Juicio Final (28 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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Se acercó a los barrotes y los sacudió una vez.

—Como en un ataúd —dijo—. Encerrado para siempre.

Sullivan soltó una resonante carcajada que fue desintegrándose hasta quedar en un mero resuello.

—Parece haber prosperado, Cowart.

—Las cosas van bien. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Ya. A eso vamos. Pero antes dígame, ¿ha tenido noticias de nuestro Bobby Earl?

—Cuando gané el premio llamó para felicitarme. Pero lo que se dice hablar, no hablamos. Supongo que ha retomado sus estudios.

—¿Seguro? La verdad, no me pareció un tipo demasiado aplicado. Pero tal vez la universidad tiene algún atractivo especial para el viejo Bobby Earl. Algún atractivo muy especial.

—¿Qué insinúa?

—Nada, nada. Nada que usted no deba recordar de aquí a un tiempo. —Sacudió la cabeza y dejó que se le estremeciera el cuerpo—. ¿Hace un día frío, Cowart?

A Cowart el sudor le resbalaba por la espalda.

—No. Hace calor.

Sullivan sonrió.

—Nunca sé si hace frío o calor; si es de día o de noche. A veces pienso como si fuera un niño; supongo que es parte de la agonía. Uno retrocede en el tiempo por naturaleza.

Se puso en pie y fue hasta la pequeña pica que había en un rincón de la celda. Abrió el grifo y se inclinó para beber largos tragos.

—Y siempre tengo sed. La boca se me seca continuamente, como si alguien me estuviera absorbiendo todo el líquido. —Cowart no respondió—. Por supuesto, imagino que la primera descarga de dos mil quinientos voltios dará sed a todos los presentes.

El periodista sintió que se le secaba la garganta.

—¿Va a apelar?

Sullivan torció el gesto.

—¿Usted qué cree?

—Que no.

Sullivan lo miró fijamente.

—Cowart, debe saber que ahora me siento más vivo que nunca.

—¿Para qué quería verme?

—Última voluntad y testamento. Última confesión. Las célebres últimas palabras. ¿Cómo suena eso?

—Como usted quiera.

Sullivan apretó el puño y golpeó la quietud de la celda.

—¿Recuerda que le dije cuán lejos podía llegar? ¿Y lo insignificantes que eran estas paredes y estos barrotes? ¿Que no temo la muerte, que la recibiré con los brazos abiertos? Creo que en el infierno me espera un sitial privilegiado. Estoy convencido. Y usted va a ayudarme a ocuparlo.

—¿Cómo?

—Me va a hacer unos recados.

—¿Y si me niego?

—No lo hará. Está obligado, Cowart. Quiere llegar al fondo de este asunto, ¿no?

Cowart asintió con la cabeza, preguntándose a qué estaría accediendo.

—Muy bien, señor periodista famoso, irá a cierto lugar y luego me presentará un informe especial. Es una casita. Quiero que llame a la puerta. Si nadie le abre, se las arreglará para entrar. Nada debe impedirle entrar en esa casa. Mantendrá los ojos bien abiertos. Una vez dentro, se fijará bien en todos los detalles, ¿me oye? Y entrevistará a quien encuentre dentro… —Pronunció «entrevistará» con sarcasmo y soltó una risita—. Después volverá aquí y me contará lo que haya descubierto; sólo entonces le contaré algo que vale la pena. El legado de Blair Sullivan. —Se tapó la cara con las manos un momento y luego se mesó el pelo hacia atrás, mientras reía socarrón—. Será una historia que valdrá la pena conocer. Se lo prometo.

Cowart titubeó, asaltado por una aguda incertidumbre.

—¿Preparado? Quiero que vaya al número trece (buen número) de Tarpon Drive, en Islamorada.

—Eso está en los cayos. Acabo de llegar de…

—¡Vaya allí! Y luego regrese a contarme lo que ha visto. Y no se deje nada en el tintero.

Cowart vaciló un instante, pero al punto la duda desapareció. Se levantó.

—Dese prisa, Cowart. Venga, rápido. No queda mucho tiempo.

Sullivan se recostó en el catre. Apartó la vista de Cowart y bramó:

—¡Sargento Rogers! ¡Llévese a este hombre fuera de mi vista! —Sus ojos se posaron en Cowart una vez más—. Hasta mañana. Será el sexto día.

Cowart asintió con la cabeza y se marchó a paso ligero.

Consiguió coger el último vuelo de regreso a Miami. Pasaba de la medianoche cuando entró exhausto en su apartamento y se tendió vestido sobre la cama. Se sentía inquieto, presa de un extraño miedo escénico. Se veía como un actor arrojado al escenario, ante un público, pero sin conocer su papel, su personaje, ni siquiera el título de la obra. Apartó aquellos pensamientos y se concedió unas horas de sueño intermitente.

Pero a las ocho de la mañana ya estaba en la carretera de camino a los Cayos Altos. Amanecía un día claro, sólo había algunas nubes rezagadas en el cielo que resplandecían con el sol de la mañana. Dejó atrás el tránsito de la hora punta que congestiona la autopista South Dixie en dirección a Miami, circulando a toda velocidad en dirección contraria. Miami se extiende más allá de la ciudad en sí, hasta polígonos de centros comerciales con letreros chillones y aparcamientos vacíos. El tráfico disminuía al atravesar las urbanizaciones, luego llegaban las hileras de concesionarios con cientos de banderas norteamericanas y enormes pancartas anunciando rebajas de ocasión y pulidas flotas de vehículos aparcados en fila en los que se reflejaba el sol. Observó un par de cazas plateados columpiándose en el cielo cristalino, esperando aterrizar en la base de la fuerza aérea; los dos aviones rugían a la vez que evolucionaban armónicamente como una pareja de bailarines de ballet.

Unos kilómetros más allá, cruzó el puente de Card Sound, que conducía a los cayos. La carretera surcaba montículos de mangles y ciénagas pantanosas. Vio el nido de una cigüeña en un poste de teléfono y un pájaro blanco que, al paso del coche, alzó el vuelo con un batir de alas. Los primeros kilómetros se vio rodeado de un mundo verde y llano. Luego el paisaje a su izquierda dio lugar a calas y finalmente a la kilométrica bahía de Florida. Un ligero viento encrespaba la superficie de un mar azul y turgente. Siguió adelante.

La carretera hacia los cayos serpentea entre mar y humedales, y de vez en cuando se eleva un poco para que pueda asentarse la civilización. Esa tierra dura, con incrustaciones de coral, alberga puertos deportivos y bloques de pisos donde tiene suficiente solidez para soportar construcciones. En ocasiones parece como si los bloques cuadrados hubieran desovado: una gasolinera se amplía a estación de servicio; una tienda de camisetas echa raíces y florece como establecimiento de comida rápida; un muelle da lugar a un restaurante, que incuba un motel al otro lado de la carretera. Donde el terreno es extenso, colegios, hospitales y
campings
para caravanas se aferran a la gravilla, a la tierra y a fragmentos de conchas descoloridos por el sol. El océano, siempre cerca, parpadea con el reflejo solar y su vasta extensión se mofa de los patéticos y persistentes esfuerzos de la civilización. Cowart pasó por Marathon y por delante de la entrada del parque subacuático estatal John Pennekamp. En el puerto deportivo de Whale Harbor observó que en la entrada al muelle de pesca deportiva había un gigantesco marlín azul de plástico, mayor que cualquier otro pez que jamás haya cruzado la corriente del Golfo. Luego dejó atrás un grupo de tiendas y un supermercado, cuyas paredes blancas se iban deteriorando bajo el inexorable sol de los cayos.

Era mediodía cuando encontró Tarpon Drive.

La calle estaba en la punta meridional del islote, a un kilómetro y medio de donde el océano penetra en la tierra y hace imposible la edificación. La carretera se desviaba a la izquierda, en un solo carril de conchas trituradas que discurría entre caravanas y pequeños chalets; era una carretera irregular, como trazada sobre la marcha. Una oxidada furgoneta Volkswagen, pintada con desvaídos colores psicodélicos al estilo hippie, descansaba sin ruedas sobre unos bloques de hormigón en un patio delantero. No lejos de allí, dos niños en pañales jugaban en un improvisado cajón de arena, vigilados por una joven de ceñidos vaqueros cortos y camiseta, sentada en un balde de pescador volcado. Fumaba, y cuando vio a Matthew Cowart lo miró con estudiada dureza. Frente a otra casa había una barca encima de un caballete. En el exterior de una caravana, una pareja de ancianos sentada en unas tumbonas baratas a rayas verdes, al amparo de una sombrilla rosa, no se inmutó al verlo pasar. Cowart bajó la ventanilla y sintonizó en la radio un programa de entrevistas; voces incorpóreas discutían vivamente sobre cuestiones absurdas. Antenas de televisión dobladas y retorcidas plagaban los techos. Cowart sintió que se adentraba en un mundo de esperanzas perdidas y miserias encontradas.

A medio camino calle abajo, tras una alambrada oxidada, había una solitaria iglesia de madera blanca. En el patio delantero se leía en un enorme letrero escrito a mano: «Primera Iglesia Baptista de los Cayos. Entrad y hallaréis la Salvación.» La verja que daba a la calle estaba desencajada y los peldaños de madera que llevaban a las puertas, cerradas con candado, estaban rotos y astillados.

Cowart siguió conduciendo, buscando el número 13.

La casa estaba retirada casi treinta metros de la calzada, bajo un mangle nudoso que proyectaba una sombra abigarrada sobre la fachada. Sus viejas ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa que corría entre la maraña de árboles y maleza. Las persianas estaban desconchadas y de la puerta colgaba un crucifijo. Era una casa pequeña, con un par de depósitos de propano apoyados contra una pared. El patio era de tierra y grava, y al caminar hacia la puerta Cowart removió el polvo. En la puerta de madera estaban grabadas las palabras «Jesucristo vive en nuestro interior.»

Un perro ladró a lo lejos. El mangle se movió ligeramente al recibir una pequeña ráfaga de viento perseguida por el calor. Llamó a la puerta. Una, dos y hasta tres veces. No hubo respuesta. Retrocedió y gritó:

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

Esperó a que alguien respondiera. Nada. Volvió a llamar a la puerta. Nada.

Se retiró de la puerta, y escrutó alrededor. No vio ningún coche, ninguna señal de vida. Probó a gritar de nuevo.

—¡Hola! ¿Hay alguien?

Una vez más, nada.

No sabía qué hacer.

Caminó de vuelta a la calle y se volvió para echar otro vistazo a la casa. «¿Qué coño estoy haciendo aquí? —se preguntó—. ¿De qué va todo esto?»

Oyó detenerse un coche y vio que un cartero se apeaba de un jeep blanco. El hombre metió correspondencia primero en un buzón, y después en otro. Luego se dirigió calle abajo hacia el número 13.

—Hola, ¿cómo está? —le dijo Cowart.

Era un hombre maduro, llevaba pantalones cortos grises y la camisa azul pálido del servicio postal. Lucía una larga coleta bien recogida y un mostacho que le daba expresión compungida; unas gafas de sol ocultaban sus ojos.

—Tirando. —Se puso a hurgar en la saca de correo.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Cowart.

—¿Quién quiere saberlo?

—Soy del
Miami Journal
. Me llamo Cowart.

—Leo su periódico —respondió el cartero—. Más que nada la sección de deportes.

—¿Puede ayudarme? Busco a las personas que viven en esta casa. Pero nadie da señales de vida.

—¿No le responden? Pues yo nunca los he visto ir a ninguna parte.

—¿A quiénes?

—El señor y la señora Calhoun. Los viejos Dot y Fred. Solían sentarse a leer la Biblia y esperar a que llegara el día del juicio final o a que llegara el catálogo de Sears. Los de Sears son gente seria.

—¿Llevan mucho tiempo aquí?

—Seis o siete años, tal vez más. Ése es el tiempo que llevo yo aquí.

Cowart estaba confuso, pero se le ocurrió otra pregunta:

—¿Reciben correo de Starke? ¿De la prisión estatal?

El cartero dejó caer la saca en el suelo, suspirando:

—Claro. Quizás una vez al mes.

—¿Sabe usted quién es Blair Sullivan?

—Por supuesto. Lo van a electrocutar. Lo leí el otro día en su periódico. ¿Tiene esto algo que ver con él?

—Tal vez. No lo sé —contestó Cowart, y echó otro vistazo a la casa mientras el cartero sacaba un fajo de sobres y abría el buzón.

—¡Oh, oh! —dijo.

—¿Qué?

—No han recogido el correo. —El hombre contempló la casa con gesto dubitativo—. Mala señal. Si los ancianos no recogen el correo, es que algo va mal. ¿Sabe?, cuando era más joven solía hacer el reparto en Miami Beach, y siempre sabía lo que me iba a encontrar cuando no recogían el correo.

—¿Cuántos días hará?

—Parece que un par de días. Esto no me gusta —dijo el cartero.

Cowart se encaminó de nuevo a la casa y espió por una ventana. Todo lo que vio fueron muebles baratos colocados en una salita; de la pared colgaba un retrato de Jesús con un aura alrededor de la cabeza.

—¿Ve algo? —preguntó el cartero, que lo había seguido y miraba por otra ventana haciéndose visera con las manos.

—Aquí sólo hay una habitación vacía.

Ambos retrocedieron y Cowart gritó:

—¡Señor y señora Calhoun! ¡Hola!

Siguió sin haber respuesta. Se dirigió a la puerta principal y movió el pomo: no estaba echada la llave. Echó una mirada al cartero y éste asintió. Entró.

Enseguida notó el olor.

El cartero gimió y tocó el hombro de Cowart.

—Sé lo que es esto —dijo—. Lo olí por primera vez en Vietnam y jamás lo olvidaré. —Hizo una pausa y luego añadió—: Escuche.

A Cowart se le hizo un nudo en la garganta con el hedor y le entraron ganas de vomitar, como si estuviera rodeado de humo. A continuación oyó un zumbido en la parte de atrás de la casa.

El cartero retrocedió.

—Voy a llamar a la policía.

—Yo voy a echar un vistazo —dijo Cowart.

—No lo haga. No hay necesidad.

Cowart sacudió la cabeza y avanzó: el hedor y el zumbido parecían envolverlo, atraerlo hacia el interior. Consciente de que el cartero había salido, miró por encima del hombro para ver cómo el hombre se dirigía a la casa del vecino. Cowart se internó en la casa. Lo iba rastreando todo con los ojos, tomando nota de los detalles, recogiendo escenas que luego pudieran ser descritas, fijándose en los muebles raídos y los objetos religiosos, con la sensación de encontrarse en el fin del mundo. El calor iba aumentando de manera inexorable, sumándose al hedor que impregnaba su ropa, le anegaba las fosas nasales, se introducía por sus poros y lo ponía al borde de la náusea. Entró en la cocina.

Allí estaba la pareja de ancianos.

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