Estaban atados a sendas sillas, a cada lado de una mesa con tablero de linóleo. Ella estaba desnuda; él, vestido. Se hallaban sentados el uno frente al otro como si fueran a comer.
Los habían degollado.
Había sangre oscura encharcada alrededor de las sillas. Las moscas cubrían la cara de ambos, bajo marañas de pelo cano. Las cabezas les colgaban hacia atrás, de manera que los inertes ojos miraban fijamente al techo.
Alguien había dejado una Biblia abierta en el centro de la mesa.
Cowart se ahogaba, al borde del desmayo y luchando con su estómago revuelto.
El pegajoso bochorno de la estancia y el zumbido de las moscas parecían ir a más. Dio un paso más y se inclinó para leer en la página abierta. Una mancha de sangre marcaba el siguiente pasaje: «Hay quien muere con gloria y cuyas oraciones son escuchadas. Y hay quien muere sin gloria, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera nacido; y sus hijos seguirán su camino.»
Cowart reculó, escrutando la cocina con los ojos desorbitados.
Habían forzado la puerta, sólo asegurada por una cadena, que daba al patio trasero. La cadenita colgaba inútilmente de la vieja madera astillada. Sus ojos se posaron de nuevo sobre la pareja de ancianos. La mujer tenía los fláccidos pechos salpicados de sangre reseca. Cowart retrocedió un paso y luego otro, para acabar dando media vuelta y precipitarse hacia la puerta de la calle. Respiró hondo, con las manos apoyadas en las rodillas, y vio que el cartero regresaba del otro lado de la calle. Sintió un mareo creciente y se sentó torpemente en la entrada.
A medida que se acercaba presuroso, el cartero gritó:
—¿Están ahí dentro?
Cowart asintió con la cabeza.
—¡Dios! —dijo el hombre—. ¿Es grave?
Cowart asintió por segunda vez.
—La policía está de camino.
—Alguien los ha asesinado —dijo Cowart en voz baja.
—¿Asesinado? ¡Pero qué dice!
Cowart volvió a asentir.
—¡Dios! —repitió el cartero—. ¿Por qué?
Cowart sólo meneó la cabeza. Pero en su fuero interno los pensamientos se le acumulaban. «Sé por qué —pensó—. Sé quiénes son y por qué murieron.» Eran las personas a las que Sullivan siempre había querido matar. Y al final lo había conseguido. Se había colado entre los barrotes, había dejado atrás las verjas y las vallas, los muros de la prisión y la alambrada, tal como había prometido.
Sólo que Matthew Cowart no sabía cómo.
Cowart no pudo regresar a la prisión hasta la mañana del séptimo día. La investigación del asesinato lo había atrapado en el tiempo.
Él y el cartero habían esperado en silencio, sentados en los peldaños de la entrada, a que llegara el coche patrulla.
—Esto es increíble —había dicho el cartero—. ¡Maldita sea!, quería aprovechar la marea de la tarde para pescar algún pargo para cenar. —Sacudió la cabeza.
Al cabo de un rato, oyeron que un coche patrulla se acercaba por Tarpon Drive; cuando levantaron la mirada vieron que lo ocupaba un único agente. Aparcó enfrente y se apeó despacio.
—¿Quién de los dos ha llamado? —preguntó. Era un hombre joven, con músculos de culturista y gafas de espejo.
—Yo —respondió el cartero—. Pero él es quien entró y los encontró.
—¿Y quién es usted?
—Soy periodista del
Miami Journal
—contestó Cowart lánguidamente.
—Ajá. ¿Y qué tenemos aquí?
—Dos muertos. Asesinados.
—¿Y cómo lo sabe?
—Compruébelo usted mismo.
—No se muevan de aquí. —El agente pasó entre los dos.
—¿Adónde cree que vamos a ir? —repuso el cartero en voz baja—. ¡Joder! Pero si he pasado por esto muchas más veces que él. ¡Eh, agente! —gritó al policía—. Parece salido de una puta película. No toque nada.
—Lo sé —replicó el joven agente.
Cowart y el cartero observaron cómo entraba en la casa.
—Creo que se va a llevar la impresión más espantosa de su corta carrera —comentó Cowart.
El cartero sonrió.
—Seguramente piensa que su trabajo es sólo cazar coches que rebasen el límite de velocidad de camino a cayo Vizcaíno.
En ese momento oyeron los juramentos del policía.
—¡Puta mierda! ¡Joder! —La exclamación subió repentinamente de tono, como una gaviota sorprendida que surca el cielo.
Hubo una pausa y acto seguido el agente salió de la casa a trompicones. Cruzó el patio delantero, dejando atrás a Cowart y al cartero, y vomitó.
—Vaya —dijo en voz baja el cartero. Se ajustó la coleta y sonrió.
—El hedor es insoportable —dijo Cowart, viendo al policía boquear agitadamente.
Al cabo, el agente se enderezó pálido como la cera. Cowart le dio un pañuelo y el policía se enjugó la cara.
—Pero ¿quién demonios…?
—¿Quién? Son los padres adoptivos de Blair Sullivan —respondió Cowart—. ¿Por qué? Eso ya es otra cuestión.
—No puede haberlo hecho Sullivan —dijo el cartero—. ¿No se supone que lo van a electrocutar?
—Así es.
—Dios. Pero ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?
«Buena pregunta», pensó Cowart, y respondió:
—He venido en busca de noticias.
—Pues me parece que las ha encontrado —dijo el cartero.
Cowart permaneció de pie en un rincón mientras los analistas recogían pruebas en la escena del crimen; observó cómo trabajaban, consciente de que el tiempo se le escurría entre los dedos. Había telefoneado a la sección de noticias locales para informar al redactor jefe sobre lo ocurrido; y éste, por muy acostumbrado que estuviera a los absurdos propios del sur de Florida, se llevó una sorpresa.
—¿Qué crees que hará el gobernador? —preguntó—. ¿Crees que mantendrá la ejecución?
—No lo sé. ¿Y tú?
—¡Maldita sea!, ¿quién puede saberlo? ¿Cuándo volverás para preguntarle a ese loco hijoputa qué está pasando aquí?
—Volveré en cuanto pueda salir de aquí.
Pero se vio obligado a esperar.
La recogida de pruebas en el escenario de un crimen es una labor que requiere paciencia. Las nimiedades cobran importancia; incluso el menor detalle puede resultar crucial. Y se convierte en una tarea apasionante para los profesionales que se sirven de la ciencia para desentrañar el crimen.
Cowart se inquietaba con sólo pensar que Sullivan lo esperaba en su celda. No dejaba de mirar el reloj. Hasta bien entrada la tarde no se le acercaron dos detectives del condado de Monroe. El primero era un hombre maduro con un desaliñado traje marrón; su colega era una mujer mucho más joven, una rubia teñida que vestía chaqueta y pantalones holgados para su delgada figura. Cowart vio que bajo la chaqueta le asomaba una pistola enfundada. Ambos llevaban gafas de sol, pero la mujer se sacó las suyas al acercarse a Cowart, dejando al descubierto unos ojos grises que se clavaron en él antes de dar paso a las palabras.
—¿Señor Cowart? Me llamo Andrea Shaeffer. Soy detective de homicidios y éste es mi colega, Michael Weiss. Estamos al frente de la investigación. Nos gustaría tomarle declaración. —Sacó un bolígrafo y una pequeña libreta.
Cowart asintió con la cabeza. También él sacó su libreta y la mujer le dijo sonriendo:
—La suya es más grande que la mía.
—¿Qué puede decirme sobre la escena del crimen? —preguntó Cowart.
—¿Me lo pregunta como periodista?
—Por supuesto.
—Oiga, ¿y qué le parece si primero responde a mis preguntas? Señor Cowart —dijo la detective—, esto es un asesinato. No estamos acostumbrados a que un periodista nos pregunte sobre un crimen antes de que lo hayamos descubierto. Normalmente es al contrario. Así que, ¿por qué no nos explica ahora mismo cómo y por qué descubrió usted esos cadáveres?
—Llevan muertos un par de días —dijo Cowart.
La detective asintió con la cabeza.
—Eso parece. Pero usted vino aquí precisamente esta mañana. ¿Cómo se explica eso?
—Blair Sullivan me dijo que viniera. Ayer, en su celda del corredor de la muerte.
Shaeffer tomó nota, pero hizo un gesto con la cabeza.
—No lo entiendo. ¿Él sabía…?
—No sé lo que él sabía. Simplemente insistió en que viniera aquí.
—¿Y cómo se lo dijo?
—Me dijo que viniera a entrevistar a las personas que vivían en esta casa. Después supe de quiénes se trataba. Debía regresar a la prisión de inmediato. —Notó el sofoco del tiempo perdido.
—¿Sabe quién mató a esas personas? —preguntó Shaeffer.
—No. —«No con certeza absoluta», pensó.
—¿Y cree que Blair Sullivan sabe quién lo hizo?
—Es posible.
La detective suspiró.
—Señor Cowart, ¿se da cuenta de lo extraño que resulta todo esto? Nos ayudaría si fuera un poco más comunicativo.
Cowart sintió que los ojos de la mujer lo escrutaban, como si con la sola fuerza de su mirada pudiera poner a prueba su memoria en las respuestas. Se incomodó.
—Tengo que volver a Starke —dijo—. Tal vez entonces pueda ayudarles.
Shaeffer asintió.
—Creo que uno de nosotros debería ir con usted. O quizá los dos.
—Él no hablará con ustedes —dijo Cowart.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—No le gustan los policías. —Pero Cowart sabía que aquello era sólo una excusa.
El día había alcanzado su cénit y, para cuando Cowart llegó a la prisión, avanzaba hacia la tarde. Lo habían retenido en la casa de Tarpon Drive hasta el anochecer, momento en que los detectives habían terminado su trabajo. Había regresado a la redacción del
Journal
a toda prisa, para convertir lo que era un sinfín de detalles en noticia de periódico, una apresurada recopilación teñida de sensacionalismo, con la impresión de que el tiempo se le echaba encima. Los detectives no habían podido coger el último vuelo; se habían alojado en un motel y por la mañana volaron rumbo al Norte, donde alquilaron un coche con el que le pisaron los talones a Cowart.
Delante de la prisión las cosas habían cambiado mucho. Había más de una docena de furgonetas de televisión en el aparcamiento, con sus respectivos distintivos estampados en los laterales: «En directo», «Noticias en acción» y similares. La mayoría disponía de equipos portátiles para emitir en directo vía satélite. Había cámaras hablando, compartiendo anécdotas o trabajando en su equipo como soldados que se preparan para la batalla. También merodeaban por allí numerosos periodistas y fotógrafos. Tal como estaba previsto, la carretera estaba atestada de manifestantes de ambos bandos, que silbaban, tocaban el claxon y se lanzaban gritos de imprecación.
Cowart aparcó e intentó ir discretamente hacia el acceso a la prisión, pero lo descubrieron casi de inmediato y no tardó en verse rodeado de cámaras. Por su parte, los dos detectives se abrían paso en la misma dirección y lograron rodear la multitud que se agrupaba en torno a Cowart.
El periodista alzó la mano.
—Ahora no. Por favor, ahora no.
—¡Eh, Matt! —lo llamó un periodista de televisión al que conocía de Miami—. ¿Vas a ver a Blair Sullivan? ¿Va a explicarte qué diablos pasa aquí?
Los focos de la cámara se mezclaron con la intensa luz del sol. Cowart intentó protegerse los ojos.
—Todavía no lo sé, Tom. Déjame averiguarlo.
—¿Hay algún sospechoso? —insistió el periodista.
—No lo sé.
—¿Sullivan se saldrá con la suya?
—De verdad que no lo sé.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada. De momento, nada.
—¿Cuando hable con él nos lo contará? —gritó otra voz.
—Claro —mintió, y se inventó una excusa para salir del paso. Le costó abrirse camino entre la multitud para llegar hasta la puerta principal, donde el sargento Rogers lo esperaba.
—¡Eh, Matty! —lo llamó el periodista de televisión—. ¿Te has enterado de lo del gobernador?
—¿De qué, Tom? No sé nada.
—Acaba de ofrecer una rueda de prensa para decir que no suspenderá la sentencia, salvo que Sullivan presente una apelación.
Cowart asintió con la cabeza y llegó a la entrada de la prisión, al amparo del ancho brazo del sargento Rogers. Los dos detectives habían entrado antes y ya se hallaban lejos de los focos rastreadores de las cámaras.
Cuando Cowart entraba, Rogers le susurró una canción de Kenney Rogers al oído.
—«Tienes que saber cuándo aguantar, cuándo doblar y cuándo retirarte…»
—Gracias —le espetó Cowart con sarcasmo.
—Las cosas se están poniendo interesantes —dijo el sargento.
—Puede que para usted —replicó Cowart entre dientes—. Para mí se pone cada vez más difícil.
Rogers rió y se volvió hacía los dos detectives.
—Ustedes deben de ser Weiss y Shaeffer. —Se dieron la mano—. Pueden esperar en esa sala de ahí.
—¿Esperar? —repitió Weiss con acritud—. Hemos venido a ver a Sullivan. Ahora.
—Él no quiere verlos.
—Pero, sargento —repuso Andrea Shaeffer—, investigamos un caso de asesinato.
—Lo sé —respondió Rogers.
—Mire, ¡maldita sea!, queremos ver a Sullivan, ya —se impacientó Weiss.
—Aquí no trabajamos así, detective. Ese hombre tiene una orden del gobernador… —Echó un vistazo a un reloj de pared, meneando la cabeza—. Le quedan nueve horas y cuarenta y dos minutos de vida. Y, ¡joder!, si él no quiere ver a alguien, no lo voy a obligar. ¿Me explico?
—Pero…
—No hay peros que valgan.
—Pero con Cowart sí va a hablar, ¿no? —preguntó Shaeffer.
—Así es. Perdone, señorita, pero yo no pretendo entender lo que le pasa por la cabeza al señor Sullivan. Y si tiene alguna queja o cree que va a cambiar de parecer, vaya a hablar con el gobernador. A lo mejor le concede más tiempo. Nosotros tenemos que trabajar con lo que tenemos, que es el señor Cowart, su libreta y su grabadora. Nada más.
La mujer asintió y se volvió hacia su colega.
—Llama al despacho del gobernador. A ver qué dicen de todo esto. —Se giró hacia Cowart—: Señor Cowart, ya sé que tiene que hacer su trabajo, pero ¿le preguntará si quiere hablar con nosotros?
—Puedo probar —respondió Cowart.
—Probablemente se haga usted una idea de lo que yo le preguntaría. Intente grabarlo. —Abrió un maletín y le dio unos casetes—. Me quedaré aquí plantada hasta que usted vuelva.
El periodista asintió.
La detective miró al sargento y preguntó, sonriendo:
—¿Siempre es usted así de raro?
Rogers le devolvió la sonrisa.