—Correcto. Recuerdo el principio básico: no permanecer impasible ante la pena capital. Tres editoriales, a toda página. Y luego publicamos más de cincuenta cartas de los lectores que eran, ¿cómo diría yo?, contrarias a mi postura. Publicamos cincuenta, pero recibimos unos cinco millones de trillones. Las más agradables insinuaban que deberían decapitarme en la plaza pública. Las desagradables eran más ocurrentes.
La chica sonrió.
—La popularidad no es lo tuyo. ¿Quieres que te lo imprima?
—Si eres tan amable. Pero preferiría que me quisieran…
Ella le sonrió y volvió a su ordenador. Tecleó una vez más y la veloz impresora del rincón empezó a zumbar mientras iban saliendo las hojas.
—Aquí tienes. ¿Te traes algo entre manos?
—Puede —respondió Cowart—. Uno que dice que no ha hecho nada.
La joven rió.
—Suena interesante, e insólito. —Se volvió hacia la pantalla del ordenador y Cowart se encaminó de regreso a su despacho.
Los hechos que habían llevado a Robert Earl Ferguson al corredor de la muerte empezaban a tomar forma a medida que Cowart iba leyendo las noticias. La información de la hemeroteca era mínima, pero suficiente para hacerse una idea. La víctima del caso era una niña de once años cuyo cuerpo había aparecido entre un matorral a orillas de un pantano.
Le resultaba fácil imaginar el sucio follaje que camuflaba el cuerpo. Era una ciénaga nauseabunda, el lugar indicado para hallar la muerte.
Siguió leyendo. La víctima, hija de un funcionario municipal, fue vista por última vez cuando volvía a casa del colegio. Cowart se imaginó un solitario y espacioso edificio, de hormigón y planta baja, construido en un terreno polvoriento. Pintado de un rosa descolorido o un verde institucional, colores que difícilmente lograrían iluminar el alborozo de los niños celebrando el final de la jornada escolar. Allí era donde una de las maestras la había visto subirse a un Ford verde con matrícula de otro estado. ¿Por qué? ¿Qué la llevaría a subir al coche de un extraño? La idea le produjo escalofríos y de repente sintió miedo por su propia hija. «Ella no lo haría», pensó para tranquilizarse. Al ver que la pequeña tardaba en llegar a casa, se había dado la voz de alarma. Cowart sabía que aquel mismo día la televisión local había divulgado una fotografía suya en las noticias de la noche. Debía de ser la fotografía de una niña con el pelo recogido en una coleta, cuya sonrisa revelaba un aparato de ortodoncia; una foto de familia, hecha con esperanza e ilusión, y utilizada para llenar de desesperación la pequeña pantalla.
Más de veinticuatro horas después de la desaparición, los agentes que peinaban la zona habían descubierto su cadáver. La noticia estaba llena de expresiones como «brutal asesinato», «ataque salvaje», «cuerpo destrozado», mera jerga periodística; reacio a describir con lujo de detalles el auténtico calvario que había padecido la niña, el periodista había recurrido a una serie de clichés.
«Debió de ser una muerte terrible —pensó—. La gente quería saber qué había ocurrido; bueno, no del todo, porque si lo supieran tampoco podrían dormir.»
Siguió leyendo. Ferguson había sido el primer y único sospechoso. La policía lo había detenido poco después de levantar el cuerpo de la víctima, por el parecido de su coche. Fue interrogado (en las noticias no se mencionaban la incomunicación ni las palizas) hasta confesar. La confesión, seguida de un análisis de las muestras de sangre y la identificación del vehículo, parecía haber sido la única prueba incriminatoria, pero Cowart se mostraba cauto. Las vistas habían cobrado cierta impetuosidad, como en el buen teatro, y un detalle que parecía insignificante o cuestionable cuando se mencionaba en las noticias se volvía inmenso a ojos del jurado.
Ferguson había dicho la verdad respecto al dictamen del juez. La frase «un animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros» aparecía destacada en las noticias. «Seguramente se jugaba la reelección aquel año», pensó.
Las demás noticias le proporcionaron información adicional; sobre todo, que la primera apelación de Ferguson, basada en la fragilidad de las pruebas presentadas, había sido desestimada por el tribunal de apelaciones del primer distrito. Era de esperar. Todavía estaba pendiente de la resolución del Tribunal Supremo de Florida. Así pues, Ferguson aún no había agotado la vía de los tribunales.
Se reclinó en la silla e intentó imaginar lo ocurrido.
Vio un condado rural en los bosques de Florida. Aquélla era una parte del estado muy distinta de las populares imágenes de Florida: nada que ver con los rostros sonrientes e impecables de la clase media que acudía, en masa a Orlando y Disney World, ni con los colegiales gamberros que iban a pasar las vacaciones de Semana Santa a las playas, ni con los turistas que viajaban en sus caravanas a Cabo Cañaveral para presenciar el lanzamiento de naves espaciales. Y esa Florida tampoco tenía nada que ver con la imagen cosmopolita y liberal de Miami, que se consideraba a sí misma una especie de Casablanca norteamericana.
«En Pachoula —pensó—, incluso en los ochenta, cuando una niña blanca es violada y asesinada por un negro, aflora una América más primitiva; una América que todo el mundo preferiría olvidar. Probablemente ése haya sido el caso de Ferguson.»
Cogió el teléfono para llamar al abogado que llevaba la apelación de Ferguson.
Tardó más de lo que quedaba de mañana en localizar al letrado. Cuando por fin se puso en contacto con él, le llamó la atención su mentolado acento sureño.
—Señor Cowart, soy Roy Black. ¿Qué lleva a un periodista de Miami a interesarse por lo que ocurre acá, en el condado de Escambia? —Pronunció «acá» con un dejo sureño.
—Gracias por devolverme la llamada, señor Black. Siento curiosidad por uno de sus clientes. Un tal Robert Earl Ferguson.
El abogado rió lacónicamente.
—Bueno, cuando la secretaria me pasó su mensaje imaginé que querría hablar sobre el señor Ferguson. ¿Qué quiere saber?
—Todo lo que sepa sobre su caso.
—Bueno, ahora está en manos del Tribunal Supremo de Florida. Sostenemos que las pruebas contra el señor Ferguson no eran suficientes para condenarle. Y también solicitamos que el juez competente desestime su confesión. Debería usted leerla; tal vez sea el documento de este tipo más amañado que haya visto en mi vida. Como si la propia policía lo hubiera redactado en comisaría. Y sin esa confesión no hay base legal. Si Robert Earl no dice lo que ellos quieren que diga, no dura ni dos minutos ante el tribunal. Ni siquiera en el peor tribunal, el más sudista y racista del mundo.
—¿Y qué pasa con la muestra de sangre?
—El laboratorio policial del condado de Escambia cuenta con muy pocos medios, no como los que hay en Miami. Sólo identificaron el grupo sanguíneo: cero positivo. Es el grupo al que corresponde el semen hallado en el cadáver; el mismo que tiene Robert Earl. Claro que, en este condado, unos dos mil hombres tienen el mismo tipo de sangre. Pero la defensa olvidó contrainterrogar sobre ello al personal médico.
—¿Y el coche?
—Un Ford verde con matrícula de otro estado. Nadie identificó a Robert Earl, y nadie aseguró con certeza que la niña hubiera subido a su coche. Coño, que no era lo que ustedes llaman una prueba circunstancial, sino casual. Su defensa fue de lo más inepta.
—¿Usted no era su abogado entonces?
—No, señor. No tuve el honor.
—¿Ha impugnado la competencia de la defensa?
—Todavía no. Pero lo haremos. Un estudiante de tercero de derecho podría haberlo hecho mejor, incluso un estudiante de último año de instituto. Y eso me cabrea. No veo el momento de redactar mi alegato, pero tampoco quiero quemar toda mi artillería nada más empezar.
—¿A qué se refiere?
—Señor Cowart, ¿conoce el tipo de apelación que se interpone en los casos de pena máxima? La idea es no dejar de dar pequeños mordiscos a la manzana. Así podré alargar años y años la vida de ese pobre imbécil; lograr que la gente olvide y dar al tiempo la oportunidad de hacer algo bueno. No debes jugar tu mejor baza al principio, porque eso llevará a tu muchacho derechito a la vieja silla, ya me entiende.
—Pero supongamos que se trata de un hombre inocente…
—¿Eso le ha dicho Robert Earl?
—Sí.
—Pues a mí también.
—Y bien, señor Black, ¿le cree usted?
—¡Umm!, puede. Es una cantinela que he oído demasiadas veces de alguien que disfruta de la hospitalidad del estado de Florida. Pero entiéndalo, señor Cowart, no me permito suscribir la culpabilidad o la inocencia de mis clientes. Tengo que ocuparme del mero hecho de que han sido condenados en un tribunal y tienen que apelar ante otro tribunal. Si puedo evitar una injusticia, bueno. Cuando me muera y vaya al cielo me recibirá un coro de ángeles con trompetas de fondo. Claro que a veces también puedo meter la pata, y entonces es posible que me vea en un lugar muy distinto, rodeado de colegas con horcas y rabitos puntiagudos. Así es la ley, señor. Pero usted trabaja para un periódico, y los periódicos influyen mucho más que yo en la opinión pública sobre el bien y el mal, la verdad y la justicia. Además, un periódico tiene muchísima más influencia sobre el juez competente que podría emplazar una nueva vista, o sobre el gobernador y el Consejo de Indultos; ya me entiende. Tal vez usted podría hacer algo por Robert Earl.
—Podría.
—¿Por qué no lo visita? Es muy inteligente y educado. —Black soltó una risita—. Habla mucho mejor que yo. Posiblemente sea lo bastante inteligente para ejercer la abogacía. Desde luego es más inteligente que ese abogado que lo defendió, que seguro que echa una cabezadita cada vez que sientan a un cliente suyo en la silla eléctrica.
—Hábleme de ese abogado.
—Un tipo viejo. Debe de llevar cien o doscientos años defendiendo casos. Pachoula es un lugar pequeño; todo el mundo se conoce. Vienen al juzgado del condado de Escambia y es como una fiesta, una fiesta para celebrar el caso de asesinato. Yo no les caigo demasiado bien.
—Ya.
—Claro que Robert Earl tampoco les caía demasiado bien. Ya sabe, un negro que va a la universidad y todo eso y vuelve a casa en un cochazo. Puede que la gente sintiera alivio cuando lo arrestaron. No están acostumbrados a estas cosas, y tampoco a asesinos violadores.
—¿Cómo es el lugar? —preguntó Cowart.
—Como se lo imagina usted, un hombre urbano. Es algo así como lo que los periódicos y la Cámara de Comercio llaman el Nuevo Sur. Allí conviven ideas innovadoras y rancias. Aunque, a fin de cuentas, eso tampoco es tan malo. De hecho, montones de dólares para el desarrollo van a parar a sus arcas.
—Entiendo.
—Acérquese y eche usted mismo un vistazo —dijo el abogado—. Pero déjeme darle un consejo: no crea que son tontos sólo porque hablen como yo y parezcan salidos de un libro de Faulkner o Flannery O'Connor. No lo son.
—Tomo nota.
El abogado rió.
—Apuesto a que no pensaba que hubiera leído a esos autores.
—Estoy impresionado.
—Más se impresionará con Robert Earl. Y procure recordar una cosa más: es posible que la gente de aquí esté más que satisfecha con lo que le ocurrió a Robert Earl; así que no espere hacer demasiados amigos, o fuentes, como a sus colegas les gusta llamarlos.
—Hay otra cosa que me preocupa —dijo Cowart—. Ferguson dice que sabe el nombre del verdadero asesino.
—Bueno, yo no sé nada de eso. Puede que él sí lo sepa. Pachoula es un lugar pequeño. Lo único que sé… —Su voz fue perdiendo jocosidad hasta adoptar una franqueza que sorprendió a Cowart—. Lo único que sé es que ese hombre fue condenado en un juicio injusto, y mi intención es sacarlo del corredor de la muerte, sea culpable o inocente. Tal vez no sea este año, ni ante este tribunal, pero sí algún día ante otro tribunal. Me he criado y he pasado la vida entre sudistas y racistas, y no voy a perder este caso. No me importa si él lo hizo o no.
—Pero si no lo hizo…
—Bueno, alguien asesinó a la niña. Así que alguien tendrá que pagar por ello.
—Tengo muchas preguntas —dijo Cowart.
—Ya lo creo. Este es un caso con muchos interrogantes. A veces pasa. Se supone que el juicio debería aclararlo todo, pero en realidad lo complica aún más. Me parece que eso es lo que le ha ocurrido al pobre Robert Earl.
—¿De verdad cree que debería pasarme por Pachoula?
—Claro —respondió el abogado. Cowart percibió su sonrisa al otro lado del teléfono—. Creo que sí. No sé lo que se encontrará, además de un montón de prejuicios e ideas rancias. A lo mejor usted puede ayudar a que un inocente salga en libertad.
—Entonces, ¿le parece que es inocente?
—¿He dicho eso? No, sólo me refería a que deberían haberlo declarado inocente por falta de pruebas; lo cual es muy distinto, ¿no cree?
Cowart detuvo el coche de alquiler en el camino de acceso a la prisión estatal de Florida y su mirada escudriñó la inmensidad de los campos para luego fijarse en los imperturbables edificios oscuros que albergaban a la mayoría de los presos de máxima seguridad. En realidad, se trataba de dos cárceles separadas por un riachuelo: el correccional Union quedaba a un lado y la prisión de Raiford al otro. El ganado pastaba en prados lejanos y en los campos de cultivo donde trabajaban partidas de presos se levantaban nubéculas de polvo. Había torres de vigilancia en las esquinas y le pareció distinguir el destello de las armas de los guardias. No sabía en qué edificio se encontraban el corredor de la muerte y la sala de la silla eléctrica, pero le habían dicho que estaban separados del edificio principal. Vio una alambrada doble, de unos tres metros y medio de altura y rematada con alambre de espino en espiral. El alambre brillaba al sol de la mañana. Salió del coche y se quedó en pie. Un pinar crecía verde y enhiesto al borde del camino, como acusando al límpido cielo azul. Un soplo de brisa hizo susurrar las ramas y refrescó la frente de Cowart.
No le había costado convencer a Will Martin y a los demás del equipo editorial de que le dieran carta blanca para investigar las circunstancias de aquel caso, aunque Martin había manifestado cierto escepticismo gruñón al que Cowart había restado importancia.
—¿Te acuerdas de Pitts y Lee? —le había contestado.
Freddie Pitts y Wilbert Lee habían sido condenados a muerte por el asesinato del encargado de una gasolinera en el norte de Florida. Los dos habían confesado un crimen que no habían cometido. Uno de los periodistas más famosos del
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se había pasado años escribiendo artículos exigiendo su puesta en libertad. Ganó el Pulitzer. Era lo primero que les contaban a los recién llegados a la redacción del
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