Juicio Final (8 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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—¿La pequeña que encontraron junto a Miller's Swamp?

—Eso es.

—Lo recuerdo. Ocurrió justo cuando mi ex y yo llegamos aquí, ¡maldito el día! Sería la primera semana que yo trabajaba en este bar. —Soltó una risita lacónica—. ¡Vaya!, y yo que pensaba que este condenado trabajo iba a ser siempre tan apasionante. La gente se interesó mucho por esa niña. Vinieron periodistas de Tallahassee y de la televisión de Atlanta. Así aprendí a reconocer a los de su especie; todos pasaban por aquí. Claro que por aquí tampoco hay más hotel que éste. Hubo bastante movimiento un par de días, hasta que por fin detuvieron al culpable. Pero todo esto es agua pasada. ¿No llega un poco tarde?

—He oído hablar del tema y me interesé.

—Pero ese tipo está en la trena. En el corredor de la muerte.

—Hay ciertos interrogantes sobre cómo fue a parar allí. Algunas contradicciones.

La mujer echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—Hombre —dijo—, apuesto a que eso no va a cambiar demasiado las cosas. Buena suerte, Miami.

Y se alejó para atender a otro cliente, dejando a Cowart a solas con su cerveza. No regresó.

La mañana despuntó despejada. El sol del amanecer parecía decidido a borrar de la calle cualquier vestigio de charco dejado por la lluvia del día anterior. El calor se fue intensificando a lo largo del día, mezclándose con una persistente humedad. En el trayecto del hotel al coche de alquiler, Cowart notó que la camiseta se le pegaba a la espalda. Decidió dar una vuelta en coche por Pachoula.

Aquella población parecía haberse asentado con tenacidad: emplazada en una extensa llanura a escasa distancia de la interestatal y rodeada de campos de cultivo, tendía una especie de puente entre ambos mundos. Aunque quedaba demasiado al norte para dar buenos naranjales, Cowart pasó por unas cuantas granjas con hileras bien alineadas de árboles y otras cuyo ganado pastaba en los prados. Le parecía que estaba entrando en la zona próspera; las casas eran bloques de hormigón de una planta o construcciones de ladrillo, los consabidos chalets indicativos de cierta posición social. Tenían enormes antenas de televisión; algunos, incluso parabólicas en el jardín. A medida que se aproximaba a Pachoula, al borde de la carretera empezaron a verse tiendas abiertas las veinticuatro horas y gasolineras. Pasó por delante de un pequeño centro comercial compuesto por un supermercado, una tienda de postales, una pizzería y un restaurante a ambos lados. Se fijó en las casas que había desperdigadas en calles que iban a desembocar a la avenida principal, hogares unifamiliares bien cuidados y testimonios de un éxito mediocre.

El centro del pueblo era sólo una plaza y tres manzanas, con un cine, algunas oficinas, algunas tiendas y un par de semáforos. Las calles estaban limpias, y Cowart se preguntó si las habría barrido la tormenta de la noche anterior o la diligencia del ayuntamiento.

Siguió conduciendo por una pequeña calzada de dos carriles, alejándose de las ferreterías, tiendas de recambios de coche y restaurantes de comida rápida. El terreno circundante cambiaba ligeramente: un veteado marrón y virgen opuesto al exuberante verde visto momentos antes. La calzada se iba poblando de baches y las casas ya eran construcciones de madera desconchada por el paso del tiempo, todas encaladas y pintadas de deslucidos colores pálidos. La carretera pasó entre un grupo de árboles que envolvieron a Cowart en la oscuridad. La luz que se colaba entre los sauces y pinos dificultaba la visibilidad; de hecho, casi pasó de largo el desvío de tierra que quedaba a su izquierda. Los neumáticos derraparon ligeramente en el barro antes de ganar impulso. Cowart enfiló el camino dando botes en el coche. Bordeaba un largo seto; aquí y allá asomaban pequeñas granjas. Aminoró la marcha y pasó por tres cabañas apiñadas al borde del camino. Un anciano negro se quedó mirándolo a su paso. Cowart avanzó otros ochocientos metros, hasta otra cabaña asentada al borde del camino; se detuvo enfrente y bajó.

La casucha tenía un porche delantero con una mecedora. En un lado había un gallinero con aves que picoteaban la tierra. Delante de la cabaña había un viejo Chevy familiar con el capó levantado.

Cowart oyó a un perro ladrar a lo lejos. La fértil tierra marrón que hacía de patio delantero estaba compactada, lo bastante sólida para sobrevivir a los temporales. Se volvió y vio que la casa daba a un extenso prado, flanqueado de bosque sombrío.

Tras pensárselo, se acercó al porche.

Cuando apoyó el pie en el primer escalón, una voz dijo desde el interior:

—Le estoy viendo. ¿Qué coño quiere?

Cowart se detuvo y respondió:

—Busco a la señora Emma Mae Ferguson.

—¿Y para qué la busca?

—Necesito hablar con ella.

—Eso no me aclara nada. ¿Hablar de qué?

—Sobre su nieto.

La puerta principal, con una mosquitera cuarteada, se entreabrió. Una anciana negra con el pelo cano recogido austeramente se asomó a la puerta; era menuda y nervuda, y se movía lentamente con un porte firme que parecía sugerir que la edad y la osteoporosis no eran más que leves molestias.

—¿Es policía?

—No. Soy Matthew Cowart, del
Miami Journal
. Soy periodista.

—¿Quién le envía?

—Nadie. He venido por mi cuenta. ¿Es usted la señora Ferguson?

—Puede.

—Por favor, señora Ferguson, quiero que me hable sobre Robert Earl.

—Es un buen muchacho, y ellos me lo han robado.

—Lo sé. Trato de ayudarle.

—¿Ayudarle? ¿Es abogado? Los abogados ya le hicieron bastante daño.

—No, señora. ¿Podemos hablar unos minutos? Sólo quiero ayudar a su nieto. Él me dijo que viniera a verla.

—¿Ha visto a mi nieto?

—Sí.

—¿Cómo lo tratan?

—Parecía estar bien. Triste pero bien.

—Bobby Earl es un buen chico, muy buen chico.

—Lo sé. Por favor…

—Está bien, señor periodista. Me sentaré y lo escucharé. Dígame qué quiere saber.

La anciana se dirigió a la mecedora. Luego señaló el último peldaño del porche y Matthew Cowart tomó asiento, casi a sus pies.

—Bien, señora. Quiero que me hable acerca de tres días de hace casi tres años. Necesito saber qué estaba haciendo Robert Earl el día en que la niña desapareció, el día siguiente y el tercer día, cuando lo arrestaron. ¿Recuerda aquellos días?

La anciana bufó.

—Señor periodista, puede que sea vieja, pero no tonta. Mi vista no será tan fina como antes, pero mi memoria sí. Por el amor de Dios, ¿cómo iba a olvidar aquellos días, después de lo ocurrido desde entonces?

—Bueno, precisamente por eso he venido.

Ella lo miró entornando los ojos, a la sombra del porche.

—¿Está seguro de que quiere ayudar a Bobby Earl?

—Sí, señora. En todo lo que pueda.

—¿Y cómo va a hacerlo? ¿Qué puede hacer usted que no pueda ese abogado tan sarcástico?

—Escribir un artículo para el periódico.

—Los periódicos ya han escrito un montón de artículos sobre Bobby Earl. Por lo que sé, la mayoría contribuyó a meterlo en el corredor de la muerte.

—No creo que esta vez sea así.

—¿Y por qué no?

No tenía una respuesta preparada para aquella pregunta. Contestó:

—Mire, señora Ferguson, me resultaría difícil complicar aún más las cosas. Y, si quiero ayudar, necesito respuestas.

La anciana sonrió.

—Eso es cierto. Está bien, señor periodista. Pregunte.

—El día que mataron a la niña…

—Él estuvo aquí conmigo, todo el día. No salió de casa; a no ser por la mañana, para pescar unas lubinas. Me acuerdo porque las freímos para cenar aquella misma noche.

—¿Está segura?

—Claro que lo estoy. ¿Adónde iba a ir si no?

—Bueno, tenía el coche.

—Yo lo hubiera oído si hubiera arrancado. No estoy sorda. Aquel día no fue a ninguna parte.

—¿Le explicó esto a la policía?

—Por supuesto.

—¿Y?

—No me creyeron. Me dijeron: «Emma Mae, ¿está segura de que su nieto no se escabulló por la tarde? ¿Está segura de que no se alejó de su vista? Tal vez aprovechó que usted echaba una cabezadita o algo.» Pero no fue así, y se lo dije. Luego me aseguraron que estaba equivocada, se enfadaron y se fueron. No he vuelto a verlos.

—¿También se lo explicó al abogado de Robert Earl?

—Me hizo las mismas malditas preguntas, y yo le di las mismas malditas respuestas. Él tampoco me creyó. Dijo que tenía demasiados motivos para encubrir al muchacho. Tenía razón. Es el hijo de mi pequeña y lo quiero mucho. Incluso cuando se marchó a Nueva Jersey para volver convertido en un pandillero, hablando mal y dándoselas de tipo duro, yo lo seguía queriendo mucho. Ahora iba por buen camino. Asistía a la universidad. ¿Se lo imagina usted, señor periodista blanco? Mire alrededor. ¿Cree que somos muchos los que llegamos a la universidad? ¿Que llegamos a ser alguien? ¿Cuántos cree que lo consiguen? —La anciana volvió a bufar y esperó una respuesta, que Cowart no le dio. Al cabo de un momento, prosiguió—: Ese poli tenía razón. Mi niño. Mi vida. Mi orgullo. Claro que habría mentido por él. Pero no lo hice. Soy creyente, aunque para salvar a mi niño me habría enfrentado al mismísimo demonio; sólo que nunca tuve la oportunidad, porque nunca me creyeron, no señor.

—¿Cuál es la verdad?

—Que estuvo aquí conmigo.

—¿Y al día siguiente?

—Aquí conmigo.

—¿Y cuando llegó la policía?

—Estaba fuera, sacando brillo a su viejo coche. No protestó. No se resistió. Sólo les dijo sí señor, no señor, y se fue con ellos. ¿Ve de qué le sirvió?

—Parece enfadada.

Aquella mujer menuda se inclinó hacia delante en la silla, con el cuerpo rígido de la emoción. Dio dos fuertes palmadas en los brazos de la mecedora, haciéndolas sonar como dos pistoletazos que retumbaron en aquella despejada mañana.

—¿Enfadada? ¿Me está preguntando si estoy enfadada? Me robaron a mi niño y lo han encerrado para matarlo. El enfado es lo de menos, pero no tengo tanta maldad como para decirle lo que siento de verdad.

Se levantó y se dirigió hacia el interior de la casa.

—No me queda más que odio y un amargo vacío, señor periodista. Tome nota de ello.

Y cerró la puerta de un golpe seco mientras Matthew Cowart escribía apresuradamente sus palabras en la libreta.

Cowart llegó al colegio a mediodía. Tal como imaginaba, se trataba de un insulso edificio de hormigón con una bandera norteamericana ondeando lánguidamente en el húmedo exterior. Había autobuses escolares amarillos aparcados a la entrada, un patio con columpios y canastas y un patio de tierra en la parte de atrás. Aparcó el coche y se encaminó hacia la entrada, oyendo una oleada de voces infantiles. Era la hora de comer y se respiraba cierto caos contenido de puertas adentro; los niños correteaban de aquí para allá, con bolsas de papel o fiambreras, en un hervidero de conversaciones. Las paredes del colegio estaban decoradas con trabajos de los alumnos, composiciones de forma y color con pequeños letreros que explicaban su significado. Se quedó mirando las pinturas un instante; le recordaban los dibujos y maquetas que su hija le enviaba por correo y que ahora decoraban su despacho. Abriéndose camino, atravesó un vestíbulo hasta la puerta con el rótulo SECRETARÍA. En ese momento se abrió y vio salir dos niñas, riéndose de algún gran secreto. Una era negra, la otra blanca; Cowart las siguió con la mirada hasta que desaparecieron por el pasillo.

Una pequeña fotografía enmarcada colgaba de una pared y se acercó para echarle un vistazo. Era la fotografía de una niña. Tenía el pelo rubio, pecas y una amplia sonrisa con aparato de ortodoncia. Llevaba una impecable camisa blanca y una cadena de oro alrededor del cuello. En el centro de la cadena se alcanzaba a leer «Joanie» grabado en letras diminutas. Debajo de la fotografía había una pequeña placa que rezaba: «Joanie Shriver, 1976-1987. Querida amiga y compañera de clase, todos te echaremos de menos.»

Cowart añadió la fotografía de la pared a todas las notas mentales que iba tomando. Luego se apartó y entró en la secretaría del colegio.

Una mujer de mediana edad, con una expresión ligeramente tensa, se acercó al mostrador.

—¿Puedo ayudarle?

—Estoy buscando a Amy Kaplan.

—Acaba de pasar por aquí. ¿Le espera?

—El otro día hablé con ella por teléfono. Mi nombre es Cowart. Vengo de Miami.

—¿Es usted el periodista?

Él asintió con la cabeza.

—Dejó dicho que vendría. Veré si puedo localizarla. —Había una pizca de resentimiento en su voz. En ningún momento sonrió a Cowart.

La mujer cruzó la secretaría y desapareció en la sala de profesores para luego reaparecer acompañada de una joven. A Cowart le pareció atractiva; llevaba el cabello castaño rojizo recogido y tenía un rostro noble y simpático.

—Soy Amy Kaplan, señor Cowart.

Se dieron un apretón de manos.

—Siento interrumpirle la comida.

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez sea el mejor momento. De todas formas, como le dije por teléfono, aún no sé muy bien qué puedo hacer por usted…

—Hábleme del coche. Y de lo que vio.

—¿Sabe? Lo mejor será que le enseñe el lugar donde me encontraba. Se lo puedo explicar allí mismo.

Salieron fuera sin cruzar palabra. La joven maestra se detuvo frente al edificio y se volvió, señalando la carretera.

—Mire —explicó—, siempre tenemos un profesor allí, vigilando a los alumnos después de las clases. Solíamos hacerlo para asegurarnos de que los niños no se metían en peleas y las niñas se iban directamente a casa en vez de quedarse cotilleando por aquí. Los niños hacen esas cosas, ¿sabe?, y al parecer más que los mayores. Ahora está claro que hay otro motivo para mantener la vigilancia. —Miró a Cowart por un instante. Luego prosiguió—. De todos modos, la tarde en que Joanie desapareció, casi todo el mundo se había marchado y yo estaba a punto de regresar al colegio cuando la vi allí, bajo aquel enorme sauce… —Señaló a unos cuarenta metros carretera abajo. Luego se llevó la mano a la boca—. ¡Oh, Dios mío! —musitó.

—Lo siento —se disculpó Cowart.

La joven no apartaba la mirada de aquel punto carretera abajo, como si lo reviviera todo en su memoria. El labio inferior le temblaba ligeramente, pero hizo un movimiento con la cabeza para indicar que se encontraba bien.

—Yo era joven —dijo—. Era mi primer año aquí. Recuerdo que ella me vio y se volvió para saludarme; por eso supe que era ella. —La firmeza de su voz había desaparecido.

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