Von Rundstedt prefería dirigir las fuerzas alemanas en el Oeste desde su cuartel general, en el elegante pabellón de Saint-Germain en Laye, donde había nacido Luis XIV. Allí, mandaba como creía que debía hacerlo un gran capitán, rodeado de sus mapas y de su Estado Mayor, por encima del alboroto del campo de batalla, con la mente libre para ponderar el gran alcance de la estrategia.
Pero, de todas sus numerosas contradicciones, ninguna resultaba más chocante, más irónica, que el hecho de que despreciase al Fuhrer de Alemania y al régimen que había creado; sin embargo, había servido a ambos sin vacilación y sin reservas. ¡Y qué bien los había servido! Aparecían blasonados en el escudo de armas de Von Rundstedt los nombres de las victorias más importantes del III Reich de Hitler. Había conducido al Grupo de Ejércitos Sur a través de las llanuras polacas hasta Varsovia en treinta días, añadiendo una nueva palabra al léxico bélico:
Blitzkrieg
. Su Grupo de Ejércitos «A» había humillado al invencible Ejército francés, en mayo de 1940, y destruido las mejores Divisiones de Stalin en el verano de 1941. Se podía burlar de Hitler llamándole «cabo bohemio» y a sus seguidores «atajo de matones»; Hitler había proporcionado al ejército de Von Rundstedt el acero y el oro que necesitaba para convertirse en una fuerza digna de sus sueños prusianos; a cambio, Von Rundstedt había proporcionado al III Reich medio mundo civilizado.
Y ahora, la responsabilidad de defender la parte más vital de aquellas conquistas estaba a punto de caer sobre este aburrido y cínico mariscal de campo de sesenta y ocho años. Hitler había convocado a Von Rundstedt y a sus compañeros mariscales a Berchtesgaden para realizar una conferencia en que se pasase revista a la estrategia de Alemania para el próximo momento decisivo en el Oeste. En algún instante de las próximas semanas, meses quizá, los aliados intentarían desembarcar en las orillas del continente europeo. Con esa acción comenzaría la batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de la que dependerían el destino de Alemania y de toda la Europa ocupada. E iba a ser el último caballero teutónico alemán quien tendría la tarea de rechazarlos para aquel Führer al que tanto despreciaba.
Cuan a menudo había ponderado las líneas generales que adoptaría mientras paseaba por los balcones de su palacio, mirando hacia los distantes tejados de París. Al igual que la mayoría de las batallas, sería decisiva por lo desconocido, pero, mientras aguardaba la prueba decisiva, Von Rundstedt sabía por lo menos una cosa: que tenía los hombres y las armas para rechazar el asalto aliado. Todo dependería de tomar las decisiones correctas, los juicios apropiados en los primeros días de la lucha. Si lo hacía rectamente, si impedía que Eisenhower resquebrajase sus fuerzas con fintas y engaños, nada en la Tierra, según sabía Von Rundstedt, le impediría asestar a los aliados una derrota tan devastadora como aquellas que había infligido a los franceses y a los rusos.
Londres
Un mágico silencio llenaba la
rubia
de Catherine Pradier. En el asiento delantero, su pasajero acompañante estaba inclinado sobre un libro que aprisionaba entre sus rodillas, con las páginas iluminadas por una linterna que sostenía con la mano. Catherine había dado por supuesto, de forma errónea, que estaría estudiando algunas órdenes dadas por Cavendish en el último minuto. En realidad, quedó conmovida al descubrir que el hombre leía una edición «Penguin» de bolsillo de los poemas de Shelley, moviendo silenciosamente los labios al recitar para sí cada uno de los versos. A pesar de las órdenes, había sido incapaz de resistir la tentación de estudiarle. Tenía un rizado pelo rubio, unas mejillas levemente hinchadas que parecían brillar con la gordura del adolescente. Le recordaba el famoso jabón que se anunciaba en las vallas de la Francia de preguerra: «Baby –Bebé– Cadum.» Era como si enviasen al
Baby Cadum
a la guerra leyendo a Shelley.
Sus propias preocupaciones eran más prosaicas. Catherine estudiaba postales de Calais: la estatua de los Seis Burgueses, el
quai
del
Bassin du Paradis
, la
Grande Place
y el Ayuntamiento, donde dos estatuas de bronce, bautizadas Martin y Martine, tocaban las campanadas de las horas. Constituía una técnica que Cavendish había desarrollado para que un agente reconociese los paisajes más característicos de una ciudad desconocida y fuese capaz de caminar por sus calles sin tener que ir preguntando continuamente direcciones. El preguntar una dirección atribuía automáticamente carácter forastero, y ahora no se permitía el paso de ningún extraño al interior de la zona prohibida a lo largo de la costa del canal de la Mancha adonde se dirigía.
Aburrida, apartó la mirada de las postales y se quedó contemplando las calles del Londres suburbano que desfilaban por la ventanilla de la
rubia
, con su interminable monotonía. Durante kilómetros y kilómetros siguieron pasando aquellas lúgubres hileras de casas victorianas, cada una con sus ventanas de vidriera, sus pequeños céspedes y sus puertas con picaporte. Normalmente, las hubiera encontrado inexpresablemente monótonas; esta noche, le parecían encantadoras. A pesar de sí misma, no dejaba de pensar: «¿Volveré de nuevo a verlas?» Meneó la cabeza y apartó los ojos; sería mejor seguir con las postales.
Gradualmente, los suburbios londinenses dieron paso a los estrechos setos de Surrey y luego a las bajas y abiertas colinas de Sussex. Se detuvieron en un control de carreteras, donde un sargento de la RAF les pidió su identificación. Segundos después, la conductora de la WAAF entró por el camino de coches enfrente de la puerta principal del Puesto de la Real Fuerza Aérea en Tangmere. Allí, oculta detrás de la vigilante hilera de un grupo de bojes, se encontraba una desordenada cabana con su pintura blanca descascarillada, con yedra y persianas deterioradas, exactamente la clase de retiro que un agente de Bolsa londinense hubiese elegido para sus fines de semana en el campo antes de la guerra. Un recio sargento de vuelo de la RAF, frotándose las manos en un mandil ante la puerta de la cocina, daba fe de la naturaleza de sus actuales ocupantes. Medio cocinero, medio guardián, les hizo ademanes desde la cocina hacia un corredor lleno de humo que llevaba a una puerta abierta de la que salía el murmullo de unas voces masculinas.
–Bienvenidos a Tangmere –les gritó una voz desde dentro.
Procedía de un esbelto joven con mono caqui y un jersey de cuello de cisne de la marina, que se apartó del grupo reunido en torno de los carbones que ardían en la chimenea. Extendió la mano y les brindó una alentadora sonrisa.
–Yo os llevaré esta noche. Venid a tomaros un whisky con mis compañeros no conductores…
A medida que el piloto mezclaba las bebidas, los otros oficiales de la 161 Escuadrilla de Servicios Especiales las servían mientras proseguían su jovial conversación. Uno de ellos hizo de cicerón con Catherine, señalando los números romanos tallados en las paredes encaladas de blanco, lo cual indicaba que aquel comedor había sido una capilla clandestina católica en tiempos de los Tudor; otro se llevó a su compañero de viaje, hablando sobre las posibilidades de Inglaterra en el encuentro de rugby del sábado contra Escocia.
Al cabo de unos minutos de animada conversación, el piloto preguntó:
–¿Echamos un vistazo a nuestra ruta de esta noche?
Los llevó a través del vestíbulo hasta la Sala de Operaciones de la Escuadrilla. Un gran mapa de Francia aparecía pegado con chinchetas en una pared.
–Cruzaremos por encima de Bognor Regis –explicó, señalando un mapa–. Tras unos veinte minutos por encima del agua, tocaremos la costa francesa aquí, un poco al oeste de Bayeux.
Los ojos de Catherine enfocaron una red de manchas rojas que corrían a lo largo del mapa, desde Caen hasta El Havre.
–¿Qué quieren decir esas señales? – inquirió.
–Fuego antiaéreo. Tendremos que evitarlo. Luego, desde Bayeux volaremos en línea recta todo el camino hasta Angers, donde tomaremos por el río Loira. Ésa es la peor parte. Después la cosa, realmente, es muy sencilla. Seguiremos el Loira hasta Tours y luego el Cher y continuaremos hasta nuestro campo, al este de la ciudad, en la orilla norte del río. Diré de paso que se trata de un buen campo. Ya lo hemos usado antes. Todo lo que os pedimos es que os sentéis en la parte trasera todo lo cómodo que os sea posible y que gocéis del viaje. Y mantened los ojos atentos a cualquier caza nocturno alemán que esté buscando una presa.
Catherine se echó a reír.
–Está bien –replicó–. Lo único que puedo decir es que lo haces pasar todo por algo tan alegre como un paseo hasta Brighton para un día de playa.
El viaje que el joven piloto acababa de describir a Catherine de una forma tan despreocupada, representaba, en realidad, una de las operaciones aéreas más extraordinarias de la guerra. Solos, absolutamente desarmados, únicamente con una brújula y una serie de mapas de carreteras «Michehn» como ayuda para la navegación, los pilotos de la 161 Escuadrilla de Servicios Especiales volaban regularmente a través del fuego antiaéreo y los cazas nocturnos, buscando, en alguna parte en la oscurecida inmensidad de la Europa ocupada, un distante campo de una granja, con sus contornos simplemente marcados con algo tan poco preciso como tres linternas clavadas en la turba a un centenar de metros de distancia. El avión en que volaban, el «Westland Lysander», era tan lento y pesado, que solían gastar bromas respecto de que los alemanes podrían derribarlo con una honda. En realidad, otros pilotos de la RAF se habían negado categóricamente a volar con él en las misiones de reconocimiento para las que había sido diseñado. La única virtud que lo redimía la constituía el hecho de que, en la jerga de la RAF, «era un robusto y pequeño cabrón que podía aterrizar y despegar sobre quinientos metros de caca de vaca ondulada».
Asignado al SOE y a la 161 Escuadrilla, el «Lysander» había sido despojado de sus armas para aumentar su radio de acción, lo cual significaba que sólo Dios o una nube podrían salvar al aparato si era avistado por un caza nocturno alemán. Sin embargo, todas las noches de luna llena, aquellos pilotos salían en busca de sus remotos pastos de vacas, abriéndose paso a través de las grietas del radar alemán, bajando a través de las nubes en busca de la curva de un río, de una línea ferroviaria, de un cruce de carreteras que les proporcionase la conexión que necesitaban para encontrar su ruta en la masa terrestre a oscuras de Europa. Constituía una hazaña comparable a mandar una mosca en busca de un sello de Correos oculto en un campo de fútbol, y de noche…
Antes de que Catherine pudiese hacer ulteriores comentarios acerca de su inminente viaje, su joven piloto le deslizó un brazo por encima de los hombros.
–Vamos –le dijo–. El sargento Booke tiene ya la cena preparada y veremos si encontramos un buen clarete para alegrar el viaje…
Berchtesgaden
A unos 1.000 kilómetros de Tangmere, en el esplendor de su casa en el Berghof, el amo del III Reich se hallaba absorto en una tarea que no tenía la más remota conexión con la reunión con sus mariscales de campo o con el próximo combate por la Europa occidental. Escribía una nota para acompañar el champaña y las flores que iba a enviar a su secretaria favorita en el día de su cumpleaños. La mujer estaba enferma de bronquitis, y el hombre bajo cuyo reinado millones de seres humanos eran conducidos a las cámaras de gas en la Solución Final, la urgía a que dejase de fumar puesto que esto era perjudicial para su salud.
Firmó la carta: «Afectuosamente suyo, Adolf Hitler.» Selló el sobre y le puso él mismo la dirección. Luego se levantó y se acercó a la ventana. Aquella visión de los Alpes cubiertos de nieves perpetuas no dejaba nunca de solazar a Hitler. No había un lugar donde se sintiese o trabajase mejor que aquí, en su retiro en la cima de la montaña, que comprara ya en 1928 con el importe de los derechos de autor que le había proporcionado las ventas de
Mein Kampf
.
Al mirar las majestuosas montañas, con sus nevados picos brillando a la luz de la luna, volvió su mente, al fin, a la conferencia, y a sus razones para convocarla. No temía a la próxima invasión. Todo lo contrario, la aguardaba con ansia. Era un jugador y sabía que, para Alemania y los aliados, la inminente invasión representaría la mayor apuesta de la guerra, la tirada fatal de dados de la que dependía todo.
Una llamada en la puerta interrumpió sus pensamientos.
–Los mariscales de campo están ya aquí –anunció el general Rudolf Schmundt, su ayudante de la Wehrmacht.
–Estaré con ellos dentro de un minuto –replicó.
Este minuto, naturalmente, llegaría a los diez. Una breve espera les recordaría a todos los reunidos dónde estaba la máxima autoridad del III Reich. Finalmente, tras decidir que ya había pasado el tiempo suficiente, se puso su chaqueta de uniforme de doble solapa, adornada con la Cruz de Hierro de segunda clase que había ganado en Ypres, en la Primera Guerra Mundial, y acudió a saludar a sus mariscales de campo.
Para aquellos, como Rommel, hacia los que sentía cierto afecto, había alguna cálida palabra de salutación. Para los demás, sólo una fría inclinación de cabeza. Cuando finalizó, se hizo a un lado y les indicó el comedor del Berghof. Cuando Von Rundstedt pasó ante él, el Führer murmuró:
–Disfrute de su cena,
Herr Feldmarschall
..
Hitler era absolutamente indiferente a la comida. Sabía que su mesa tenía justa fama por la trivialidad de su cocina. También era consciente de la reputación de Von Rundstedt como
gourmet
. El menú de la noche consistía en chuletas de cerdo, col roja y salsa.
Como es natural, Hitler tenía reservado su menú vegetariano. Al observar cómo consumía ruidosamente su sopa de guisantes, Von Rundstedt se esforzó por reprimir un estremecimiento de asco. No dijo nada; nunca lo hacía en la mesa de Hitler. Las comidas con el Führer eran, por lo general, un asunto lúgubre, dominado por un monólogo de Hitler acerca de cualquier tema que cruzase por la mente del dictador. Incluso los mariscales de campo tendían a ser tímidos y desconfiados en su presencia, y raramente aventuraban una idea o un simple comentario.
La excepción la constituía Rommel. Con frecuencia expresaba sus pensamientos, generalmente unas observaciones que complementaban las teorías de Hitler. Con motivo de una de sus obsequiosas observaciones, Von Rundstedt miró a través de la mesa hacia Mannstein. Rommel era el único miembro de aquella pequeña pandilla que no procedía de la casta militar prusiana o de alguna familia rica con una larga tradición en el servicio militar. Era hijo de un maestro de escuela, apenas un retoño de la clase media. Y algo aún peor: era el único mariscal que pertenecía como miembro al partido nazi. También se trataba de una cruz que Von Rundstedt tenía que llevar. Recientemente, Rommel había sido puesto bajo su mando, en calidad de comandante de uno de los dos ejércitos alemanes apostados a lo largo de la costa francesa.