea en 1939 y 1940. Después del armisticio, se estableció en Marsella y consiguió un trabajo como piloto de pruebas para uno de los fabricantes de aviones de Vichy.

Dansey siguió pinchando.

–¿Cómo entró en contacto contigo?

–Archie Boyle me lo trajo. Me dijo que había venido a Inglaterra porque deseaba volar en la RAF, pero el tipo de los Servicios especiales de la RAF estaba al corriente de que buscábamos a alguien para nuestras acciones del «Lysander», por lo que nos lo pasaron.

Se produjo otra pausa mientras el camarero regresaba con su abadejo. Dansey se lo quedó mirando de forma tétrica.

–¿Sabes que me he pasado toda la niñez resistiendo las admoniciones de la niñera para que comiera este maldito pescado?

Gimió.

–Y ahora el «Savoy» nos lo sirve como una cosa exquisita. Dios condene a Hitler y a todas sus obras.

Dansey se golpeó ligeramente los labios con la servilleta del «Savoy», de un lino tranquilizadoramente pesado.

–¿Te gustaría saber cómo veo la situación?

–Naturalmente –replicó Cavendish, enfocando toda su atención sobre el anciano.

–Supongo que la Gestapo debió de atraparle poco después de que le enviases. Probablemente, o bien le obligó a cooperar con ellos de esa forma amistosa suya, o bien decidió seguir adelante y salvar su cuello…, y sus testículos.

Cavendish mostró su acuerdo con una mueca.

–Ahora bien, apostaría a que llegaron con rapidez a la conclusión de que lo interesante para ellos en su operación era el espionaje de vuestros paquetes del correo. A fin de cuentas, unos sólidos materiales de Inteligencia son más aptos para hacerles ganar la guerra que una docena de vuestros agentes, con los debidos respetos a vuestra organización.

–Adelante, por favor.

–Pero si debían asegurarse una ojeada regular de esos paquetes de espionaje vuestros, debían dejarle dirigir sus aterrizajes sin ser molestado, ¿no te parece? Si comenzaban a hacerse con vuestros agentes, sabían que tú llegarías a captar el hecho de que la cosa no funcionaba y que constituía una trampa.

Dansey se retrepó en su asiento, con aquella helada mueca que le caracterizaba haciéndola por primera vez en el almuerzo.

–Esto puede tener que ver con el hecho de que sus operaciones para ti se han desarrollado con tanta suavidad. Probablemente, las ha estado llevando a cabo bajo la protección de una cobertura de la Gestapo. Un tipo inteligente.

–Un inteligente bastardo –suspiró Cavendish–. Supongo que lo mejor será que encuentre una excusa para hacerle regresar y entregarlo al MI5.

–Puedes hacerlo –convino Dansey–, o bien mirar las cosas desde una perspectiva a más largo plazo.

–¿De qué manera?

Con una satisfacción inspirada por los recuerdos de su insistente niñera, Dansey apartó el plato de abadejo apenas empezado.

–Existe una regla fundamental que cabe aplicar cuando se valora la situación de un agente doble. ¿Quién sacará más de él, tú o los del otro lado? Si la respuesta es que tú, déjale seguir adelante. Si son ellos, mátale.

–¿Estás dando a entender que debo dejarle seguir adelante?

–En efecto. Naturalmente, se trata de un riesgo calculado. Esas cosas siempre lo son. Pero a mí me parece que sus Servicios son tan valiosos que los riesgos justifican la apuesta.

–¿Pero, qué debo hacer con el correo?

Dansey consideró aquello durante un momento.

–Obviamente, no puedes decir a tu gente en el campo que debes deshacerte de él. Uno de ellos se tomaría la justicia por su mano y lo haría por ti. Y de todos modos, probablemente la cosa llegaría a oídos de los alemanes. No, lo que creo que deberías hacer es decir a tu gente, por mensajes cifrados de radio, que con el asunto de la invasión en marcha cualquier cosa de importancia debe hacerse a partir de ahora por radio. Diles que usen el correo sólo para material de tipo secundario. Informes acerca de los efectos de un bombardeo, de los estudios de sabotaje, de quién dirige los sindicatos ferroviarios en Dijon… Proporcionar a nuestros amigos de la Avenue Foch sólo el material de lectura suficiente para apaciguar su curiosidad. Esperemos que, cuando despierten ante lo que está sucediendo, Eisenhower ruede ya hacia París. Y en el entretanto, tendrás que emplear sus graciosos auspicios para mantener a tu gente entrando y saliendo en el momento en que sea más importante para ti.

La firmeza y simplicidad del plan de Dansey hizo funcionar la mente de Cavendish con nerviosa excitación. Caramba, emplear a la Gestapo como Paraguas protector para una de las más vitales operaciones de su servicio. La simetría de la cosa resultaba perfecta.

–Naturalmente –hizo observar al anciano–, si la cosa sale mal, seremos nosotros los que pagaremos el pato.

–En efecto… Ése es siempre el riesgo de una cosa así. Pero lo que realmente conlleva todo eso, como tan a menudo sucede en nuestro pequeño mundo, es una bonita valoración de las pérdidas y de las ganancias. Y cuando se añaden las cosas positivas y las negativas, se llega a la auténticamente firme conclusión de que el equilibrio parece caer a nuestro favor.

Cavendish reflexionó durante unos momentos antes de replicar.

–Creo que tienes razón.

–Sí –repuso Dansey–. Estoy completamente seguro.

Calais

La muchacha de la cama emitió una sonrisilla maliciosa.

–Ese doctor me ha puesto demasiada escayola en el tobillo y apenas puedo levantarlo.

Se esforzó por levantar el yeso que envolvía su pierna derecha de la almohada donde se apoyaba y luego lo dejó caer con un ruido sordo que le hubiera producido un alarido de dolor…, si realmente hubiese tenido el tobillo roto.

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