—Aquello era diferente.
—¿Porqué?
—Ocurrió en 1963 y bien podría haber sido en 1863. Las cosas han cambiado.
—¿En serio? ¿Y qué me dices de ese tipo de Texas, aquel al que el realizador de documentales sacó del corredor de la muerte?
—Era diferente.
—¿Cómo de diferente?
Martin se había echado a reír.
—Buena pregunta. Vale, ve. Tienes mi bendición. Y recuerda, cuando termines de interpretar una vez más el papel de periodista, siempre podrás regresar a tu torre de marfil. —A continuación lo acompañó hasta la puerta.
Se informó a la sección de noticias locales, que prometió prestar ayuda en caso de necesitarla. Sin embargo, había detectado una pizca de recelo por el hecho de que la historia hubiera ido a parar a sus manos. Reconocía la ventaja que tenía sobre la plantilla local: en primer lugar, iban a permitirle trabajar solo, la sección local habría asignado la historia a un equipo. Al igual que tantos otros periódicos y canales de televisión, el
Journal
disponía de un equipo de investigación a tiempo completo al que llamaban «el equipo del primer plano» o «el equipo I», que habría abordado la noticia con la sutileza de una fuerza invasora. Y Cowart cayó en la cuenta de que, a diferencia de los periodistas en plantilla fija, él no estaría sujeto a ningún plazo, y no tendría encima a ningún redactor jefe adjunto todo el día pendiente de la noticia. Descubriría lo que pudiera, lo organizaría como él considerase conveniente y escribiría como quisiera.
Trató de aferrarse a este último pensamiento, blindarse contra la decepción, pero, cuando el coche lo acercaba a la prisión, notó que se le aceleraba el pulso. Unas señales de aviso en el camino informaban a los transeúntes de que nada más entrar en la zona consentían en ser registrados, y de que hallarse en posesión de armas de fuego o narcóticos les supondría pasar una temporada entre rejas. Traspuso una verja en la que un guardia de uniforme gris cotejó su identificación con una lista y, con poca amabilidad, le indicó que siguiera adelante; luego aparcó en la zona «visitantes» y entró en el edificio de administración.
Hubo cierta confusión cuando topó con una secretaria que, al parecer, había perdido su solicitud de entrada. Cowart esperó pacientemente junto al mostrador mientras ella revolvía documentos, disculpándose nerviosamente, hasta encontrarla. Entonces le pidió que esperara en una sala contigua. Un agente lo escoltaría hasta el lugar en que iba a encontrarse con Robert Earl Ferguson.
Pasados unos minutos, un hombre mayor con porte de marine entró en la sala. Tendió a Cowart una mano enorme y nudosa.
—Sargento Rogers. Soy el agente de día del corredor.
—Mucho gusto.
—Señor Cowart, hay algunas formalidades, si no le importa.
—¿Como cuáles?
—Debo cachearle y registrar su grabadora y su maletín. Y tengo un formulario que usted debe firmar en previsión de que lo tomen como rehén…
—¿Qué es eso?
—Es sólo un formulario en el que reconoce entrar en la prisión estatal de Florida por iniciativa propia, y promete, en caso de ser tomado como rehén durante su visita, no demandar al estado y no esperar que se tomen medidas extraordinarias para ponerle en libertad.
—¿Medidas extraordinarias?
El sargento sonrió y se mesó el pelo cortado a cepillo.
—Quiere decir que no espere que pongamos nuestro culo en peligro para salvar el suyo.
Cowart sonrió e hizo una mueca.
—Suena a mal negocio.
—Así es. La prisión es un mal negocio para todo el mundo, menos para los que podemos volver a casa por la noche.
Cowart firmó el formulario con una rúbrica falsa.
—Bueno —dijo, sonriendo todavía—, no puedo decir que me merezcáis demasiada confianza así de entrada.
—Bah, no tiene de qué preocuparse, no si visita a Robert Earl. Es todo un caballero y está cuerdo. —Mientras hablaba, registró metódicamente el maletín de Cowart. También desmontó la grabadora para inspeccionarle las tripas y abrió el compartimiento de las pilas para asegurarse de que era precisamente eso lo que había en su interior—. No es como si viniera a visitar a Willie Arthur o Specs Wilson, esos dos ciclistas de Fort Lauderdale que se divirtieron más de la cuenta con una chica a la que recogieron haciendo autoe
stop
; o José Salazar, ya sabe, el que mató a dos agentes secretos en una operación de narcotráfico. ¿Sabe qué les hizo antes de asesinarlos? Debería averiguarlo. Le haría ver lo crueles que pueden ser estos tipos cuando se lo proponen. Éstos o cualquiera de los encantadores tipos que tenemos aquí. Los peores vienen casi todos del sur del estado, de donde usted. ¿Qué les hacen allí para que acaben matándose con tanta desesperación?
—Oh, si yo pudiera contestar a esa pregunta…
Ambos sonrieron. Rogers dejó en el suelo el maletín de Cowart y le indicó que pusiera las manos en alto.
—Le aseguro que tener sentido del humor ayuda en estos lares —dijo el sargento mientras sus manos revoloteaban por el cuerpo de Cowart, cacheándolo con rapidez—. Vale. Ahora las instrucciones. Van a estar solos usted y él. Yo solamente estaré allí por razones de seguridad, justo al lado de la puerta. Si necesita ayuda, grite, aunque no va a necesitarla, porque no se trata de ningún chalado. Mierda, tendremos que usar la suite para ejecutivos…
—¿La que?
—La suite para ejecutivos. Así llamamos a la sala de entrevistas para los que muestran buen comportamiento. Bueno, sólo hay sillas y una mesa, así que no es nada del otro mundo. Tenemos otras instalaciones más seguras. Además, Robert Earl no tendrá restricciones de ningún tipo; ni siquiera le pondrán grilletes. Quiero decir, le puede ofrecer un cigarrillo…
—No pienso hacerlo.
—Bien. Chico listo. Si él le ofreciera documentos, podría aceptarlos. Pero si usted quisiera darle algo, yo tendría que examinarlo primero.
—¿Darle algo como qué?
—Bueno, tal vez una lima, una sierra y un mapa de carreteras.
Cowart pareció sorprendido.
—Eh, sólo bromeo —dijo el sargento—. Claro que aquí dentro ésta es la clase de broma que nunca solemos hacer. Las evasiones no tienen nada de divertido, ¿sabe? Pero hay muchas maneras de huir de una prisión, incluso del corredor de la muerte. Muchos internos piensan que hablar con periodistas es una de ellas.
—¿Ayudarles a huir?
—Bueno, ayudarles a salir. Todo el mundo quiere que la prensa se interese por su caso. Los presos nunca creen recibir un trato justo y les parece que armando un buen escándalo conseguirán que se celebre un nuevo juicio. Por eso los tipos como yo odiamos tanto a los periodistas. Odio ver esos pequeños blocs de notas, a esos cámaras y sus focos. Sólo consiguen mosquear a todo el mundo y ponerlos nerviosos por nada. La gente se piensa que la falta de libertad es lo que causa problemas en una cárcel. Se equivoca. Lo peor es, con mucho, darles esperanzas que luego se echan por tierra. Para tipos como usted es sólo una noticia más, pero, para los que están aquí dentro, son sus vidas lo que está en juego. Ellos se inventan una historia, la historia adecuada, y luego acaban saliendo de aquí. Usted y yo sabemos que no es necesariamente cierta. Eso provoca decepción. Mucha decepción, además de rabia y frustración. Y eso causa más problemas de los que se imagina. Lo que queremos es rutina, no falsas esperanzas, ni sueños. Sólo que un día sea exactamente como el anterior. No suena muy emocionante, pero seguro que no le gustaría pasarse por una prisión cuando las cosas se ponen emocionantes.
—Bueno, lo siento, pero sólo he venido a comprobar algunos datos.
—La experiencia me dice, señor Cowart, que no existen más que dos datos: uno es que nacemos y el otro, que morimos. Pero tranquilo; yo no soy tan duro como algunos. Me gusta que haya un pequeño cambio de ritmo, dentro de lo razonable. No le entregue nada; sólo empeoraría las cosas.
—¿Peor que el corredor de la muerte?
—Tiene que entender que incluso en el corredor de la muerte hay diversas maneras de cumplir condena. Podemos hacer que sea muy duro, o no tan duro. Ahora mismo, Robert Earl está bastante bien. Bueno, aún le registran la celda una vez por semana y lo someten a un registro integral después de una visita como la suya, pero también tiene el privilegio de salir al patio, leer libros y demás. Aunque no se lo crea, incluso en la cárcel hay muchos detalles que podemos suprimir para hacerle la vida insoportable a un interno.
—No traigo nada para él. Pero puede que él tenga algunos documentos o algo…
—Bueno, vale. No nos preocupa tanto que salgan cosas clandestinamente de prisión…
El sargento volvió a reír. Tenía una risa estentórea acorde con su franqueza. Sin duda, Rogers era la clase de hombre que podía ayudarte mucho o amargarte la vida, dependiendo de su predisposición.
—También se supone que debe decirme cuánto tiempo durará la visita.
—No lo sé.
—Bueno, qué más da, tengo toda la mañana, así que tómese su tiempo. Después le enseñaré el lugar. ¿Ha visto alguna vez La Vieja Chispas?
—No.
—Es muy instructiva.
El sargento se puso en pie. Era un hombre fuerte y ancho de hombros, con un aire que daba a entender que había presenciado muchas desgracias en su vida y que siempre había conseguido solventarlas con éxito.
—Es como si pusiera las cosas en perspectiva, ya sabe a qué me refiero.
Cowart lo siguió al otro lado de la entrada, sintiéndose eclipsado por sus anchas espaldas.
Fue conducido por una serie de puertas trabadas y un detector de metales manipulado por un agente que sonrió al sargento. Llegaron a una terminal en la que confluían varias alas del gigantesco edificio en forma de rueda. En aquel momento, Cowart fue consciente del ruido de la prisión, una continua cacofonía de voces alzadas y sonidos metálicos y estrépito de puertas que se abren para ser cerradas de un portazo y atrancadas de nuevo. En algún lugar, una radio emitía música country. Una televisión sintonizó un culebrón; oyó las voces, y acto seguido la consabida música de los anuncios. Tuvo una sensación de movimiento alrededor, como si estuviera en medio de la fuerte corriente de un río, aunque salvo el sargento y un par de agentes en una pequeña cabina en el centro de la sala, no había casi nadie más. En el interior de la cabina había un panel electrónico que indicaba las puertas que estaban abiertas y las que estaban cerradas. Las cámaras instaladas en las esquinas del techo y los monitores de televisión también mostraban parpadeantes imágenes grises de cada hilera de celdas. Cowart reparó en el suelo, un impecable linóleo amarillo abrillantado por la marea de gente y los presos encargados de la limpieza. Vio que un hombre con mono azul limpiaba aplicadamente una esquina con una cochambrosa fregona gris, repasando una y otra vez una mancha que ya había desaparecido.
—Ésas son las alas Q, R y S —informó el sargento—. El corredor de la muerte. En realidad, corredores. Joder, pero si hasta en el corredor de la muerte tenemos problemas de hacinamiento. Eso dice mucho, ¿no? La silla está ahí abajo. Ésa se parece a las otras zonas, pero no es igual. No, señor.
Cowart clavó la mirada en los pasillos altos y estrechos. Las hileras de celdas, a la izquierda, se alzaban en tres pisos con escaleras a ambos lados. En la pared enfrente de las celdas había un cochambroso ventanal que permanecía abierto para que corriese el aire. Entre la pasarela que había fuera del grupo de celdas y el ventanal quedaba un espacio vacío. Cayó en la cuenta de que los presos podían estar encerrados en cada una de aquellas diminutas celdas y mirar al cielo por entre las rejas, desde una distancia de unos nueve metros que bien podría ser de millones de kilómetros. Sintió un escalofrío.
—Ahí está Robert Earl —indicó el sargento.
Cowart se volvió y vio que el sargento señalaba una pequeña jaula de barrotes en una alejada esquina de la terminal. Dentro, cuatro hombres sentados en un banco de hierro le miraban fijamente. Tres de ellos llevaban monos azules, como el que había visto pasando la fregona. El cuarto iba vestido de naranja butano, parcialmente oculto por los otros hombres.
—Nadie quiere vestir de butano —dijo el sargento en voz baja—. Porque eso significa que el reloj de la vida ha empezado la cuenta atrás.
Cowart se encaminó hacia la jaula, pero el sargento lo retuvo por el hombro. Notó la fuerza en sus dedos.
—Se equivoca de camino. La sala de entrevistas está ahí. Cuando alguien viene de visita, registramos al preso y hacemos una lista de todo lo que lleva: documentos, libros de derecho, lo que sea. Luego lo aislamos, allí mismo, antes de traerlo con usted. Al final, cuando queda todo dicho y hecho, invertimos el proceso. Se hace jodidamente eterno, pero es por seguridad, ya me entiende. Lo hacemos por nuestra propia seguridad.
Cowart asintió y fue conducido a la sala de entrevistas. Era una habitación blanca, con una mesa de acero en medio y un par de viejas sillas marrones llenas de marcas. En una pared había un espejo. En el centro de la mesa, un cenicero. Nada más.
Señaló el espejo.
—¿Es de dos caras? —preguntó.
—En efecto —contestó el sargento—. ¿Algún problema?
—No. Oiga, ¿está seguro de que ésta es la suite para ejecutivos? —Se volvió hacia el sargento y sonrió—. Nosotros los tipos de ciudad estamos acostumbrados a más comodidades.
Rogers soltó una carcajada.
—Justo lo que pensaba. Perdone, pero esto es lo que hay.
—Ya está bien —dijo Cowart—. Gracias.
Tomó asiento y esperó a Ferguson.
A primera vista, el preso era un joven de unos veinticinco años, metro ochenta y complexión menuda; no obstante, poseía una engañosa fuerza nervuda que le transmitió con su apretón de manos. Robert Earl Ferguson se había remangado y lucía unos brazos fibrosos. Era delgado, de caderas estrechas y hombros de corredor de fondo, y con la gracia natural de un atleta en los andares. Llevaba el pelo corto. Su mirada era despierta, vivaz y penetrante; por un momento, Matthew Cowart tuvo la sensación de que el preso lo estaba tanteando, juzgando, interpretando y grabando.
—Gracias por venir —dijo el preso.
—No hay de qué.
—Lo habrá —respondió Ferguson. Traía una pila de documentos legales que dispuso sobre la mesa. Cowart vio que le echaba una mirada al sargento Rogers, el cual asintió, se volvió y salió por la puerta, cerrándola de un golpe.