—Entonces, ¿la jodieron?
—Sí. —El detective lo miró a los ojos—. No quiero que esto salga en la prensa. Me refiero a que puede mencionar que la escena del crimen estaba hecha un desastre, pero no quiero leer: «El detective Wilcox reconoce que la jodieron en la escena del crimen.»
Cowart observó cómo se ponía las botas. Entonces recordó otra máxima de Hawkins: si te fijas bien, la escena te lo dirá todo. Pero Wilcox y Brown no habían tenido escena alguna. No habían tenido pruebas impolutas; así que tuvieron que optar por otra cosa que les abriese las puertas del tribunal: una confesión.
El detective se ajustó las botas y dijo:
—Vamos, urbanita. Deje que le enseñe un buen lugar para morir.
Echó a caminar por el bosque, haciendo crujir los matorrales al pasar.
El lugar en que Joanie Shriver había muerto era oscuro y estaba rodeado de algas y lianas, con ramas salientes que tapaban el sol como una cueva natural. Era un pequeño claro cubierto de lodo y agua negra, unos tres metros sobre el nivel del pantano. Se encontraban a escasos cincuenta metros del coche, pero el recorrido había sido accidentado. Cowart tenía arañazos en las manos y el rostro de apartar los espinos a su paso; estaba empapado en sudor, y las gotas que le caían por la frente le escocían los ojos. Cuando llegó al pequeño claro, pensó que allí había algo enfermizo. Por un terrible instante imaginó que su propia hija estaba allí, y se quedó sin respiración. «Piensa una buena pregunta», se repitió mientras miraba al detective. Algo para romper el frío lazo que le había echado al cuello su propia imaginación.
—¿Cómo pudo llegar hasta aquí con la niña pataleando y dando gritos? —dijo al cabo.
—Pensamos que estaba inconsciente. Sería sólo peso muerto.
—¿Cómo?
—No tenía heridas defensivas en las manos ni en los brazos… No había indicios de que se defendiera, ni rastro de piel bajo las uñas. En cambio, tenía una fuerte contusión en la sien; el forense cree que llevaba bastante tiempo inconsciente. Supongo que eso es un consuelo; al menos no debió de ser muy consciente de lo que le estaba ocurriendo. —Se acercó al tronco caído de un árbol y señaló el suelo—: Aquí encontramos su ropa. Es de locos, pero estaba perfectamente doblada, impecable.
Luego se alejó unos pasos hacia el centro del claro. Levantó la mirada como para atisbar el cielo entre tanta espesura, movió la cabeza y le hizo señas a Cowart.
—En este punto hallamos la mayor parte de los restos de sangre. La mató justo aquí.
—¿Cómo es que nunca se encontró el arma homicida?
El detective se encogió de hombros.
—Mire alrededor. Peinamos toda la zona y utilizamos un detector de metales. Nada. O bien se deshizo de ella en otro sitio o no sé. Mire, usted mismo podría vadear el pantano y clavar un cuchillo en el lodo del fondo, a unos treinta centímetros de profundidad, y nosotros jamás lo encontraríamos, a no ser que lo pisáramos.
Siguió caminando por el claro.
—Había un pequeño rastro de sangre que llevaba justo hasta allí. La autopsia confirmó que la violación precedió a la muerte, así como la mitad de los cortes; aunque buena parte de ellos se realizaron después. Es como si al verla muerta se hubiese vuelto loco y sentido un irrefrenable impulso de acuchillarla. En cualquier caso, en cuanto acabó con ella, la arrastró hasta aquí y la arrojó al agua.
Señaló la orilla del lago.
—La sumergió en el agua y la escondió bajo esas raíces de ahí. Nadie la vería hasta tenerla justo debajo de los pies. Además, camufló la superficie con broza suelta. Tuvimos suerte de encontrarla con tanta rapidez. Vaya si tuvimos suerte. Los muchachos habrían pasado de largo si no hubiera sido porque a uno de ellos se le enganchó la gorra en una rama baja. Cuando alargó la mano para recogerla, la vio ahí abajo. Realmente fue como encontrar una aguja en un pajar.
—¿Y no había ningún indicio en la ropa de Ferguson? ¿Sangre, pelo o algo así?
—Registramos su casa poco después de que confesara, pero no hallamos nada.
—Lo mismo con el coche. Tenía que haber algo.
—Cuando detuvimos a ese cabronazo, estaba acabando de limpiar el coche. Lo dejó como una patena. Le faltaba un trozo a la alfombrilla del pasajero, aunque desde hacía algún tiempo. Como le digo, el jodido coche estaba reluciente. No encontramos nada. —Se enjugó la frente y miró el sudor recogido en los dedos—. De todas formas, no disponemos de los mismos equipos forenses que los colegas de la gran ciudad. Quiero decir que no es que estemos en la prehistoria o algo así, pero aquí el trabajo de laboratorio va lento y no es del todo fiable. Tal vez hubiera algo que un auténtico profesional habría encontrado con uno de esos espectrógrafos del FBI. Nosotros no encontramos nada. Lo intentamos por todos los medios, pero en vano. —Hizo una pausa—. Bueno, en realidad hallamos una cosa, aunque no sirvió de nada.
—¿Qué cosa?
—Un único pelo púbico. El problema es que no coincidía con los de Joanie Shriver, y tampoco era de Ferguson.
Cowart meneó la cabeza. Notaba el bochorno, el aire pesado que lo ahogaba.
—Si confesó, ¿por qué no dijo dónde estaba la ropa? ¿Por qué no dijo dónde había escondido el cuchillo? ¿De qué sirve una confesión si no incluye todos los detalles?
Wilcox lo fulminó con la mirada. Iba a decir algo, pero se tragó las palabras, dejando las preguntas en el aire cálido y apacible del claro.
—Vamos —dijo. Dio media vuelta y se dispuso a salir del claro, sin volver la vista atrás para comprobar que Cowart le seguía—. Aún tenemos que ir a otro sitio.
Cowart se quedó contemplando la escena del crimen; quería grabarla en su memoria. Luego, con una mezcla de entusiasmo e indignación, siguió los pasos del detective.
Wilcox detuvo el coche frente a una casita similar a todas las casas de aquella manzana. Era un chalet blanco con el césped cuidado y un garaje anexo; un sendero de ladrillo rojo llevaba hasta el porche. Cowart observó que tenía un patio trasero con una barbacoa negra en un rincón. Un pino alto mantenía la mitad de la casa fresca en las horas de más calor, y proyectaba una amplia sombra sobre la fachada. No sabía dónde estaban ni por qué se habían parado allí, de manera que miró al detective.
—Su próxima entrevista —dijo Wilcox, que había guardado silencio desde que abandonaran la escena del crimen—. Si se atreve.
—¿Quién vive en esta casa? —preguntó Cowart con inquietud.
—Los padres de Joanie Shriver.
Cowart respiró hondo.
—Aquí es…
—Aquí es a donde Joanie se dirigía. Y a donde nunca llegó. —Echó un vistazo al reloj—. Tanny les dijo que estaríamos aquí hacia las once y llegamos un poco tarde, así que démonos prisa. A menos que…
—¿Amenos qué?
—Que no desee hacer esta entrevista.
Cowart lo miró, luego a la casa y de nuevo al detective:
—La haré —dijo—. Le gustaría ver lo comprensivo que soy con ellos, ¿verdad? Le parece que voy a ser más que indulgente con Ferguson, de manera que esto es parte de alguna clase de prueba, ¿no?
El detective apartó la mirada.
—¿No?
Wilcox se removió en el asiento y lo miró fijamente.
—Lo que usted aún no sabe, señor Cowart, es que ese hijoputa mató a la niña. Ahora, ¿quiere ver lo que eso significa o no?
—Normalmente mis entrevistas las programo yo —respondió Cowart, con más afectación de la deseada.
—Entonces, ¿quiere irse? ¿Volver en mejor ocasión?
Tuvo la sensación de que eso era lo que el detective buscaba. Wilcox ansiaba tener todos los motivos del mundo para odiarle, y éste no estaría mal para empezar.
—No —dijo Cowart, y abrió la puerta del coche—. Hablemos con esa gente.
Cerró de un portazo y recorrió el sendero a paso ligero. Llamó al timbre con Wilcox a su espalda. Oyó unos pasos pesados en el interior; a continuación, la puerta se abrió. Se vio reflejado en los ojos de una mujer madura con un inconfundible aspecto de ama de casa. Llevaba poco maquillaje, aunque parecía haber pasado horas arreglándose su pelo castaño. Eso realzaba la expresión de su rostro. Llevaba un sencillo vestido color habano de andar por casa y unas sandalias. Sus ojos eran azules y, por un momento, Cowart vio el mentón, las mejillas y la nariz de la niña en la madre, que lo observaba con expectación. Apartó aquella visión de su mente y dijo:
—¿Señora Shriver? Soy Matthew Cowart, del
Miami Journal
. Tengo entendido que el teniente Brown le dijo…
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, sí; pase, señor Cowart. Por favor, llámeme Betty. Tanny dijo que el detective Wilcox le traería por aquí esta mañana. Sabemos que está escribiendo un artículo sobre Ferguson. Aprovechando que mi marido está en casa, nos gustaría hablar con usted.
Su voz tenía una calmada simpatía que no lograba ocultar su angustia. «Elige sus palabras con cuidado porque no quiere que la emoción la traicione, al menos de momento», pensó Cowart. Siguió a la mujer hasta el interior, pensando: «Pero lo hará.»
La madre de la niña asesinada lo condujo por un breve pasillo hasta el salón. Cowart era consciente de que Wilcox iba a la zaga, pero no le hizo caso. Nada más entrar, un corpulento hombre calvo y barrigudo se levantó de un sillón reclinable. Por un momento le costó, pero finalmente logró ponerse en pie y se adelantó para estrechar la mano de Cowart.
—Soy George Shriver —dijo—. Me alegra tener esta oportunidad.
Cowart asintió y echó un rápido vistazo alrededor, procurando retener los detalles. El salón, al igual que el exterior, era moderno y elegante; los muebles, en cambio, eran sencillos, y en las paredes colgaban cuadros de vivos colores. Tenía algo de acogedor y a la vez de caprichoso, como si cada detalle de aquel salón lo hubieran dispuesto sin tener en cuenta los demás, por mero deseo, no necesariamente porque combinara con otra cosa. La impresión general era un poco incoherente, pero bastante acogedora. Una pared estaba dedicada a retratos de familia, y Cowart los contempló. La fotografía de Joanie que había visto en el colegio colgaba en el centro de la pared, rodeada de otras. Reparó en un hermano y una hermana mayores, y en los habituales retratos de familia.
George Shriver siguió su mirada y dijo:
—Los dos mayores, George Junior y Anne, estudian en la Universidad de Florida… Seguramente habrían preferido estar aquí.
—Joanie era la pequeña —añadió Betty Shriver—. Se estaba preparando para ir al instituto… —De repente se quedó sin aliento, con los labios temblorosos, y se apartó de las fotografías.
Su marido le tendió una mano y la llevó al sofá para que se sentara un rato. Pero enseguida se levantó y dijo:
—Señor Cowart, disculpe mis modales. ¿Le apetece algo de beber?
—Agua con hielo, gracias —contestó él, mientras se retiraba de los retratos para quedarse en pie al lado de una butaca.
La mujer desapareció unos instantes, y Cowart aprovechó para hacerle a George Shriver una pregunta inofensiva, algo con lo que disipar la triste atmósfera que de pronto envolvía el salón:
—¿Es usted concejal de la ciudad?
—Ex —respondió—. Ahora me paso el tiempo en la tienda. Soy dueño de un par de ferreterías, una de ellas está aquí, en Pachoula, y la otra de camino a
Pensacola
. Eso me mantiene ocupado; sobre todo ahora que se acerca la primavera. —Hizo una pausa, y prosiguió—: Solía interesarme el mundillo de la política municipal, pero lo dejé cuando nos arrebataron a nuestra Joanie; luego perdimos tanto tiempo con lo del juicio, y todo parecía pasar tan rápido, que nunca más volví a la concejalía. Si no hubiera sido por nuestros otros hijos, George Júnior y Anne, me temo que nos habríamos derrumbado. No sé lo que podría habernos pasado.
La señora Shriver regresó con el vaso de agua con hielo. Cowart observó que había aprovechado la ausencia para recobrar la compostura.
—Lamento tener que removerles cosas dolorosas —dijo.
—Preferimos mostrar nuestros sentimientos que ocultarlos —respondió George Shriver. Acto seguido, se sentó junto a su esposa en el sofá y le pasó el brazo por los hombros—. El dolor nunca se va, ¿sabe? A veces se calma un poco, pero hay detalles que lo avivan. Cuando estoy sentado y oigo a algún niño del vecindario, aunque sólo sea por un instante, pienso que es ella. Y eso duele, señor Cowart, duele mucho. O cuando bajo aquí por la mañana para servirme un café, y me siento a contemplar todas esas fotografías, como ha hecho usted. Lo único que puedo pensar es que aquello no ocurrió, que va a salir de su habitación dando brincos, como siempre, alegre y radiante y dispuesta para un nuevo día, porque era esa clase de niña. Un sol.
Los ojos de aquel hombretón estaban arrasados en lágrimas, pero su voz permanecía serena.
—Voy a misa algo más de lo que solía; me da consuelo. Y los sucesos más lamentables, señor Cowart, sólo consiguen que me resienta. Hace un año vi un programa especial sobre los niños que mueren de hambre en Etiopía. Pues eso queda en la otra punta del mundo y, bueno, yo nunca he salido del norte de Florida, salvo para hacer el servicio militar. Pero ahora cada mes envío dinero a las organizaciones de ayuda humanitaria. Cien dólares aquí, cien dólares allá. No podía soportarlo, ¿sabe? Pensar que unos bebés iban a morir sólo por falta de alimento… me repugnaba la idea. Tenía presente lo mucho que quería a mi niña, y que me la habían robado. Así que supongo que lo hago por ella. Debo de estar loco. Cuando voy a la tienda, me pongo a echar cuentas y empieza a hacerse tarde, entonces recuerdo que a veces me quedaba a trabajar hasta las tantas y me perdía la cena con los niños. Volvía a casa cuando ya estaban dormidos, sobre todo mi pequeña; subía a su habitación y estaba allí acostada… Odio ese recuerdo, odio haberme perdido una de sus carcajadas o una de sus sonrisas; eran tan pocas y tan preciosas, como pequeños diamantes.
George Shriver recostó la cabeza y se quedó mirando el techo. Respiraba con dificultad y el movimiento de su camisa blanca acompañaba cada aliento y cada recuerdo.
Su esposa se había quedado en silencio, pero los ojos se le habían enrojecido y las manos le temblaban en el regazo.
—Somos gente normal y corriente, señor Cowart —dijo lentamente—. George ha trabajado duro y ha llegado a ser alguien en la vida para que nuestros hijos lo tengan más fácil. George Júnior será ingeniero, y a Anne se le dan muy bien las ciencias. Puede que vaya a la facultad de medicina. —De repente sus ojos brillaron de orgullo—. ¿Se lo imagina? Un médico en la familia. ¿Sabe?, hemos trabajado duro para que ellos puedan llegar más lejos.