Aristide, obviamente perdido en los pensamientos que aquella sobria lectura le hubiese inspirado, sacó el microfilme de su trípode, cogió una de las cerillas auténticas de la caja en que habían llegado y los quemó.
–Están locos –dijo, finalmente, volviéndose hacia Catherine y Pierrot–. ¿No comprenden lo que ha sucedido aquí desde que Rommel se hizo cargo de las cosas? Están sembrando minas a lo largo de esta costa como…
Hizo un gesto raro con los dedos.
–Rommel ha ordenado que se talen 30.000 árboles para convertirlos en estacas, esos espárragos suyos. Incluso ha obligado a los médicos, a los abogados, a los farmacéuticos a salir a clavarlos en los campos. Para cuando hayan terminado no podrá aterrizar un planeador ni siquiera a ochenta kilómetros de Calais.
–Y esperan que les consigamos información sobre aquella batería cuando no podemos ni acercarnos a menos de un kilómetro de sus cañones –comentó Pierrot, echándose a reír ante lo absurdo del requerimiento de Cavendish.
–¿Y por qué no? – preguntó Catherine.
–Están completamente vetadas a los civiles franceses –replicó Pierrot.
–Por lo que sé, sólo dos franceses han estado dentro de la batería desde que la construyeron –añadió Aristide–. Uno, el director de la «Béthune», la Compañía de electricidad. La otra, una mujer.
–¿Una mujer? – inquirió Catherine–. ¿Alguna especie de fulana?
–No exactamente –se echó a reír Aristide–. Hace la colada de los oficiales. Nuestros conquistadores parecen incapaces de lavar su ropa interior.
París
Paul anduvo a lo largo de la Avenue Wagram, acabando de llevar a cabo la misma elaborada charada que, unos días antes, había precedido a su cita con Strómelburg y el fotógrafo de la Gestapo en la Place des Ternes. Su destino esta mañana era la pequeña barra lateral de la «Brasserie Lorraine», el café-restaurante en cuya terraza se había tomado un aperitivo con Catherine.
Como siempre, llegaba con antelación a esta reunión. Esto le confería unos minutos para andar por la acera delante de la «Brasserie», estudiar las revistas en el quiosco de la esquina, para hacer un escrutinio de la zona buscando algún rostro sospechoso o la incongruente visión que le indicaría que la «Brasserie» se hallaba bajo vigilancia. Al igual que la rutina de las librerías, esto formaba parte del riguroso procedimiento de seguridad que Paul se forzaba a seguir él mismo y a los miembros de su red de operaciones aéreas. Por ejemplo, para sus llamadas telefónicas, había elaborado una rutina particularmente difícil. En primer lugar, el que telefoneaba debía dejar sonar el teléfono tres veces, colgar y llamar de nuevo. Su primera pregunta debería ser la frase francesa ritual
Ça va
: «¿Cómo van las cosas?»
La réplica sería inevitablemente una queja acerca de un enfriamiento del pecho, una garganta inflamada o una mala noche pasada. Eso daría la tranquilidad de que todo iba bien. El razonamiento de Paul, explicado pacientemente a los miembros de su red, radicaba en que si alguno de ellos era capturado por la Gestapo y se veía forzado a responder a su teléfono, los alemanes que escuchasen esperarían una desarmante, indiferente –y tranquilizadora– respuesta a la pregunta de
Ça va
. Por lo tanto, la respuesta normal de «Todo va muy bien» sería señal de que el que hablaba se hallaba bajo control alemán. Naturalmente, los rituales prolongados con que se procedía en cada una de sus reuniones poseía una completa ironía al respecto. Esta mañana se iba a reunir con su operador de radio. Sin embargo, Stromelburg conocía ya quién era el operador, cuál era su nombre en clave, dónde vivía, dónde transmitía, cuáles eran los momentos de emisión. Y lo sabía porque el mismo Paul le había suministrado toda esa información cuando comenzara a trabajar como agente alemán seis meses atrás. Ambos hombres deseaban asegurarse de que la detección de radio alemana dejaría tranquilo al operador y que los soldados alemanes no irrumpirían en su piso una noche para arrestarle en medio de una transmisión.
Cuando Paul empezó a caminar hacia la barra, un espasmo de melancolía le acometió al pasar ante la mesa que había compartido con Catherine. A pesar de su intensa autodisciplina, olvidó por un segundo la seguridad, a su operador de radio, su propia peligrosa y comprometida existencia y se permitió hundirse en el recuerdo de sus momentos juntos. La visión de su operador colgado cual una especie de muñeco de gran tamaño en su taburete de la barra, le hizo volver de nuevo a la realidad. El operador tenía poco más de metro y medio de altura, un inconveniente al que debía estar agradecido cada vez que los alemanes hacían redadas de franceses para incrementar la fuerza laboral en el Reich. Al igual que los pescadores, que vuelven a arrojar al mar las capturas de talla reducida, los alemanes, inevitablemente, rechazaban sus servicios a causa de su tamaño. Ambos charlaron durante unos minutos al lado de un vaso de vino. Mientras lo hacían, Paul, de una forma natural, se metió en el bolsillo la cajetilla de cigarrillos que el operador había dejado encima de la barra.
Diez minutos después, estaba de regreso en su piso, descodificando el mensaje que contenía. Era una clara notificación de su próximo vuelo:
«Operación "foxtrot" confirmada campo seis mañana –leyó–. Tres individuos a su discreción stop Lleve a Susan Anatole a París stop Código letra "L" stop BBC Lanzará mensaje: "ROSAS SALDRÁN EN EL CAIRO" STOP Confirme MAÑANA HUIDA».
El texto significaba que un «Lysander» llegaría al día siguiente por la noche a su campo cerca de Angers, trayendo a tres personas, a dos de las cuales –en nombre en clave «Susan» y «Anatole»– debería escoltar hasta París. El tercero –hombre o mujer– desaparecería por su cuenta. No se había previsto que saliese nadie, pero Paul quedaba libre para utilizar su sentido de la prudencia embarcando pasajeros en el avión de regreso. Londres confirmaría la llegada del avión a las 9.15 de la noche radiando el mensaje «Las rosas saldrán en El Cairo». Al oírlo en la casa de campo, que emplearía como casa segura en las afueras de Angers, Paul sabría que el avión estaba de camino. Sólo el mal tiempo podría detener la operación.
Se metió en el bolsillo el mensaje y el paquete del correo que estaba previsto que se llevasen en aquel vuelo. Luego, poniendo en marcha una vez más la compleja pantomima, se dispuso a entregar el material a Strómelburg y a su fotógrafo de la Gestapo.
Londres
–¡Ah, Dicky! Cuánto me alegro de verte. Permíteme ofrecerte una taza de té en la sección francesa.
El comandante Frederick Cavendish, el hombre que había instruido a Catherine la víspera de su partida hacia Francia, se puso en pie mientras saludaba.
–¿A qué debo el placer de esta visita?
Richard Moore-Ponsonby era un oficial de preguerra del MI5, la Contrainteligencia británica y, durante los pasados tres años, había sido director de la Junta Directiva de Inteligencia y Seguridad del SOE. Su oficina era responsable de dotar de condiciones de seguridad a los reclutamientos del SOE y prevenir, hasta donde ello fuese posible, la penetración de la Gestapo en sus redes en el campo. Parecía un personaje de Agatha Christie en una de sus novelas de misterio y de asesinatos, algún
chief constable
del Lincolnshire llamado a la mansión señorial con su brillante traje azul para investigar la muerte de un invitado de la casa. Pero en realidad no tenía nada de todo esto. Su apariencia benigna en cierto modo torpe, escondía una mente que había proporcionado hacía mucho tiempo a Moore-Ponsonby un asiento en la Mesa Alta de la inteligencia británica.
–Me temo que no sea nada que estés demasiado ansioso de escuchar –dijo, al tiempo que contemplaba la humeante taza de té que la ayudante FANY de Cavendish había dispuesto ante él–. ¿Te acuerdas de cuando el dirigente de tu red «Ajax» salió de Francia hace un par de semanas?
Cavendish se acordaba muy bien. El hombre era uno de los pocos franceses encargados de una red importante del SOE, un oficial profesional del Ejército, un antigauliista que, sin embargo, compartía las nociones del líder acerca de la llamada
grandeur
.
–Pues ha venido a verme en la mayor confianza. Dice que tiene razones para creer que Paul, nuestro oficial de operaciones aéreas, ha estado mostrando el correo que le entregaba a los alemanes.
–En realidad debo reconocer que me cuesta creerlo. ¿Por qué diablos no ha venido a verme y me ha contado toda esa historia?
Moore-Ponsonby realizó un encogimiento de hombros, con deferencia.
–En efecto, pero creo que sus sospechas no estaban suficientemente arraigadas como para irrumpir aquí y armar un jaleo en la sección. Su historia es que se ha enterado de que una parte de información que sólo podría proceder de uno de sus paquetes de correo recientes, fue mostrada a un prisionero durante un interrogatorio de la Gestapo.
Cavendish se apretó el botón de la guerrera de su uniforme con nerviosa preocupación.
–Algo inquietante tal vez –convino–, pero la Gestapo tiene un montón de maneras de conseguir su información, ¿no te parece?
–En efecto. Sin embargo, ¿no es verdad que debemos comprobar esas cosas? Lo que hice fue proporcionarle una docena de hojas de papel especialmente tratado cuando regresó. Es algo que el laboratorio ha preparado para nosotros. Al aplicar al papel cierto producto químico, pueden decir si ha sido expuesto o no a una luz intensa. En otras palabras, fotografiado. Le dije que los emplease la próxima vez que enviase un paquete del correo a través de Paul, tu oficial de operaciones aéreas.
Moore-Ponsonby hizo una pausa.
–Ese paquete llegó el sábado.
–¿Y…?
–Las seis hojas habían sido fotografiadas.
París
Un brillante cono de luz que caía del trípode dejaba el salón de la Place des Ternes de París en la penumbra, del mismo modo que la luz sobre un ring de boxeo deja el resto del recinto en la oscuridad. Confortablemente instalado en un sillón en la sem i oscuridad, Paul revisó su próxima operación para Stromelburg. mientras el rápido clic del disparador de la «Leica» contrapunteaba sus palabras.
El alemán asintió aparentemente con el mismo interés a cada frase que él pronunciaba, pero estaba fingiendo. En realidad, Strómelburg sabía ya los detalles de la operación «Foxtrot» desde antes que Paul. Había estado leyendo las comunicaciones de su agente de radio con Londres. Y no es que Strómelburg desconfiase de su agente principal. Simplemente, tenía una naturaleza tan suspicaz que si hubiera sido un apóstol habría sospechado de las buenas intenciones del Espíritu Santo. La primera cosa que había hecho cuando Paul le proporcionó la localización de su operador de radio y de su plan de transmisión, fue ordenar al Boulevard Suchet que averiguase su código. El esfuerzo le había llevado un mes. Desde entonces, Strómelburg había leído cada cable que Paul había mandado o recibido. Eso le había proporcionado una prueba perfecta acerca de la fiabilidad de Paul, una manera sutil de descubrir si le mentía o de forma deliberada retenía alguna información. El francés se había mostrado por encima de toda sospecha en ambos puntos.
–Dime –le preguntó Strómelburg cuando el discurso de Paul hubo acabado–, ¿tienes alguna idea de quiénes son Susan y Anatole o lo que van a hacer?
–No –replicó Paul–. Que yo recuerde, nunca he intervenido con ellos en nada.
Strómelburg emitió un suspiro de frustración. El SOE de Londres mantenía una rígida seguridad en la operación de Paul. A Paul no se le suministraban ni siquiera los nombres en clave de los pasajeros que le llegaban a menos, como en este caso, que se le ordenase conducirlos a alguna parte, por lo general a París. Casi una tercera parte de los agentes que llegaban se desvanecían, simplemente, en la noche. Naturalmente, Paul conocía los nombres en clave de los pasajeros que salían, pero a menos que desatasen la lengua carecía de todo medio de averiguar a qué red pertenecían o dónde habían estado estacionados. Además, Strómelburg no podía tocar a los pasajeros que se iban, puesto que de hacerlo echaría a perder toda la operación.
Localizar a los agentes que Paul debía conducir hasta París, seguirlos a sus destinos una vez alcanzaban la capital, era algo que se había convertido en mucho más difícil de lo previsto. Enviar a Keiffer a observar un aterrizaje y mirar con detalle a los hombres, constituía un ejercicio inútil. En la oscuridad, no podía acercarse lo suficiente al avión como para observar los rasgos de los agentes que llegaban. Eso significaba que nunca serían capaces de reconocerlos al día siguiente en una atestada estación de ferrocarril o en el compartimiento de un tren.
Tal como Londres exigía, las casas de seguridad de Paul tendían a ser aisladas, tan difíciles para sus agentes de observar sin ser detectados como lo eran sus campos. Paul y sus agentes tenían órdenes de no llegar juntos a las estaciones de ferrocarril, de no viajar juntos, de mantener sus contactos a un mínimo. Como la regla cardinal de Strómelburg era no hacer nada que pudiera hacer despertar sospechas en los británicos, sus propios equipos franceses de la Gestapo tenían prohibido entrar en contacto con Paul. Su única oportunidad real de localizar a los agentes que llegaban se producía cuando Paul empleaba los campos tres o cuatro, localizados en el valle del Cher, muy lejos incluso de una estación ferroviaria de tamaño medio. Paul situaba esos campos cerca de unas estaciones de tren pueblerinas tan pequeñas, que él y sus agentes eran, por lo general, los únicos pasajeros a bordo en el primer tren de la mañana y por lo tanto, podían ser localizados por los hombres de Strómelburg que ya se encontraban en el tren. Como resultado de ello, Strómelburg no pudo cumplir su promesa a Kopkow de mantener al SOE en Francia bajo su control, lo mismo que tampoco podía contener el agua de un vaso en su puño cerrado. Sin embargo, era el juego de radio, y su acceso al correo, lo que constituía los únicos dividendos de la operación, beneficios cuyo valor presentaba más ventajas que el arresto de cualquier número de agentes.
–No creo que debamos preocuparnos esta vez por la vigilancia –dijo Strómelburg, encendiendo un «Lucky Strike»–. Lo que me gustaría que hicieses es tratar de averiguar a dónde van esos tipos.
–Lo haré –le aseguró Paul–. pero no siempre es sencillo. Depende de cómo tengan aprendidas sus lecciones en la escuela de Seguridad.
–Lo que me interesa está en el Norte. Estamos preparando allí una pequeña sorpresa a nuestros amigos ingleses y no deseamos que interfieran. Vamos a hacerles pagar caro lo que le hicieron a Hamburgo.