El coronel se levantó y retiró la protección de cartón que cubría un mapa de Inglaterra colgado de la pared.
–Estos símbolos –explicó indicando un campo de asteriscos rojos– representan la ubicación de los agentes imaginarios de nuestro amigo Garbo.
T. F. observó que se hallaban muy bien distribuidos en torno de las Islas Británicas, aumentando levemente, pero no de forma que levantase sospechas, en el sudeste de Inglaterra en los alrededores de Dover, Folkestone, Ramsgate, Canterbury, donde el ejército imaginario de
Fortitude
se suponía que se estaba concentrando.
–Algunos de sus primeros agentes, particularmente los que inventó el propio Garbo, fueron desviados sin la menor consideración hacia
Fortitude
. Por desgracia, un par de ellos han demostrado ser algo embarazosos para nosotros.
Los ojos del coronel lanzaron una mirada triste y llena de reproches hacia el mapa.
–Estaban en unos lugares, particularmente un tipo en Liverpool, donde eran capaces de captar ciertas cosas en el curso normal de los asuntos. En Madrid, la Abwehr comenzó a ser terriblemente curiosa en sus preguntas dirigidas a ellos. Llegó el momento en que debíamos ingeniarnos para desembarazarnos de ellos, o bien facilitando a los alemanes una información que no deseábamos que tuviesen, o arriesgándonos a que terminara nuestro juego.
La sugerencia de una sonrisa por lo bajo indicó la divertida fascinación con la que T. F. había estado siguiendo su relato.
–No comprendo por qué constituían un obstáculo para usted. Si había imaginado aquellos agentes vivos, ¿por qué no podía imaginarlos en la fosa?
–Sí, claro…
El coronel brilló con la satisfacción que un maestro de latín pondría al oír conjugar a la perfección un verbo irregular.
–En realidad, eso fue lo que hicimos con el primer agente. Pobre tipo, tuvo un cáncer de páncreas. Murió de repente. Sin embargo, como estoy seguro que admitirá, no podíamos permitir levantar ninguna sospecha a los de la Abwehr, creando una epidemia de cáncer entre los agentes de Garbo. Por lo tanto, decidimos que nuestro segundo sujeto, el irlandés de Liverpool, hiciese las maletas. Informamos a la Abwehr que estaba harto de vivir en Liverpool: las incursiones aéreas alemanas, el racionamiento, toda esa clase de cosas. Así pues, cuando un primo americano le ofreció un empleo en su agencia de transportes en Buffalo, lo aceptó en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, odiaba a los ingleses.
–¡Buffalo!
T. F. quedó sorprendido.
–¿Por qué Buffalo entre todos los lugares del mundo, por el amor de Dios?
El coronel suspiró.
–Pues porque pareció lo suficientemente remoto en aquel momento, supongo…
–Por desgracia –fue Ridley el que continuó–, demostró ser una elección desgraciada. Descubrimos en un mensaje, a través de Kuhlenthal en Madrid, que la Abwehr tenía un agente en Canadá que deseaba que fuese a Buffalo para entrar en contacto con nuestro no existente irlandés.
–¿Y sabe quién es ese agente de la Abwehr, o dónde se encuentra? – le preguntó T. F.
Ridley sonrió.
–Aún no. Pero tenemos un gran deseo de conocerle. Y aquí debo añadir que es donde interviene usted…
–¿Yo…?
Durante un instante, T. F. pensó que desearían que aguardase en algún piso de Buffalo a que apareciese el agente de la Abwehr.
–Estoy seguro de que no tengo que revisar para usted los aspectos legales de la situación –dijo Ridley con su más solemne tono de abogado–. Estrictamente hablando, todo aquello que tenga lugar en suelo estadounidense debe llevarse bajo la dirección de su Mr. Hoover y su FBI.
El asentimiento de T. F. le recordó su propia formación legal.
–Tenemos un problema con Mr. Hoover. Nos parece que no tiene la sutileza de mente que se requiere para nuestro trabajo…
T. F. reprimió con cierta dificultad la hilaridad que le había causado el descubrimiento de su colega.
–Lo que querrá hacer, en el mismo instante en que aparezca en Buffalo ese agente de la Abwehr, será detenerle y meterle en la cárcel. Ésta es una encomiable y correcta actitud…
Ridley se permitió un segundo para que quedase registrado aquel leve elogio.
–Es también algo que casi con toda certeza revelará a nuestro amigo Kuhlenthal que Garbo opera bajo nuestro control. De esa forma se acabará la utilidad de Garbo exactamente en el momento en que más precisamos de él. Y puede incluso poner en peligro la misma
Fortitude
, con todo lo que esto implica.
–¿Y cómo está tan seguro de que Mr. Hoover reaccionará de esta manera?
–Tenemos una considerable experiencia con Mr. Hoover, y es muy desagradable. Al parecer, a Mr. Hoover no le gustan los agentes dobles.
Ridley hizo una pausa en su búsqueda de una exacta comparación, dando una chupada a su cigarrillo.
–Siente hacia ellos lo mismo que la escritora Gertrude Stein hacia las rosas. «Un agente es un agente y sólo un agente.» Simplemente, se niega a hacer nada que tenga que ver con agentes. Por así decirlo, no quiere mancharse las manos con ellos…
Luego continuó:
–Le enviamos a otro agente de nuestro trío de agentes dobles, un yugoslavo esta vez. La Abwehr le ha pedido que vaya a Estados Unidos a trabajar para los japoneses, en Honolulú. De haberle usado Hoover de modo apropiado, hubieran tenido una advertencia con varios meses de antelación acerca de lo de Pearl Harbor. Por desgracia, no quiso tocarle ni siquiera con la pértiga de una gabarra, y como resultado de todo ello la mejor parte de su Flota del Pacífico está ahora en el fondo del océano.
T. F. emitió un bajo y sorprendido silbido.
–Muy bien. ¿Qué desea que haga? – le preguntó T. F.
–Usted conoce al coronel Frank Elliot en el cuartel general de la OSS en Grosvenor Square, que actúa como enlace directo con el general O'Donovan. ¿Estoy en lo cierto? O'Donovan comprende la forma en que deben tratarse esas cosas. Lo que nos gustaría que hiciese sería instalar a uno de los suyos en un apartamento de Buffalo, fingiendo el papel de nuestro irlandés. Para ver qué hará allí ese tipo de la Abwehr. En ese momento, nuestra gente le seguirá de nuevo hasta Canadá y le tendrá estrechamente vigilado.
Ridley estaba sugiriendo que T. F. consiguiese que el OSS facilitase las acciones de un servicio de espionaje extranjero en suelo estadounidense. El norteamericano no necesitaba tener un título por la Facultad de Derecho de Harvard para comprender los problemas legales que aquello suscitaba.
–Naturalmente, debe percatarse que, estrictamente hablando, ya no pertenezco al OSS.
Los ojos destellantes y el olor a «Dutch Master» del general de Brigada en el Pentágono, se encontraron muy presentes en la mente de T. F. al pronunciar aquellas palabras.
–En efecto…
–Mi cadena de mando funciona a través de la oficina del general Marshall.
–Lo comprendo…
La voz de Ridley era de un tono gentilmente acariciador.
–Pero, ocasionalmente, existen ciertas cosas en nuestro mundo que se llevan mejor a cabo fuera de la cadena de mando. ¿Ha oído alguna vez el término
Oíd boy net'
?
«Una sociedad secreta de Yale con acento británico», pensó T. F.
–Sí, en efecto. Pero, ¿por qué no tratar directamente con Elliot?
–Creo que es mejor manejar esas cosas sobre una base nación con nación. Edgar, aquí presente –Ridley asintió hacia el coronel–, puede suministrar todo el material que O'Donovan necesitará conocer para asegurarse de que este hombre en Buffalo desempeñe el papel que hemos pensado para él.
–¿Y su gente en el Canadá arrestará a ese hombre de la Abwehr?
–Claro que sí, a su debido tiempo. Después de que le hayamos seguido lo suficiente para estar del todo seguros de que detenerle no hará saber a los alemanes nuestro juego.
–¿Y nuestro hombre en Buffalo?
–Me imagino que el tipo de la Abwehr le dejará un cuestionario, como suelen hacer.
–¿Puedo suponer que acerca de instalaciones militares en el Estado de Nueva York?
–Debería haber pensado en eso. No creo que la Abwehr tuviese un interés particular en las fábricas de zapatos de esa zona.
–Llegado el momento, deberá responderles.
–Es muy posible. Nosotros ayudaremos, por supuesto. Y los de O'Donovan son capaces de hacer frente muy bien a la situación.
T. F. se retrepó más bien incómodo. En el más estricto sentido legal, le estaban pidiendo que colaborase en una operación de Inteligencia llevada a cabo en suelo estadounidense, sin autorización oficial, sin conocimiento del FBI, sin que lo supiera el estamento militar de Estados Unidos y, con toda probabilidad, tampoco los militares británicos. Además, era casi seguro que la operación llegaría a implicar pasar al enemigo secretos militares estadounidenses clasificados. No era un proyecto que, probablemente, se ganara las bendiciones del general de Brigada del Pentágono. Por otra parte, el plan de Ridley indudablemente sería apoyado por los gabinetes de guerra tanto de Estados Unidos como de Gran Bretaña, si se les remitiera, cosa que claramente no ocurriría. Y, como más de un profesor de la Facultad de Derecho de Harvard había señalado, una cosa era la letra de la ley y otra el espíritu. Seguramente, dejarían de lado a un zoquete como J. Edgar Hoover para preservar la integridad de su plan de engaño y que no cayese bajo el ámbito de ese tipo de principios.
«Maldito sea el general de Brigada del Pentágono –pensó T. F.–. Es de todos modos una especie de J. Edgar Hoover de caqui, un tipo bienintencionado que vive en un mundo de sueños.»
–Muy bien, coronel. Hablaré con el coronel Elliot –aseguró T. F. a Ridley.
–Dado que ya hemos zanjado eso –prosiguió el coronel al mando de la oficina–, les daré indicaciones de una brillante idea que queremos emplear con Garbo en el momento más crítico de este asunto.
Tanto T. F. como Ridley miraron intrigados al coronel.
–La noche del Día D, en algún momento antes de que los primeros soldados lleguen a la orilla, permitiremos que Garbo comunique a los alemanes el desencadenamiento de la invasión. Naturalmente, no dónde tendrá lugar, sino el hecho de que la flota realmente ha zarpado ya.
–Vamos, Edgar –le dijo Ridley, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su asombro–, en último término se trata de un pensamiento original. Pero ¿cómo demonios vamos a desear una cosa así?
–Porque una vez Garbo le haya dicho esto a los alemanes, caerá un dios a sus ojos. El mayor espía de todos los tiempos. Conseguiremos que Mata Hari parezca una chapuza.
–No me extrañaría –añadió Ridley– que le haga ganar una bonita Cruz de Hierro que luzca en la Torre cuando Winston nos pida que le colguemos.
El coronel alzó la mano en señal de reproche.
–Un momento, Squiff.
Él era también un antiguo etoniano.
–Todo esto se basa en un exquisito empleo del tiempo. Debemos calcular lo que le costará a la Abwehr de Madrid descodificar el mensaje de García, y luego ponerlo de nuevo en clave y transmitirlo a Berlín para que la Abwehr lo descodifique y actúe en consecuencia. Hemos calculado que todo ello sucederá hacia las 2.30 de la madrugada, después de haberse lanzado ya los paracaidistas. De este modo, aterrizará encima del escritorio de Rundstedt exactamente en el momento en que la primera oleada alcance las playas. En realidad, la información será del todo inútil para los alemanes. Pero habremos hecho un auténtico héroe de Garbo. Una vez les haya contado eso, los alemanes estarán dispuestos a creer todo, absolutamente todo lo que les diga.
–Sí, tal vez sí.
El escepticismo que segundos antes había flotado en la voz de Ridley había comenzado a sedimentarse. T. F. observó a los dos hombres, fascinado por su intercambio verbal.
–Estamos todos de acuerdo en que el momento crítico de la invasión se presentará en algún momento en torno del D + 3. Ése será el instante en que seremos más débiles en la playa. Y cuando Hitler se percate de que Normandía constituye todo el
show
, decidirá hacer todo lo posible para rechazarnos al mar de nuevo. Esto constituirá el soporte vital y absolutamente crítico sobre el que dependerá el éxito de la invasión y su plan. ¿Están de acuerdo?
Ridley hundió la cabeza en silencioso asentimiento.
–Nuestro primer mensaje habrá convertido a Garbo en un oráculo para Hitler, en una fuente por completo sólida y exacta de información.
Una vez más, Ridley ofreció el más leve de los asentimientos.
–Entonces, en esa coyuntura crítica, cuando todo penda de un hilo, enviará a los alemanes un segundo mensaje en el que incluirá pruebas irrefutables de que las fuerzas que se han estado preparando en Kent y Sussex están a punto de caer sobre Pas de Calais. Y dejará a esos bastardos inmóviles sobre sus pasos…
Ridley encendió un cigarrillo y luego metió otra vez la cerilla en la caja, un acto reflejo que le había quedado de las trincheras del Somme.
–¿Y cómo sabrá Garbo que la flota de invasión ha zarpado…?
El coronel señaló uno de los asteriscos de su mapa junto a Portsmouth.
–Su agente 5(2) es camarero en la cantina de la Tercera División de Infantería canadiense que desembarcará en Juno Beach. Le contará que las tropas han partido. Por la noche, los alemanes habrán hecho prisioneros a algunos de ellos, por lo que tendrán de esta manera otra prueba de lo buena que es la información de Garbo.
Esta vez el silencio de Ridley resultó largo y también pensativo.
–Ésa es una brillante idea, Edgar –anunció al fin–. Absolutamente brillante. Pero existe una cosa errónea al respecto.
–¿Y cuál es?
–Que nunca funcionará.
–¿Y por qué no?
–Porque Eisenhower nunca se mostrará de acuerdo en este asunto.
Calais
Catherine alisó su antigua agenda de codificar y colocó su seda de las claves encima de su mesa de escribir. Extendidas plenamente de esta manera, cada trozo de seda era levemente menor que un pañuelo de mujer. Al lado de los mismos, colocó los otros utensilios que necesitaría para poner en clave el último mensaje de Aristide. con una lupa para leer las finas impresiones en la seda, una libreta escolar cubierta de regulares pequeños cuadrados, un par de tijeras, un cenicero y una caja de cerillas. Un buen operador de radio, según le habían enseñado en Londres, nunca debe permitir que el tedio de pasar algo en clave produzca el sentimiento de hacer las cosas descuidadamente. «Buen consejo –pensó Catherine–. Nada es más aburrido o exige tan penoso cuidado como poner los mensajes en clave.»