Juegos de ingenio (14 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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La cabeza le daba vueltas a causa del calor. Notó que el sol le quemaba la piel de los hombros, así que se vistió a toda prisa con el mono y se lo abrochó hasta el cuello. Guardó rápidamente su equipo y luego puso rumbo hacia casa, aliviada al oír que el motor cobraba vida a su espalda.

Hacía menos de una semana que había enviado su acertijo especial para que lo publicaran en la parte inferior de su columna semanal en la revista. No esperaba recibir noticias de su destinatario anónimo tan pronto. Había pensado que respondería al cabo de unas dos semanas. O quizá de un mes. O tal vez nunca.

Pero se equivocaba respecto a eso.

En un principio no vio el sobre.

En cambio, cuando llegó andando al camino de acceso a su casa, la invadió una sensación de tranquilidad que la hizo pararse en seco. Supuso que la calma era una consecuencia de la luz crepuscular que empezaba a desvanecerse en el patio, y acto seguido se preguntó si algo no marchaba bien. Negó con la cabeza y se dijo que seguía alterada por el ataque del tiburón contra su pez.

Para asegurarse, dejó que sus ojos recorriesen el sendero que conducía al edificio de una planta, de bloques de hormigón ligero. Era una casa típica de los Cayos, no muy agradable a la vista, sin nada de especial salvo sus ocupantes. Carecía de todo encanto o estilo; estaba construida con los materiales más funcionales y un diseño anodino, de molde para galletas; un inmueble cuyo objetivo era servir de vivienda a personas de aspiraciones limitadas y recursos modestos. Unas pocas palmeras desaliñadas se balanceaban en un lado del patio, que el fuego había dejado recubierto de tierra, aunque había algunas zonas de hierba y maleza pertinaces, y que nunca, ni siquiera cuando ella era niña, había sido un lugar que invitase a jugar. Su coche estaba donde lo había dejado, en la pequeña sombra circular que ofrecían las palmeras. La casa, otrora rosa, un color entusiasta, había adquirido, por el efecto blanqueador del sol, un tono coralino apagado y descorazonador. Oyó el aparato de aire acondicionado bregar con fuerza para combatir el calor, y dedujo que el técnico había venido por fin a arreglarlo. «Al menos ya no será el maldito calor el que mate a mamá», pensó.

Repitió para sus adentros que no ocurría nada fuera de lo normal, que todo estaba en su sitio, que ese día no se diferenciaba en nada de los mil días que lo precedían, y continuó caminando, no muy convencida de esto. En aquel falso momento de alivio, reparó en el sobre apoyado en la puerta principal.

Susan se detuvo, como si hubiera visto una serpiente, y se estremeció con una oleada de miedo.

Inspiró profundamente.

—Maldición —dijo.

Se acercó a la carta con cautela, como si temiese que explotara o encerrase el germen de una enfermedad peligrosa. A continuación, se agachó despacio y la recogió. Rasgó el sobre y extrajo rápidamente la única hoja de papel que contenía.

Muy astuta, Mata Hari, pero no lo suficiente. Tuve que pensar bastante para descifrar lo de «Rock Tom». Probé una serie de cosas, como ya se imaginará. Pero luego, bueno, uno nunca sabe de dónde le viene la inspiración, ¿verdad? Se me ocurrió que tal vez se refiriese usted al cuarteto británico de rock entre cuyos éxitos de hace tantas décadas estaba la «ópera»
Tommy
. Así pues, si hablaba de
The Who
, y who significa quién en inglés, ¿qué decía el resto del mensaje? Bueno, «setenta y uno» podría ser un año. ¿«Segunda Cancha Cinco»? Eso no me costó mucho ponerlo en claro cuando vi el nombre de la pista número cinco de la segunda cara del disco que sacaron en 1971. Y, oh, sorpresa, ¿con qué me encontré?
Who Are You?
, es decir «¿quién eres?».

No sé si estoy del todo preparado para responder a esa pregunta. Tarde o temprano lo haré, por supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia: 61620129720 Previo Virginia con cereal-r.

Seguro que esto no le resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.

Al igual que el mensaje anterior, éste no llevaba firma.

Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería un grito agudo:

—¡Mamá!

Diana Clayton estaba en la cocina, removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con naturalidad:

—Estoy aquí, cielo.

Le respondió un segundo grito procedente de la puerta:

—¡Mamá!

—Aquí dentro —dijo más alto, con una ligera exasperación.

Levantar la voz no le dolía, pero le exigía un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Dosificaba sus fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera, pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfermedad, en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se comportaba constantemente como un auténtico sinvergüenza; siempre intentaba hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:

—Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?

—No —respondió su hija—. Es decir sí, no es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy? ¿Ha venido alguien?

—Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido un cheque. Espero que no se lo rechacen.

—¿Nadie más? ¿No has oído nada?

—No, pero me he echado una siesta esta tarde. ¿Qué sucede, cielo?

Susan titubeó, insegura respecto a si debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.

—Algo te molesta. No me trates como a una niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?

Susan vaciló durante un segundo más antes de responder.

—Han traído otra carta hoy, como la de la otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.

—¿Otra?

—Sí. Incluí una respuesta a la primera en mi columna de siempre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan rápidamente.

—¿Qué le preguntabas?

—Quería saber quién era.

—¿Y qué ha contestado?

—Ten. Léelo tú misma.

Diana cogió la hoja de papel que su hija le tendió. De pie frente a los quemadores, asimiló rápidamente las palabras. Luego bajó el papel despacio y cerró el gas con que estaba calentando el caldo, que estaba hirviendo, humeante. La mujer mayor respiró hondo.

—¿Y qué está preguntando esta persona ahora? —dijo con frialdad.

—Aún no lo sé. Acabo de leerlo.

—Creo —dijo Diana con voz inexpresiva a causa del miedo— que deberíamos averiguar cuál es la clave y qué dice esta vez. Entonces podremos determinar el tono de toda la carta.

—Bueno, seguramente podré descodificar la secuencia de números. No suelen ser muy difíciles.

—¿Por qué no lo haces mientras yo preparo la cena?

Diana se volvió de nuevo hacia la sopa y comenzó a bregar con los utensilios. Se mordió con fuerza el labio inferior, esforzándose por seguir su propio consejo.

La hija asintió y se acomodó frente a la mesita que había en el rincón de la cocina. Por un momento observó a su madre en plena actividad, y esto la animó; para ella, toda señal de normalidad era un signo de fortaleza. Cada vez que la vida adquiría visos de rutina, ella creía que la enfermedad había remitido y se había estancado en su proceso inevitable. Exhaló profundamente, sacó un lápiz y un bloc de notas de un cajón y escribió: 61620129720. Luego apuntó todas las letras del alfabeto, asignó a la A el cero, y así sucesivamente hasta llegar a la Z, el número 25.

Ésta, por supuesto, sería la interpretación más sencilla de la secuencia numérica, y ella dudaba que funcionara. Por otro lado, tenía la curiosa impresión de que su corresponsal no quería ponerle las cosas demasiado complicadas con este mensaje. El objetivo del juego, pensaba ella, era simplemente demostrar lo listo que era él, además de transmitirle la idea que contenía la nota, fuera cual fuese. Algunas de las personas que le escribían empleaban claves tan crípticas y enloquecidamente enrevesadas que incluso habrían supuesto un reto para los ordenadores criptoanalíticos del ejército. Por lo general nacían de la paranoia a la que la gente se aferraba. Sin embargo, este corresponsal albergaba otros planes. El problema era que ella no sabía aún cuáles.

A pesar de todo, daba la impresión de que él quería que lo averiguara.

Su primer intento dio como resultado GBGCA… y fue en ese punto donde lo dejó. Centrándose de nuevo en los cinco primeros dígitos, probó a agruparlos como 6—16—20, lo que dio como resultado GQU… Como esto no significaba nada, prosiguió, hasta llegar a GQUBC, y luego a GQUM.

Su madre le llevó un vaso de cerveza y volvió a ocuparse de la comida, que ahora estaba cocinando sobre los quemadores. Susan tomó despacio un trago del líquido marrón y espumoso, dejó que el frío de la cerveza se propagase por su interior, y continuó trabajando.

Escribió de nuevo las letras del alfabeto: le asignó el 25 a la A, y a los números descendentes las letras sucesivas. Con esto obtuvo TYTXZ en un principio, y después, agrupando las cifras de manera distinta, TJF…

Susan infló los carrillos y resopló como un pez globo. Garabateó la pequeña figura de un pez en una esquina de la página, luego dibujó la aleta de un tiburón cortando la superficie de un mar imaginario. Se preguntó por qué no había avistado el pez martillo antes, y acto seguido se dijo que los depredadores suelen mostrarse cuando están listos para atacar, no antes.

Este pensamiento la llevó a centrarse de nuevo en la secuencia numérica.

«La clave estará oculta —pensó—, pero no demasiado.» «Adelante, atrás, ¿y ahora qué?» «Sumar y restar.»

Recordó algo de golpe, y cogió la carta.

«… añadiré una sola frase…»

Decidió reescribir la secuencia, sumando uno a cada cifra. Esto le dio como resultado 727312310831, y lo convirtió al instante en HCHDBCDKIDB, lo que no le resultó de mucha ayuda. Probó con la secuencia inversa, que no arrojó más que otro galimatías.

Sosteniendo la hoja de papel ante sí, se inclinó sobre ella para estudiarla con atención. «Fíjate en los números —se dijo—. Prueba con combinaciones distintas. Si reorganizo 61620129720 en secuencias diferentes…», pensó, y al hacerlo llegó a la serie 6—16—20—12—9—7—2—0. Advirtió que también podía escribir los últimos dígitos como 7—20. A continuación, siempre sumando uno, obtuvo 7—17—21—13—10—8—21. Esto se tradujo en HRVNKIV, y deseó tener un ordenador programado para buscar pautas numéricas.

Siguiendo en la misma línea, invirtió la secuencia de nuevo, lo que le dio como resultado más incoherencias. Entonces probó a cambiar los números de nuevo. «Está ahí —dijo—. Sólo tienes que encontrar la clave.»

Tomó otro trago de cerveza. Le entraron ganas de ponerse a elegir números al azar, aunque sabía que eso la conduciría a una maraña frustrante de letras y dígitos, y a olvidar dónde había empezado, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Eso había que evitarlo; como buena experta en rompecabezas, sabía que la solución estaba en la lógica.

Miró de nuevo la nota. «Nada de lo que dice carece de sentido», pensó. Estaba segura de que él le indicaba que sumara uno, pero la pregunta era exactamente cómo. Combatió la sensación de frustración.

Respiró hondo y lo intentó de nuevo, reexaminando la secuencia. Despachó con una señal a su madre, que se le había acercado con un plato de comida, y se enfrascó en su tarea. «Él quiere que sume —pensó—, lo que significa que ha restado uno a cada número. Eso, por sí solo, es demasiado sencillo, pero lo que da lugar a combinaciones de letras sin sentido es la dirección en que fluyen.» Echó un nuevo vistazo a la nota. Primero «Alicia» y luego «reina roja».
A través del espejo
. Pequeña referencia literaria. Se reprochó a sí misma el no haberla descubierto antes.

Cuando reflejas algo que está al revés en un espejo, lo ves con mayor claridad.

Cogió la secuencia, invirtió el orden de los números y sumó uno a cada cifra: 218101321177.

¿Era 2—18—10… o 21—8—10?

Siguió adelante, embalada, y separó los dígitos como 21—8—10—13—21—17—7, lo que dio como resultado ERPMEIS.

Su madre observaba el papel por encima de su hombro.

—Ahí está —señaló Diana con frialdad. Le robó al aire una bocanada, y su hija lo vio también.

SIEMPRE.

Susan contempló la palabra escrita en la página y pensó: «Es una palabra terrible.» Oyó la respiración brusca de su madre, y en ese instante decidió que se imponía una demostración de coraje, aunque fuera falsa. Era consciente de que su madre se daría cuenta, pero, aun así, la ayudaría a conservar la calma.

—¿Esto te asusta, mamá?

—Sí —respondió ella.

—¿Por qué? —preguntó la hija—. No sé por qué, pero también me asusta a mí. Sin embargo, no encierra amenaza alguna. Ni siquiera hay nada que indique que no se trata simplemente de un interés desmedido por entregarse a un juego intelectual. Ha ocurrido antes.

—¿Qué decía la primera nota?

—«Te he encontrado.»

Diana sintió que se abría un agujero negro en su interior, una especie de torbellino enorme que amenazaba con engullirla por completo. Luchó por librarse de esa sensación diciéndose que aún no había pruebas de nada. Se recordó que había vivido tranquila desde hacía más de veinticinco años, sin que la encontraran; que la persona de quien se había ocultado con sus hijos había muerto. Así pues, formándose un juicio precipitado y seguramente incorrecto de los acontecimientos que les habían sobrevenido a ella y a su hija, Diana decidió que las notas no eran otra cosa que lo que parecían: un intento desesperado de llamar la atención por parte de uno de los numerosos admiradores de su hija. Esto en sí podía resultar bastante peligroso, así que no mencionó sus otros temores, convencida de que ya se preocupaba bastante por las dos, y de que más valía dejar enterrado un miedo oculto y más antiguo. Y muerto. Muerto. «Un suicidio —se recordó—. Él te liberó al matarse.»

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