Exactamente a la una y media, se presentó ante Paul el auténtico camarero de la «Brasserie».
–Es para usted –le dijo señalando con la cabeza la cabina telefónica que se encontraba en un rincón de la barra.
Era su correo del «Uno Dos Dos».
–Todo ha ido bien –le dijo–. Han reconocido la recepción.
Y luego había colgado.
Complacido con su brevedad y obvio sentido de la seguridad, Paul regresó a su sitio, se acabó la cerveza y se fue.
Se encaminó hacia el Arco de Triunfo, con pasos rápidos y humor optimista. Su siguiente reunión debía tener lugar en el otro extremo de París, para elaborar las disposiciones a fin de recoger a los dos pilotos de la RAF que abandonaban el país, en la Gare d'Austerlitz, y conducirlos hasta su campo en las afueras de Angers. A partir de ahora debería representar una elaborada y potencialmente mortífera charada. Nadie debía sospechar que la misión iba a ser suspendida. Debía permanecer alerta ante cualquier nota falsa que estropease su juego a los ojos de los vigilantes de Strómelburg.
Éste se pondría furioso cuando Londres dejase de radiar el mensaje de confirmación, a través de la «BBC», el domingo por la noche. Deseaba, desesperadamente a aquel agente que se suponía que iba a llegar. Esto estaba claro. Mientras no diese razón a los sabuesos de la Gestapo para sospechar de él, Paul estaba seguro de que saldría de la operación indemne del todo. A fin de cuentas, no sería la primera vez que Londres había cancelado una misión en el último momento. Las palabras tranquilizadoras de Strómelburg, brindándole una vía de escape si las cosas iban mal, parecía probar lo suficiente a Paul que gozaba de la completa confianza de los alemanes. En el fiel de la balanza, pensó que Strómelburg ordenaría a sus hombres que se apoderasen de los pilotos de la RAF en cuanto Londres abortase la misión. ¿Pero, por qué iba a dejar de lado su juego por un objetivo tan poco consecuente? No, Strómelburg dejaría pasar aquel incidente y aguardaría a que Londres volviese a programar la misión, lo cual, naturalmente, no harían…
Al calcular los cambios de su traición, Henri Le Maire, alias Paul y alias Gilbert, se mostró eufórico. Existía para burlarse de los otros, para manipularlos, para sobrevivir como un animal por su propia fuerza e instintos. Desde la temeridad de su pubertad, en su búsqueda del cielo y la tormenta en lugares abiertos, el peligro había constituido la droga de su psique, sin la cual no podía vivir. Ahora, en este glorioso día de primavera, en la ciudad más encantadora del mundo, se hallaba vibrantemente feliz porque se encontraba donde había siempre querido estar: en equilibrio sobre el filo de la navaja de la existencia.
Las noticias no era malas; eran fatales. Aquel incomparable tiempo primaveral, que había abrazado tan gentilmente a Europa durante una quincena, se encontraba a punto de acabar. Una tormenta se acercaba a Bretaña por el Oeste. Había comenzado como una turbulencia de tipo menor, bautizada como L5 por los meteorólogos del SHAEF cuando apareció por vez primera en Terranova, el lunes, 29 de mayo. Había avanzado hacia el Este a través del Atlántico, aumentando en fuerza e intensidad. Durante las últimas horas, los meteorólogos de SHAEF se habían aferrado a la esperanza, cada vez más reducida, de que la senda de la tormenta se encaminaría de alguna forma hacia el Norte, lejos de la zona de invasión.
Pero éste no había sido el caso. La tormenta, según le había prevenido a Eisenhower el capitán de Grupo John Stagg, meteorólogo jefe, en «Southwick House», la noche del sábado 3 de junio, alcanzaría con toda certeza el canal con una fuerza 5, con nubes y mares agitados, el lunes 5 de junio, exactamente en el momento en que la flota invasora se acercara a las orillas normandas. Se trataba de la peor noticia que el americano podía haber recibido. Muy a pesar suyo, ordenó un aplazamiento de veinticuatro horas del asalto, que sería confirmado, tras una revisión del último minuto del tiempo, para las 0415 del domingo 4 de junio.
Poco después de que Eisenhower hubiese tomado su decisión, sonó un teléfono verde en las oficinas subterráneas de la Sección de Control de Londres. Lo mismo que
Overlord
dependía de una valoración del tiempo precisa e intrincada para mezclar los miles de elementos de que se componía, del mismo modo, llevar a cabo el plan de engaño
Fortitude
de Ridley, dependía de su propia pauta de un exquisito cálculo del momento. Ridley se sentó de inmediato para calcular el impacto que el aplazamiento tendría sobre los tres canales que contaba implantar en su plan para los alemanes: sus agentes dobles, Bruto y Garbo, y aquella tercera pata que acababa de añadir y que ahora llevaba el nombre en clave de «Gambito de reina».
De los tres, Bruto, el oficial de la Fuerza Aérea polaca, era el más manejable. Según el guión de
Fortitude
, Bruto había de pasar la última semana de mayo viajando por el sudeste de Inglaterra, visitando al imaginario Primer Grupo de Ejército estadounidense de Ridley, en su condición de oficial de enlace polaco. El miércoles 31 de mayo, había regresado a Londres y comenzado a enviar una serie de despachos críticos a su controlador de la Abwehr en París, el coronel Reile. Representaban el núcleo de la contribución de Bruto a
Fortitude
. Con ellos, Ridley pretendía unir, en beneficio de los alemanes, los fragmentos de información errónea que les había estado suministrando durante un mes en falsos mensajes inalámbricos, los despliegues de los falsos campamentos de soldados, los bocados de cardenal pasados por otros agentes dobles.
Bruto proporcionó a los alemanes el nombre del imaginario comandante del Grupo de Ejército, el general Patton, revelando que estaba compuesto por dos ejércitos, el Tercero estadounidense y el Primero canadiense, equilibrado por un segundo, y en cierto sentido más pequeño Grupo de ejército, en el sudoeste de Inglaterra, el 21.°, a las órdenes del general Montgomery. Esto, naturalmente, representaba la auténtica fuerza de los aliados, de cuya existencia y disposición los alemanes eran ya conscientes a través de sus interceptaciones inalámbricas del tráfico real por radio de los grupos.
Unos días después, Bruto había elucidado aún más cosas respecto del FUSAG, proveyendo a los alemanes de las identidades de cierto número de sus Cuerpos y Divisiones imaginarios. Ningún agente hubiera podido enviar una información tan detallada a los alemanes y lograr que le creyeran. Bruto era capaz de hacerlo porque constituía el único agente doble de que disponía Ridley como oficial en servicio. En la mañana del D + 1, Ridley planeaba ofrecer a los alemanes la guinda del pastel. Enviaría a Bruto a un viaje de inspección por los cuarteles avanzados del FUSAG en el castillo de Dover. Allí, Bruto observaría, en beneficio de la Abwehr, las unidades imaginarias del FUSAG realizando evidentes preparativos de embarque. Incluso se le permitiría entreoír algunas observaciones indiscretas del mismo general Patton, que según los alemanes sabían, nunca conseguía mantener la boca cerrada. La idea de Ridley era hacerle regresar a Londres la noche del D + 2 para poder mandar a la Abwehr, en París, un mensaje resumiendo todo cuanto había visto y oído, señalando todo ello, obviamente, hacia un ataque en el Pas de Calais. A partir de entonces, Ridley aún no había informado a los alemanes respecto de que su preciado polaco iría a Dover, retrasando su imaginaria partida durante veinticuatro horas, para acomodarla al aplazamiento de la invasión, todo ello algo muy simple.
El caso de Garbo, el agente doble español, era mucho más complejo. Finalmente, Eisenhower había sido persuadido para que permitiera a Garbo decir a su controlador de la Abwehr, en Madrid, a las 0300 del Día D que la flota de invasión se hallaba ya en el mar. Esto ocurriría tres horas y media antes de que la primera oleada de soldados llegase en realidad a tierra. De acuerdo con el plan, su fuente de información sería uno de sus agentes imaginarios de la red, 5(2), un camarero gibraltareño que se suponía que trabajaba en la cantina de los militares en el campamento Hiltingbury, donde se hallaba acuartelada la Tercera División de Infantería canadiense. En realidad, la División desembarcaría aquella mañana del Día D en la denominada Juno Beach.
Para hacer la historia plausible a oídos alemanes, los engañadores de Ridley habían imaginado un elaborado plan. En mayo, los canadienses habrían participado en un ejercicio de invasión, que los ingleses estaban seguros de que sería localizado a través de los reconocimientos aéreos alemanes. La víspera del ejercicio, el gibraltareño le dijo a Garbo, en un estado de gran excitación, que «la División canadiense había sido provista de raciones frías para dos días, chaquetas salvavidas y bolsas de caucho para vomitar durante un viaje por mar, y que acababan de abandonar el campamento».
Garbo llegó a la conclusión de que la invasión estaba de camino e informó a Otto Kuhlenthal, su controlador de la Abwehr en Madrid. Le proporcionó todos los detalles que el imaginario gibraltareño se suponía que le había suministrado, haciendo hincapié incluso en las bolsas para vómitos. Luego, cuarenta y ocho horas después, cuando el gibraltareño informó que todo había sido un ejercicio y que los canadienses se encontraban de regreso al campamento, Garbo explotó. Le dijo a Kuhlenthal que haría trizas a su gibraltareño que, según se quejó, «había desplegado la habilidad de un bobalicón».
Todo aquello había proporcionado uno de esos deliciosos momentos en el engaño que Ridley saboreaba tanto. Kuhlenthal reaccionó, exactamente como el inglés deseaba, es decir, rogando a Garbo que salvase su auténtico
petardo
, cosa que Ridley planeaba tener en cuenta más tarde. «No debemos hacer reproches a 5(2) –radió Kuhlenthal a su agente de primera clase–, pues, a fin de cuentas, los soldados y la mayor parte de los oficiales, indudablemente, abandonaron el campamento convencidos de que se trataba de la invasión, y sólo unos cuantos oficiales de elevada graduación conocían que el auténtico objetivo era un ejercicio.»
Así, ante su insistencia, el gibraltareño había sido conservado en el rol de Garbo. El plan de Ridley se servía ahora de él para suministrar a Garbo exactamente la misma historia de la partida de los canadienses la víspera de la invasión, también con chalecos salvavidas y bolsas para vomitar, pero con un añadido crítico. Le contaría a Garbo que la avanzadilla de una nueva División había llegado ya para ocupar los cuarteles de la Tercera División. Resultaba claro que los canadienses no regresarían. Y esta vez se trataba de algo auténtico.
Sin embargo, la historia era bastante compleja, por lo que había aún otro problema que resolver para que la idea funcionase. El puesto de escucha de la Abwehr en Madrid que recibía los radiomensajes de Garbo salía al aire a medianoche y a las siete de la mañana. El mensaje crítico de la invasión debía emitirse a las tres de la madrugada. Así que Garbo había de encontrar un pretexto para mantener a Madrid abierto las veinticuatro horas del día durante la primera semana de junio. Una vez más fue Kuhlenthal de la Abwehr quien, atentamente, proporcionó la respuesta. El 26 de mayo radió a Garbo que Berlín deseaba saber urgentemente «si la 52ª División británica permanece en sus campamentos en el área de Glasgow donde se encuentra de maniobras».
En realidad, uno de los agentes imaginarios de Garbo se hallaba situado en Escocia. Era un marino griego desertor y ardiente comunista, que creía trabajar para un círculo de espías soviético. Garbo informó a Madrid que su griego mantendría un ojo atento al embarque de la 52ª División en el río Clyde e informaría del instante en que la flota se hiciese a la mar. Como no existía garantía de que eso no ocurriese entre las siete de la mañana y medianoche, Garbo sugirió a Kuhlenthal que mantendría su radio abierta durante veinticuatro horas al día hasta que las tropas embarcasen. Complacientemente, Kuhlenthal se mostró de acuerdo. Esta disposición, reflexionó Ridley, se acomodaría admirablemente bien a un retraso en la invasión.
Sin embargo, «Gambito de reina» era un problema por completo diferente. Bruto y Garbo operaban desde suelo británico; los actos de apertura de «Gambito de reina» deberían tener lugar dentro de la Europa ocupada. Siguiera o no la invasión su horario, Ridley debía tener sus actores en acción si la trama quería albergar la menor esperanza de éxito. Media hora después de su llamada a «Southwick House», dispuso los arreglos finales para que «Gambito de reina» siguiese su curso.
–Lo siento, querido muchacho, pero esos tanques «Sherman» vuestros, simplemente, no valen un pimiento. Sus placas de blindaje son tan delgadas que un hércules de circo podría agujerearlos. Imagínate lo que haría un obús de «Panzer».
El joven militar de la Guardia expresó su opinión con el tranquilo conocimiento de un hombre que aún no ha oído a su primer carro alemán disparar encolerizado sus andanadas. Era uno de los aparentemente inagotables suministros de jóvenes oficiales que Deirdre sacaba como hombres extras en el momento preciso. Se lo había proporcionado como escolta a Catherine en su salida nocturna por Londres.
Comenzaron con una cena en el apartamento de ella. T. F. había conseguido unos filetes del economato de los generales, a través de Ingersoll, que parecía tener contactos en todas partes. Deirdre –morena, agitada, con una sugestión de malicia en su humor–, Catherine –rubia, reposada, irradiando una serenidad interior que T. F. atribuyó al principio a su belleza, pero que estaba ahora inclinado a adscribir a la fuerza de carácter que había necesitado para permanecer como agente detrás de las líneas aliadas–. Aunque ni él ni Deirdre sabían qué iba a hacer allí, ambos eran conscientes de que regresaba a la Francia ocupada dentro de menos de veinticuatro horas. Esto, de una forma muy comprensible, le confería un aura especial a sus ojos y a medida que avanzaba la velada, T. F. había observado cómo entre ambas muchachas comenzaba a desarrollarse un vínculo especial.
Después de la cena, fueron al «400». Como siempre ocurría los sábados por la noche, estaba atestado, pero al ver a Deirdre, Manetta les había encontrado una mesa y se apresuró a traer la botella particular de escocés de T. F. del botellero del club guardado bajo llave. T. F. preguntó a Catherine si quería bailar.
Acomodándose en la atiborrada pista de baile, la mujer alzó la mirada hacia él, sonrió, sacudió su melena y se dejó encerrar entre sus brazos. T. F. sintió los fuertes músculos de sus muslos apretarse contra él y, con el brazo que rodeaba su cintura, la tensión de su torso. Resultaba claro que había sido soberbiamente entrenada en cualquiera de las escuelas secretas que los británicos tenían para sus agentes.