Juego mortal (Fortitude) (41 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Al colocar ese cable de desvío en la línea de entrada de 10.000 voltios se tendría que desenchufar la corriente, ¿no le parece? ¿No habría que eliminar el aislamiento del cable para realizar la conexión? ¿Y no es eso algo parecido como decirles a los alemanes que se está tramando algo?

La mirada de piedad de Paraud le dijo a Aristide lo poco que sabía acerca de cómo funcionaban las centrales eléctricas.

–Ese cable de entrada es de cobre en bruto. Todo cuanto hay que hacer es tocar con él su cable de desvío y ya se tendrá una sobrecarga en la batería que les hará creer que ha llegado el día del Juicio final. Todo se irá al diablo; el panel de control, los cables, los motores, las luces, los ventiladores. Todo.

–¿Y qué le ocurrirá a su central eléctrica en el instante en que se haga?

–¡Dios mío! Se producirá una explosión, chispas y humo por todas partes…

Y también, pensó Aristide, los guardianes alemanes del exterior estarían dispuestos a averiguar lo que hubiese pasado, y quién lo había causado… Debería proceder aquí con un poco de cautela; desarrollar las cosas con pasos cuidadosos.

–¿Y cada cuánto visita usted la batería?

–Depende. Por lo general, después de una incursión aérea, porque la metralla está siempre cortando las líneas eléctricas y tengo que repararlas.

–Y cuando lo hace, ¿me ha dicho que entra en el panel de control?

Paraud se puso a temblar y tartamudeó algo que Aristide no pudo comprender. Alzó la mano para detener el incomprensible tartamudeo del electricista.

–Le prometo que no le pediré que lo haga…

–Metz y yo siempre vamos allí cuando he terminado, para asegurarme de que la corriente fluye de una manera adecuada.

–Está bien –dijo Aristide aprobatoriamente–. Ahora quiero que haga algo por mí la próxima vez que acuda allí después de una incursión aérea. Una tarea sencilla. No le comprometerá en absoluto. Lo que deseo es que eche un vistazo al panel de control. Un buen vistazo. Deseo que lo mire como si se tratase de un pasaporte al paraíso. Que lo memorice. Que lo fotografíe en su mente. Y, por encima de todo, que me dé una descripción exacta de esos fusibles que controlan el suministro de obuses y los motores de las torretas, quién los ha fabricado, su número de serie, cualquier cosa que se necesite para identificarlos con absoluta precisión.

–Pero sólo voy si se produce una incursión aérea –le recordó Paraud.

–No se preocupe –le tranquilizó Aristide–. Cuidaré de que tenga su incursión aérea.

Sus palabras llegaron como una revelación al electricista, como una abrumadora exposición de autoridad. Un hombre que tenía a su mando el que hubiera incursiones aéreas… Eso era poder. Y como a menudo sucedía, la proximidad al poder tranquilizó su debilidad.

–Existe otra cosa que se debe recordar –observó el electricista.

–¿De qué se trata? – le preguntó Aristide.

–De alguna forma deberá tener un duplicado de la llave del panel de control.

–Déjeme a mí eso de la llave.

Londres

–Ven aquí, O'Neill. Mira aquí. ¿Qué te recuerdan esas cosas?

T. F. siguió el ademán del brazo del oficial de más edad que señalaba el verdor de Grosvenor Square, tres pisos por debajo de la ventana de su despacho. Allí, varios equipos de personal femenino de la Real Fuerza Aérea se atareaban para desenredar los cables que sujetaban media docena de globos cautivos entre la puesta de sol de Londres.

–Pues me recuerdan una barrera de globos –replicó T. F.–. ¿Qué diablos más van a recordarme?

–Emplea la imaginación, por el amor de Dios –gruñó el comandante Ralph Ingersoll.

El antiguo editor del
New Yorker
, fundador del periódico
PM
, ardiente defensor del New Deal y del intervencionismo, Ingersoll se había alistado como soldado días después de Pearl Harbor y ascendido de grado hasta su actual puesto. Él y un puñado de sus colegas oficiales eran los responsables de llevar a la práctica aquellos partes del plan de engaño
Fortitude
de Ridley, en lo referente a las fuerzas terrestres estadounidenses en Inglaterra.

–¿En qué te hacen pensar esos globos?

T. F. se encogió de hombros. El suponer algún juego nunca le había divertido.

–No lo sé…
Dumbo
, el elefante de Disney…

–¡Eso es!

Ingersoll se mostró insultante.

–Puedes haber ido a la Facultad de Derecho de Harvard, pero aún sigues siendo un tipo muy listo. ¿Y dónde fue el último lugar en que viste un
Dumbo
así?

–En el «Club de Yale», en Nueva York, hace cosa de un año…

El interrogatorio de Ingersoll estaba exasperando a T. F.

–Excepto que era rosado y amistoso, y que trataba de entrar por la ventana de mi dormitorio.

–Sé serio.

Ingersoll se mostró picajoso.

–Esto es un asunto serio…

–Muy bien… Me rindo… Cuéntamelo…

–Pues en la Quinta Avenida, en el Desfile de «Macy's» del Día de Acción de gracias.

–Muy bien, eso es serio, estupendo…

T. F. regresó a su silla delante del escritorio de Ingersoll. Su compañero norteamericano, según observó, tenía una cita de Walter Scott encima de su escritorio: «¡Oh, qué enmarañada tela de araña tejemos la primera vez que empezamos a engañar!»

–¿Para eso me has invitado a tomar una cerveza? ¿Para recordarme algo acerca del Día de Acción de gracias en Nueva York?

–Mira –replicó Ingersoll, ignorándole–, el problema que tú y esos ingleses para los que trabajas nos han pasado es éste: ¿qué hemos de hacer para crear un ejército de un millón de fantasmas? ¿No es así?

–Sí, más o menos…

–Olvida todo lo referente a la radio… Ése no es mi departamento. Lo que se supone que debemos hacer es representar sobre el suelo, aquí, en el sudeste de Inglaterra, todos los normales preparativos de invasión que cabría esperar ver desde el aire: pistas para aviones, campamentos de tropas, parques de tanques y camiones. Y sólo para el caso de que Goring tenga el valor de enviar unos cuantos aviones para echar un vistazo cualquier día de primavera…

T. F. sorbió su cerveza e hizo una mueca. Se trataba de una «Budweiser» y estaba tan caliente como su té de la mañana…

–Es cosa de nuestro mayordomo inglés –explicó Ingersoll–. Cada vez que meto una lata en el frigorífico, atentamente me la saca para que el frío no estropee el sabor. Así, pues, ¿qué hacemos respecto a poblar East Anglia y Kent con este imaginario ejército de ustedes? Te diré lo que hago. En primer lugar, he enviado a su Home Guard de maniobras por los campos. Han establecido campamentos donde algunos de nuestros regimientos se supone que deberían estar. Luego, los británicos nos piden que hagamos circular tanques y camiones alrededor de los campos por la noche. Para que dejen un montón de señales de neumáticos y de cadenas de los tanques. A los granjeros locales les encanta. Finalmente, nos piden también maquetas de tanques y camiones con contrachapado y que los saquemos a los campos para que la Luftwaffe los fotografíe.

Ingersoll tomó un trago de su propia cerveza.

–Pues existe un problema con esas maquetas de contrachapado…

–Ralph, existe un problema con todo lo de esta guerra…

–Cuesta tanto trabajo construir una como si se tratase de un ataque auténtico. Eisenhower se encontrará en Berlín antes que esas maquetas estén terminadas.

–¿Y qué quieres que haga sobre eso?

Ingersoll señaló con el pulgar hacia la abierta ventana.

–¿Quién supones que hace esas floras para «Macy's»?

–¿Y cómo diablos voy a saberlo?

–B. F. Goodrich… «Goodyear». Tenemos que recurrir a ellos. Pedirles que nos hagan un modelo de un carro blindado «Sherman», un camión de dos toneladas, un cañón de 105 milímetros. Juguetes de goma hinchables parecidos a esos flotadores de «Macy's». Los producirán en masa para nosotros. Tendremos centenares de ellos en brevísimo tiempo. Probablemente, podrán llevarse en una maleta. Todo lo que necesitaremos para crear un parque de blindados regimental será un compresor de aire.

–Ralph, eres un genio…

–Eso es muy cierto… Pero silenciado. Mi tarea es simplemente llevar a cabo las órdenes de los británicos. Son ellos los que escriben el guión. Me dicen lo que desean que crean los alemanes, y lo que tengo que hacer es obligarles a que se lo crean. Tú eres el único que está sentado en la sala del trono, allá en ese agujero subterráneo en el que trabajas. Y eres el que se lo vende.

Calais

Catherine Pradier observó a las otras comensales en «L'Auberge du Roí», el primero y, hasta donde había podido enterarse, el único restaurante del mercado negro de Calais. En la estancia sólo había dos mujeres más. Una de ellas era alemana, indudablemente una de las auxiliares femeninas de la Wehrmacht, a las que la población había motejado con el nombre de «ratones grises». La otra era francesa y, a juzgar por las miradas de comprensión y camaradería que ocasionalmente lanzaba a Catherine, una puta. Los hombres eran o alemanes de uniforme o colaboradores franceses de mediana edad, los pilares de la aristocracia de Calais en aquella época de guerra, a los que se había bautizado como B. O. F.
(beurre, oeuf, fromages
; mantequilla, huevos, queso), para aquellos que habían preferido una tripa llena a una conciencia sin remordimientos.

A su lado, Metz estaba hablando de la inspiración de la música acuática de Haendel. La música, ya se tratase del jazz americano de preguerra o de los clásicos, representaba uno de aquellos terrenos neutros de conversación en los que ocupantes y ocupados podían sentirse unidos y a salvo. Metz era un hombre perfectamente decente, muy agradable, en realidad como a ella le hubiese gustado que fuese. Incluso tenía muy buen aspecto con aquella apariencia morena, tan poco germánica, que ya le había llamado la atención en el tren en el que llegó a París. Tal vez, reflexionó, de haber sido el perfecto ario, con cabello rubio, piel fina y ojos azules, en ese caso, quizá, le hubiera odiado y el odiarlo habría hecho más sencillo el llevar a cabo lo que se disponía a hacer. A fin de cuentas, el amor y el odio se supone que son unas emociones de la misma clase.

Catherine no era en absoluto promiscua; pero su forma de ser independiente y determinada, que la había alentado a huir de su matrimonio y que la había conducido a su existencia actual, había tenido algo que ver con sus experiencias con algunos amantes. Sin embargo, nunca había hecho el amor con un hombre por una razón distinta a su propio deseo de hacerlo. ¿Podría, se preguntó, hacerlo esta noche? ¿Y Paul? ¿Qué habría dicho? ¿Habría explotado en un frenesí de celos galo, amenazando a Aristide y se la hubiera llevado de allí a rastras? A pesar de sí misma, sonrió. «Me gustaría algo así», pensó. Excepto que Paul no haría una cosa de esa clase. Era un cínico. Le hubiera aconsejado que siguiese la corriente…

Suspiró como si apreciase las cosas que Metz estaba diciendo acerca de Haendel. «La guerra nos hace cínicos a todos –pensó–, ¿no es verdad?» Cuan estúpida había sido al permitirse el soñar –como tan a menudo hacía– en algún dichoso nirvana después de la guerra con un hombre que, a fin de cuentas, sólo había conocido durante apenas cuarenta y ocho horas.

Con un extraordinario esfuerzo de voluntad alejó la imagen de Paul de su mente y dedicó su atención a Metz. Ahora hablaba de Beethoven. Ni siquiera en otra encarnación habría sido su tipo. Era demasiado envarado y rígido para su gusto. «¿Por qué tuviste que ser tan caballero –se preguntó–, por qué me ayudaste a bajar aquella maleta de la redecilla del equipaje?»

Se imaginó mostrándole cuál era la causa de que su maleta fuese aquel día tan pesada… Le miró de reojo tímidamente, inquiriéndose cuál habría sido su reacción. Probablemente, entregarla a la Gestapo, lamentándolo mucho, pero sin la menor vacilación. Existían límites a una conducta caballeresca y el pensamiento de esto no hizo que las perspectivas de lo que tenía ante sí fuesen más digeribles. Titubeante, sumergió un trozo de pan en la salsa de su lenguado
á la dieppoise
, mientras Metz continuaba con su discurso. Alguien en la
Kommandantur
del Boulevard Lafayette debía tener también su buena parte en las capturas que los pescadores de la ciudad llevaban a este restaurante. Les habían traído también mejillones al ajillo con auténtica mantequilla, antes del lenguado. Todo cuanto había visto en el mercado desde que llegara aquí, habían sido arenques…, y en muy pequeñas cantidades…

Qué irónico era aquello, pensó. Por primera vez en varias semanas, se veía delante de una auténtica comida y casi no tenía apetito para comérsela… Esto, sin embargo, no era el caso de sus colegas comensales.

Un pensamiento la encolerizó. Estaba segura, tal y como Aristide le había dicho, de que cada uno de aquellos hombres tenía la convicción de que no era más que una puta acompañando a un oficial alemán, y aquellos hombres, se dijo con amargura, se habían prostituido y alcahueteado para congraciarse con el conquistador de su patria. Naturalmente había un consuelo en todo aquello. Ninguno se apresuraría a denunciarla como compañera de los alemanes cuando la guerra terminase. Estarían más ansiosos de olvidar que de recordar sus experiencias durante la época de la guerra.

Bruscamente, se dijo a sí misma que ya había llegado el momento de acabar con esta línea de pensamiento. Iba a hacer lo que se disponía a hacer porque se había mostrado de acuerdo en llevarlo a cabo y porque, dadas las circunstancias, era lo apropiado. Y también iba a hacerlo bien puesto que, para Catherine, el fracaso constituía un pecado imperdonable.

–Creo –dijo, al tiempo que ofrecía a Metz su sonrisa más alentadora– que la Kriesgmarine ha privado a Alemania de un gran músico…

Naturalmente, Metz la tomó en serio y enrojeció. Su boca podía haber estado charlando acerca de Haendel, pero sus ojos, observó, se esforzaban por tener una mejor visión de la parte delantera de su blusa. «Me apuesto lo que sea –se dijo– a que no ha estado con una mujer desde que salió de Bremen.» Demasiado orgulloso para probar con una prostituta, demasiado reservado para quebrantar la resistencia de la mayoría de las chicas francesas. «Será un pequeño problema lo que debamos hacer tú y yo», pensó, al tiempo que se movía ligeramente de posición para acomodar mejor su línea de visión.

Aún musitando algo sobre el empleo por parte de Haendel del clavecín, Metz pidió la cuenta. Una vez afuera, una fresca brisa agitó la noche abrileña.

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