—¿Y el caso de Joanie Shriver?
El detective hizo una pausa, pensando antes de responder.
—Lo suyo fue diferente.
—¿Porqué?
—Ella era diferente. Era sólo… —Vaciló, apretando bruscamente el puño y agitándolo en el aire—. Todo el mundo lo sintió. Era… —Volvió a interrumpirse, para respirar hondo—. Deberíamos esperar a que llegue Tanny; en realidad, él llevó ese caso.
—Pensaba que se llamaba Theodore.
—Así es. Tanny es su apodo; así llamaban a su padre, que solía regentar un pequeño negocio de curtido de cuero. Siempre tenía ese color de tintura roja en manos y brazos. Tanny trabajaba con él cuando estudiaba en el instituto y en las vacaciones de verano. Heredó el mismo sobrenombre; de hecho, no creo que nadie, excepto su madre, le llamara alguna vez Theodore. Él pronunciaba su nombre como Zi-o-dor.
—¿Los dos son de Pachoula? Me refiero…
—Sé a lo que se refiere. Claro, sólo que Tanny es diez años mayor que yo. Él se crió en Pachoula. Luego fue al instituto. Por aquel entonces era un buen atleta, así que se marchó para jugar en el equipo de la Universidad Estatal de Florida; pero acabó sudando tinta en la selva con el Primer Regimiento de Caballería Aérea. Regresó con un par de medallas, acabó sus estudios y consiguió trabajo en la policía. En cambio, yo fui un niño mimado de la Armada. Mi padre pasó años en la base como superintendente de la patrulla de tierra. Me presenté al examen de la academia de policía y me quedé; fue mi padre quien me marcó las pautas del trabajo policial.
—¿Cuánto tiempo llevan en homicidios?
—Yo, unos tres años. Tanny lleva más.
—¿Le gusta?
—Es diferente, y más interesante que ir de patrulla. Llegas a usar la cabeza. —Se dio golpecitos en la frente.
—¿Y Joanie Shriver?
Él detective encogió los hombros.
—Fue mi primer gran caso. Ya sabe a qué me refiero: la mayoría de los asesinatos son involuntarios. Uno llega a la escena del crimen y allí está el asesino, atontado al lado de la víctima…
Eso era cierto. Cowart recordaba que Vernon Hawkins decía que en la escena del crimen siempre buscaba a la persona que no lloraba pero permanecía en pie, con los ojos como platos, en estado de shock y confundida. Porque ése era el asesino.
—O si no, ahora también están estos asuntos de drogas. Aunque en buena parte sólo consiste en recoger cadáveres. ¿Sabe cómo lo llaman en la oficina del fiscal general de Florida? Pescar escoria. No espere resolver un caso de asesinato con un cadáver que ha estado tres días flotando en el agua, sin ningún documento que lo identifique, con el rostro devorado por los peces, un orificio de bala en la nuca, unos pantalones de diseño exclusivo y cadenas de oro. No, a ésos sólo se los etiqueta y se los mete en la bolsa, sí señor. Pero, joder, la pequeña Joanie tenía un rostro. No era un anónimo narcotraficante colombiano. Era diferente.
Hizo una pausa y se quedó pensativo. Después añadió:
—Era como nuestra hermana pequeña.
El detective parecía disponerse a decir algo más cuando sonó el teléfono de la mesa. Contestó, gruñó un saludo y luego se lo pasó a Cowart.
—Es el jefe. Quiere hablar con usted.
—¿Sí?
—¿Señor Cowart? —Oyó una voz distante y pausada; una voz que no revelaba ninguna de las convenciones sureñas con que empezaba a familiarizarse—. Soy el teniente Brown. Voy a tener que quedarme más tiempo en el lugar del siniestro.
—¿Hay algún problema?
El hombre soltó una amarga carcajada.
—Supongo que depende de cómo se mire. Se trata de un avión calcinado, un piloto y un estudiante sepultados en el pantano a tres metros de profundidad, un par de esposas histéricas, el propietario de una academia de vuelo furioso y un par de forestales cabreados porque este aterrizaje se ha realizado en medio de una reserva ornitológica.
—Bueno, esperaré con mucho gusto…
El detective lo interrumpió:
—Lo mejor sería que el detective Wilcox lo acompañara hasta el sitio donde hallaron el cadáver de Joanie Shriver. También existen otros lugares de interés que creemos le ayudarían a escribir su historia. En otro momento podremos hablar largo y tendido sobre Robert Earl Ferguson y su crimen.
Cowart escuchó aquella voz metódica. El teniente parecía el tipo de hombre capaz de transformar una recomendación en una exigencia con sólo bajar la voz.
—Me parece bien.
Cowart devolvió el auricular a Wilcox, que escuchó un momento y luego respondió: «¿Estás seguro? Me gustaría…» Luego empezó a asentir con la cabeza, como si el teniente Brown pudiera verle, y colgó.
—De acuerdo —dijo—. Es hora de hacer una visita. ¿Tiene unas botas y unos vaqueros en la habitación del hotel? El lugar al que vamos no es muy agradable.
Cowart asintió y siguió al rechoncho detective, que avanzaba por el pasillo dando brincos con una suerte de malicioso entusiasmo.
Dejaron atrás el radiante sol de la mañana en el coche del detective. Wilcox bajó su ventanilla para que el aire tibio ventilase el interior. Iba tarareando compases de música country; de vez en cuando canturreaba letras plañideras, como «Madres, no dejéis que vuestros hijos sean detectives de homicidios…», y sonreía a Cowart. El periodista contempló el paisaje, sintiéndose un poco desconcertado. Había esperado que el detective mostrara rabia, un estallido de odio y frustración. Ellos sabían a qué había venido; sabían lo que pensaba hacer. Su presencia sólo les traería problemas, especialmente cuando él escribiera que habían torturado a Ferguson para obtener su confesión; pero el detective sólo tarareaba.
—Entonces, dígame —preguntó por fin Wilcox al enfilar una calle sombreada—. ¿Qué opina de Bobby Earl? Ha estado usted en Starke, ¿no?
—Me ha contado una historia muy interesante.
—Apuesto a que sí. Pero ¿usted qué opina?
—Todavía no lo sé —mintió Cowart, aunque no sabía en qué medida.
—Bueno, yo lo calé en cuanto lo vi.
—Eso me dijo él.
El detective soltó una risotada.
—Por supuesto; aunque seguro que no le dijo que yo tenía razón, ¿eh?
—No.
—Ya. En cualquier caso, ¿cómo le va?
—Parece encontrarse bien. Está resentido —contestó Cowart.
—Normal. ¿Tiene buen aspecto?
—No se ha vuelto loco, si se refiere a eso.
El detective rió.
—No, jamás pensaría que Bobby Earl puede volverse loco; ni siquiera en el corredor de la muerte. Siempre fue un hijoputa sin sentimientos. Conservó la frialdad hasta el final, cuando aquel juez le dijo dónde iba a acabar sus días.
Pareció que Wilcox reflexionaba en algo, y de repente sacudió la cabeza al evocar un recuerdo.
—¿Sabe, señor Cowart? Fue así desde el primer minuto de su detención. No pestañeó, no dijo nada, hasta que acabó contándonos lo ocurrido. Y cuando confesó lo hizo con serenidad. ¡Por el amor de Dios!, se limitó a los hechos. Era como si hablara de matar una mosca. Aquella noche volví a casa, pero me había emborrachado tanto que Tanny tuvo que acompañarme y meterme en la cama. Estaba horrorizado.
—Estoy interesado en esa confesión —declaró Cowart.
—Eso espero. ¿Acaso no está ahí toda la historia? —Se echó a reír—. Bueno, va a tener que esperar a que llegue Tanny. Entonces se lo explicaremos todo.
«Apuesto que lo harán», pensó Cowart, y preguntó:
—¿Qué lo horrorizó tanto?
—No tanto él como lo que presentí que podía llegar a hacer.
El detective no entró en detalles y giró en una esquina. Cowart vio que se acercaban al colegio donde se había producido el secuestro.
—Empezaremos por aquí —indicó Wilcox, y paró bajo un oscuro sauce—. Aquí mismo es donde ella subió al coche. Ahora observe.
Reemprendió la marcha suavemente, tomó una curva rápida a la derecha y luego otra a la izquierda, en dirección a una larga avenida con chalets apartados de la calzada y camuflados entre pinos y arbustos.
—Mire, nos dirigimos a casa de Joanie, así que de momento ella no tenía nada que temer, aunque ya estamos lejos del colegio. Ahora fíjese en esto.
Llevó el coche hasta un
stop
que había en una bifurcación. En una dirección había otras casas, aún más dispersas; en la otra, unas decrépitas barracas delante de un henar abandonado teñido de un amarillo verdoso y de un derrengado granero marrón al linde de un oscuro túnel de frondosidad construido por el bosque y el sinuoso pantano.
—Ella habría querido ir hacia allí —dijo el detective, señalando las casas—. Pero él tomó la otra dirección. Yo diría que aquí fue donde le puso la mano encima por primera vez… —Cerró el puño y amagó a Cowart—. Es un tipo fuerte, fuerte como un toro. A lo mejor no impone, pero es lo bastante grande para destrozar a una niña de once años. La pequeña debió de llevarse un buen susto. Él probablemente la obligó a agacharse y pisó el acelerador…
En ese instante, toda la jocosidad que había marcado el comportamiento del detective se desvaneció. Con un gesto brutal, Wilcox se acercó bruscamente a Cowart y le agarró el brazo a la altura del hombro; mientras lo hacía, dio un acelerón y el coche salió lanzado hacia delante, coleando brevemente sobre la gravilla suelta y la tierra. Wilcox pellizcaba con los dedos los músculos de Cowart y lo zarandeó hasta hacerle perder el equilibrio en el asiento; dio un volantazo a la izquierda. Cowart dejó escapar un grito, un alarido de miedo y estupor, mientras luchaba por asirse al apoyabrazos. El coche viró entonces bruscamente, derrapó en una esquina y Cowart dio bandazos contra la puerta. El detective lo agarró con más fuerza. Él también gritaba, y profería palabras sin sentido con la cara enrojecida por el esfuerzo. En cuestión de segundos, habían pasado las barracas y daban botes sobre un camino salpicado de baches, perdiéndose en el frescor de las sombras proyectadas por el envolvente bosque. Los oscuros árboles parecían abalanzarse sobre ellos mientras el coche avanzaba a velocidad de vértigo. El motor rugía y Cowart se quedó petrificado, esperando empotrarse en la muerte.
—¡Grite! —le ordenó de pronto el detective.
—¿Qué?
—Vamos, ¡grite! —chilló—. ¡Grite pidiendo auxilio, maldita sea!
Cowart se quedó mirando su cara rubicunda y sus ojos enajenados. Las voces de ambos hombres eclipsaron el ruido del motor y los neumáticos, que arañaban la carretera.
—¡Basta ya! —gritó Cowart—. ¿Qué demonios pretende? —Sombras y ramas azotaban el coche al pasar y se abalanzaban sobre ellos desde los márgenes de la carretera como jaurías de fieras—. ¡Deténgase, maldita sea, deténgase!
De pronto, Wilcox lo soltó, agarró el volante con las dos manos y al mismo tiempo dio un frenazo. Cowart estiró el brazo para no empotrarse contra el parabrisas; el coche vibró y paró en seco con un chirrido.
—¡Listo! —exclamó el detective, y apuró la respiración. Le temblaban las manos.
—¿Se ha vuelto loco? —gritó Cowart—. ¿Quiere que nos matemos?
El detective no contestó. Se limitó a apoyar la cabeza en el respaldo y a respirar hondo, como intentando recobrar el dominio perdido en el trayecto suicida; luego se volvió hacia Cowart y, clavando en él sus ojos pequeños y entornados, dijo:
—Relájese, señor periodista. Eche un vistazo alrededor.
—¡Por el amor de Dios!, ¿para qué ha montado todo ese numerito?
—Sólo quería ponerlo un poco en situación.
Cowart respiró hondo.
—¿Conduciendo como un loco e intentando matarnos?
—No —respondió el detective, y le dedicó una sonrisa radiante—. Quería mostrarle lo fácil que le resultó a Ferguson arrancar a esa niña de la civilización para meterla en la puta selva. Eche un vistazo. ¿Cree que aquí alguien podría oírle si gritara pidiendo ayuda? ¿Quién iba a acudir? Observe este lugar, Cowart. ¿Qué ve?
Cowart miró por la ventanilla y vio un oscuro pantano y un bosque que se extendían ante sus ojos, cubriéndolo todo como una mortaja.
—¿Quién cree que acudiría en su ayuda?
—Nadie.
—¿Quién cree que iba a ayudar a esa niña de once años?
—Nadie.
—¿Sabe dónde estamos? En el infierno. Se llega en cinco minutos; eso es todo. La civilización deja de existir. Ésta es la puta selva. ¿Entiende?
—Entiendo.
—Sólo quería que lo viera tal como Joanie Shriver lo vio.
—Entiendo.
—De acuerdo —dijo el detective, volviendo a sonreír—. Ocurrió así de rápido. Luego se la llevó bosque adentro. Vamos.
Wilcox se apeó y se dirigió al maletero. Sacó unas botas marrones de vadeo y arrojó otro par a Cowart.
—Ésas le servirán.
Cowart empezó a ponérselas trabajosamente. Al hacerlo, miraba el suelo. De repente se agachó y palpó la tierra; luego se reunió con el detective. «Está bien —pensó—, juguemos.»
—Huellas de neumáticos —dijo, señalando el suelo con el dedo.
—¿Qué dice?
—Las huellas de unos putos neumáticos. Mire esta tierra. Si la hubiera traído hasta aquí, el coche habría dejado huellas. Y se podrían haber comparado con las de sus neumáticos. ¿O es que ustedes los vaqueros no saben de estas cosas?
Wilcox sonrió, resistiéndose a morder el anzuelo.
—Era el mes de mayo. La tierra se convierte en polvo.
—No bajo esta fronda.
El detective lo miró fijamente. Luego se echó a reír, socarrón.
—No tiene un pelo de tonto, ¿verdad?
Cowart guardó silencio.
—Los periodistas de por aquí no son tan avispados. No señor.
—No me haga la pelota. ¿Por qué no tomaron muestras de las huellas?
—Porque esta zona se llenó de vehículos del personal de rescate y de los jodidos grupos de búsqueda. Ése fue uno de los grandes problemas que tuvimos en un primer momento. En cuanto corrió la voz de que la habían encontrado, todo el mundo vino aquí. Y pisotearon la maldita escena del crimen. Cuando llegamos Tanny y yo, estaba hecha un mapa. Bomberos, conductores de ambulancia,
boy scouts
, ¡joder! No había ningún control. Nadie tomó ninguna precaución; así que suponga que recogemos una huella de neumático, una pisada, un trozo de ropa enganchada en una zarza, algo. No habría manera de cotejarlo. Para cuando llegamos aquí, y créame que vinimos lo más rápido que pudimos, el lugar estaba abarrotado de gente. ¡Pero por el amor de Dios!, si incluso habían movido el cadáver y lo habían sacado a la orilla. —Arrugó el entrecejo—. Pero no podemos culparlos —añadió—. La gente estaba loca por esa niña. No habría sido de buen cristiano dejar que las tortugas la mordisquearan en el lodo.