Sus zapatos bajos del uniforme habían sido sustituidos por unos de tacón alto que acentuaban la leve musculosidad de sus pantorrillas. Su falda, protegida por un delantal blanco, se adhería a sus muslos y a su firmemente redondeado trasero. Llevaba una blusa de seda de color verde pálido que mantenía bien apretados sus pechos. Los tres botones superiores estaban desabrochados ofreciendo a T. F. el ocasional brillo de un sostén blanco que moldeaba sus senos. La mujer hizo una pausa durante un segundo para mirar hacia el solomillo que se hallaba en un anaquel de la cocina, al lado de ella.
–Vaya soberbia carne –comentó–. Debe conocer a un general para conseguir una carne así.
–A un senador –repuso T. F.–. Amigo de mi abuelo que está aquí inspeccionando una cosa u otra. Le dan acceso a la mesa de los generales para mantener alto su entusiasmo respecto del esfuerzo de guerra…
–Pues bendígale por haber venido –dijo Deirdre dirigiendo de nuevo su atención a las hojas de lechuga–. A propósito, ¿es o no consciente de que se ha convertido en una especie de héroe en nuestro pequeño mundo subterráneo?
–¿Yo?
T. F. tomó un aprensivo sorbo del martini que él mismo había preparado.
–Imaginaba que la mayoría de la gente que hay allí no sabría siquiera mi nombre…
–Claro que sí. Sea un cielo y páseme el vinagre –le ordenó–.
Jane dice que Sir Henry está encantado con algo que ha arreglado para él en Estados Unidos. Naturalmente se supone que yo no debo saberlo. Me han dicho que prácticamente esto ganará la guerra…
–Lo veo difícil…
«Así que –pensó T. F.– la operación de Buffalo está saliendo bien…»
Una ligera duda acerca de lo apropiado de su papel en todo ello seguía turbándole. Pero a partir de ahora lo haría en tono menor. «Nada –siguió pensando– elimina el escepticismo de una forma tan efectiva como el éxito.»
–Siempre se refiere a usted como un tipo estupendo.
–¿Debo suponer que eso es un cumplido?
–¡Oh, mucho más que eso! Es un espaldarazo.
Mientras hablaba, seguía afanosamente preparando la ensalada, espolvoreando sal y pimienta en su taza de vinagre y poniendo también una pizca de mostaza.
–Por lo general, los «tipos estupendos» provienen de una buena familia, de las mejores estirpes rurales. A propósito –siguió, dirigiendo una alentadora sonrisa a T. F.–, ¿de qué clase de familia procede usted?
–No de la clase que tiene en mente, lo siento… De inmigrantes irlandeses católicos.
–Ah, muy bien –una alegre indulgencia subrayó su sonrisa–, tal vez tenga algunas otras cualidades redentoras. O quizá Sir Henry ha confundido a su O'Neill con alguno de los angloirlandeses del Ulster con los que sale de caza. No hay que preocuparse. Con eso de «tipo estupendo» se sobreentiende el hecho de que puede contar con él. Que estará con usted para lo bueno y para lo malo. Se confía en un «tipo estupendo». ¡Un «tipo estupendo» es un auténtico soporte! Y usted –concluyó Deirdre–, por alguna razón, ha sido elevado por Sir Henry a esa selecta clasificación…
–¿Quiere un trago? – preguntó T. F., ofreciéndole un sorbo del martini que había estado tan juiciosamente agitando.
Deirdre aceptó su copa y brindó a su contenido un contemplativo trago.
–Muy bueno –anunció–. Ustedes los americanos son una gente muy competente.
Sus ojos volvieron a fijarse en él, riendo de forma provocativa.
–¿No es así? En todo lo que hacen…
Le devolvió la vacía copa.
–Y ahora voy a tener que confiarle un espantoso secreto. Páseme aquella botella de la alacena.
T. F. alargó la mano a la botella que le señalaba. Era «Nu-Jol», un fuerte aceite mineral que, a menudo, había visto en el botiquín de su madre junto con sus otros laxantes.
–El aderezo de mi ensalada, lamento decírselo, está compuesto de vinagre y «Nu-Jol». El aceite de oliva, al igual que ese «Lucky Strike» verde de ustedes, se lo ha llevado la guerra. Sin embargo declaró, mientras se atareaba en mezclar el aceite con los demás ingredientes–, junto con mostaza y vinagre suficientes es muy difícil captar la diferencia. Por lo menos –rió por lo bajo–, durante unas cuantas horas.
El timbre de la puerta interrumpió sus pensamientos.
–Ya están aquí –dijo–, sea un encanto y abra la puerta mientras preparo el solomillo.
Calais
El dibujo estaba tan finamente hecho como si se tratase de un cianotipo. Su autor permanecía tímidamente al lado de la mesa de la cocina de Aristide, mirando su obra maestra. Aristide se había cuidado de no presentarles cuando acudió aquel hombre.
–Me parece que cuando abras aquel panel –le dijo a Catherine–, comprobarás que este dibujo reproduce su interior con la mayor exactitud. Si lo fijas ahora en tu mente, el auténtico panel te parecerá muy familiar al verlo mañana por la mañana por primera vez.
El hombre abrió una recia bolsa del papel y sacó un fusible blanco y rectangular, poco mayor que una baraja de naipes.
–Esto –dijo a Catherine y a Aristide– es un cortacircuitos, uno auténtico.
Lo volvió hacia arriba y señaló un círculo gris de metal en su base.
–Plomo –explicó.
Con el sentido innato del orden propio de un ingeniero, colocó el cortacircuitos con cuidado encima de la mesa y metió de nuevo la mano en la bolsa. Sacó un segundo fusible absolutamente idéntico al primero. Le dio también la vuelta. El círculo gris de plomo de la base, según observó Catherine, había sido reemplazado por un trozo de un metal pardoanaranjado.
–Cobre –explicó el hombre, dándole unos golpecitos con la uña–. Una sobrecarga pasará a través de esto como una dosis de sales.
Al cabo de un momento prosiguió:
–Ahora –dijo, mientras daba a todo el asunto un aire irreal y pedante– todo lo que debe hacer es sacar uno a uno todos los fusibles del panel y sustituirlos por los seis nuevos que voy a facilitarles. No puede dejar de reconocer los que ha de cambiar. Son más grandes que los demás. Se trata de los primeros dos de cada hilera.
Alargó la mano y cogió el primero que le había mostrado.
–Y cada uno tiene este número (XR402), escrito en letras negras en la base. Son los únicos fusibles en los que hay esos números.
Catherine observó aquellos fusibles y el dibujo, tratando de imaginar qué podía ir mal, dónde se encontrarían las inesperadas trampas.
–¿No se percatarán de que las luces se apagarán y encenderán? – preguntó.
–Las luces no. Esos fusibles sólo controlan dos cosas: los motores de la torreta del cañón y las cabrias de los obuses. Mientras los cañones no disparen, no se percatarán lo más mínimo.
–¿Y si están disparando?
–Habrá que dejarlo para otro día.
–¿Y cómo debo cambiarlos?
–Debe coger el fusible entre el pulgar y el índice y tirar de él hacia atrás. Arrójelo en la cesta de la colada. Coja un nuevo fusible. Con el XR402 en la parte de abajo; recuerde eso pues es muy importante. Si uno de ellos no está de esa manera, se darán cuenta de que alguien ha puesto las manos en el panel. Cada fusible tiene cuatro púas. Colóquelas en los cuatro agujeros del panel y métalos en su sitio con la palma de la mano. Es muy simple. Si se mantiene en calma y con los dedos ágiles, todo no le llevará más de tres minutos.
–Tres minutos…
Sus palabras resultaron más una oración que un comentario, una súplica para la menor de las indulgencias, una breve suspensión del tiempo. No podría dormir esta noche. Y esto era malo porque la falta de sueño la dejaría mañana nerviosa, y sus manos estarían torpes y temblonas cuando más necesitaba que fuesen ágiles y firmes.
Catherine cogió la bolsa de papel.
–Cuéntelos y compruébelos –ordenó tanto a Aristide como a su visitante, sorprendiéndole la autoridad que se reflejó en su voz–. Asegúrense al cien por cien. No estaré ante ese panel de control por segunda vez aunque me lo pida el mismo rey de Inglaterra.
–¿A qué hora irás allí mañana por la mañana? – le preguntó Aristide.
–La motocicleta, por lo general, se presenta a las ocho de la mañana. A las ocho y media ya habré llegado.
–Tenemos un pequeño problema con Herr Metz –informó Aristide a su visitante–. Debemos asegurarnos de que no hace nada para molestar a nuestra dama. Exactamente a las nueve de la mañana, usted llamará a Metz.
Se trataba de una orden, no de una petición.
–¿Por qué?
–Encuentre algo de qué hablar con él, cualquier cosa. Simplemente, para mantenerle al teléfono durante cinco minutos. La vida de ella depende de esto. Y debo añadir que también la suya.
Catherine reunió el dibujo y la bolsa de papel con sus fusibles. Aristide la acompañó hasta la puerta. Le puso las manos encima de los hombros. Luego la atrajo hacia sí y la besó con suavidad en ambas mejillas.
–
Merde
–susurró.
Esta palabra, proferida con afecto y admiración a un tiempo, era tanto una oración como una advertencia.
Afuera, el crepúsculo había caído ya sobre la ciudad. Catherine se detuvo un momento en el umbral. Luego, bajó la cabeza y se apresuró por las calles medio vacías de Calais, sola con sus miedos y con su bolsa de papel pardo.
Londres
«Bruselas, la víspera de Waterloo –pensó T. F., recordando al Byron que había estudiado entre los poetas románticos, en New Haven–, Londres es Bruselas la víspera de Waterloo, el sonido del jolgorio por la noche mientras en algún sitio, a la distancia, se toca a difuntos sobre un peligroso amanecer.» Miró al joven teniente de la División Blindada de la Guardia, al que Deirdre había invitado, junto con su novia, para compartir con ellos el solomillo requisado por T. F. Tenía veintitrés años, era vivaz, bien plantado, dueño de sí mismo, y totalmente inconsciente de un secreto que T. F. conocía y que él ignoraba: que desembarcaría con su División en Normandía cuarenta y ocho horas después de que lo hiciera la primera oleada. T. F. se preguntó cuáles serían las probabilidades de que estuviese vivo dentro de dos o tres meses… ¿Un cincuenta por ciento? ¿Menos tal vez?
Deirdre se inclinó hacia T. F. Había conseguido encontrar una sustancia rara en extremo en el Londres de la guerra: café. Mientras vertía un poco en la semitaza de T. F., sus pechos se apretaron con fuerza contra los pliegues verde pálido de su blusa de seda.
–Una ración extra para usted –le dijo en un ronco susurro–. ¿Cómo sino podría soportar la vida en esta sombría y empobrecida capital nuestra?
–¿Cree en lo que dice? – replicó T. F.–. Me encanta Londres…
–Naturalmente que sé lo que digo. Es probable que no disfrute de la compañía de mujeres que realmente sientan lo que dicen, ¿verdad?
–Por favor…
Era el hombre de la Guardia.
–¿Por que, no nos acercamos al «400» para un último trago. A menos…
Se volvió hacia T. F.
–A menos que prefiera un lugar más animado como «Coconut Grove».
Con su tapicería de terciopelo oscuro, sus luces cambiantes, su orquesta inspirada en los arreglos de Tommy Dorsey y Glenn Miller, su inacabable abastecimiento de whisky del mercado negro y champaña, el «400» era el lugar de esparcimiento más majestuoso previsto para sus clases privilegiadas, y ciertamente el más querido del Londres de la época de guerra. Era asimismo, a juzgar por la calidez con la que su
maitre d'hótel
, el signor Rossi, saludó a Deirdre, un ambiente en que su grácil figura constituía una presencia familiar.
Rossi les indicó una mesa al lado de la pista de baile. Un camarero, que llevaba una botella mediada de whisky, se materializó entre las sombras. El de la Guardia lanzó un aprobador vistazo a la marca hecha a lápiz, que había dejado en la etiqueta de la botella al concluir su última visita al «400». Tras esto, les sirvió un trago.
–Por lo menos –dijo T. F. a Deirdre, señalando con su copa hacia la atestada pista de baile–, no tendré que impresionarla esta noche con mi
jitterbug…
–¡Dios mío, no! – estuvo de acuerdo la mujer–. El «400» es estrictamente para los que bailan arrimados…
–Pues arrimémonos –le sonrió.
Se dirigieron a la pista. Ella se volvió hacia T. F., con una especie de gentil suspiro, plegando su cuerpo contra el de él. Durante un segundo, estuvieron allí pie contra pie, sintiendo T. F. el contorno de sus fuertes pantorrillas que buscaban las suyas, sus pechos que se oprimían contra su chaqueta, sus huesos pélvicos apretados uno contra el otro. Él tomó la mano de ella con su mano izquierda y la atrajo hacia el extremo de su barbilla, sintiendo mientras lo hacía el frío plano de su mejilla rozando suavemente la suya en la oscuridad. Indolente, lánguidamente, sus cuerpos comenzaron a moverse con la música, con sus pies apenas cambiando de sitio, sus entrelazadas figuras formando un círculo en un espacio casi del tamaño de un sello de correos.
–¿Ha leído alguna vez
Fiesta
? –le susurró.
Al igual que la mayoría de su generación, T. F. era un fanático de Hemingway.
Ella asintió.
–¿Ha visto una corrida de toros?
–¡Cielos, no! – le susurró ella a su vez.
–Existe un lugar en el ruedo que es el santuario del toro, su querencia según lo llaman. Es algo parecido a esta pista de baile, ¿no cree? Todos tienen su querencia.
La mujer permaneció silenciosa durante un segundo. Luego pronunció un prolongado
mmmm
, aquel reprimido e indescifrable zumbido que las chicas inglesas emplean para tareas tan variadas como valorar a un amante en perspectiva o preguntar el precio de una tostadora victoriana.
–¿Trata de impresionarme con el hecho de que es usted un toro? – preguntó riéndose entre dientes–. ¿O sólo que está al día en lecturas?
Era poco antes de la una cuando se marcharon. El hombre de la Guardia y su novia Anne, manteniendo una buena tradición del «400», permanecerían allí hasta que el club se cerrase a las cinco de la madrugada, muy poco antes de que saliese el tren de regreso a su campamento.
Un taxi los llevó al piso de Deirdre. Estaba junto al bordillo, con el motor en marcha, mientras Deirdre hurgaba en su bolso en busca de las llaves y T. F. trataba de hallar en su mente la especie de gambito de apertura que se requiere para disfrazar un avance sexual en la Costa Este de Estados Unidos cuando, por primera vez desde que había llegado a Londres, escuchó el sonido. Comenzó como un profundo estremecimiento, luego se aceleró con rapidez hasta un familiar chillido. El taxi se marchó a toda prisa en la oscuridad, mientras la sirena de la incursión aérea comenzaba su primer gruñido.