Mi familia al derecho y al revés

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Las situaciones a las que se enfrenta a diario una familia de la clase media en Israel son el pretexto que Ephraim Kishom utiliza para dar rienda suelta a su humor satírico. A través de 66 relatos cortos, escritos originalmente bajo el título de
Had Gadya
para el diario israelí
Ma'ariv
, Kishom pone a sus personajes en las más peregrinas situaciones, demostrando porqué ha sido considerado uno de los mejores escritores de humor de la historia. Su ingenio extraordinario, tanto en el uso de la lengua como en la creación de personajes, quedó demostrado también en la creación de innumerables números para revistas teatrales.

Título:
Mi familia al derecho y al revés

Autor: Ephraím Kishon

Título Original: Kishon’s Beste Familiengeschichten

Traductor: Juan Godo Costa.

Publicado inicialmente en 1979.

epub generado con: Sygil 0.5.3.

a partir de un fichero de Word encontrado en la red.

por: Zorindart, 05/05/2012

Ephraim Kishon

Mi familia al derecho y al revés

ePUB v1.1

Zorindart
05.05.12

NACE UN PADRE

P
OR la mañana, mi mujer, que, como es sabido, es la mejor de todas las esposas, se incorporó en la cama, se quedó un instante con la mirada perdida en el aire, me agarró por el hombro y me dijo:

—Ha llegado el momento. Ve a buscar un taxi.

Tranquilamente, sin prisas, nos vestimos. De vez en cuando, yo profería algunas palabras tranquilizadoras, pero en realidad, esto era superfluo. Los dos somos personalidades altamente desarrolladas, de inteligencia destacada, y para ambos resulta evidente que en el caso del nacimiento de un niño se trata de un proceso biológico completamente normal, que desde tiempo inmemorial se ha venido repitiendo miles de millones de veces y que por esto mismo no puede pretender que se le valore como algo especial.

Mientras nos preparábamos con toda calma para salir, acudió a mi mente toda la serie de viejos chistes o dibujos que hacen víctima de sus burlas al hombre que va a ser padre y que gustan de presentarlo como un desecho humano que fuma cigarrillos en cadena, medio loco por el nerviosismo, en la sala de espera de la clínica. Bien. Que se diviertan todo lo que quieran, pero lo cierto es que en la vida real las cosas suceden de otra manera.

—¿No te gustaría llevarte unas revistas, querida? —pregunté—. Es preciso que no te aburras.

Pusimos las revistas encima de todo de la pequeña maleta en la que también había un poco de chocolate y, naturalmente, la labor de punto. El taxi partió. Tras un viaje cómodo, llegamos a la clínica. El conserje anotó los datos de mi esposa y la condujo hacia el ascensor. Cuando yo me disponía a seguirla, el hombre cerró la puerta delante de mí.

—Usted debe quedarse aquí, caballero. Arriba no haría más que estorbar.

Ciertamente, habría podido expresarse de un modo algo más cortés. A pesar de ello, debo reconocer que no dejaba de tener un poco de razón. Cuando las cosas llegan a tal punto, el padre ya no puede ser de utilidad, esto salta a la vista. En este sentido se manifestó también mi mujer:

—Vuelve tranquilo a casa —me dijo— y haz tu trabajo como siempre. Si tienes ganas, ve al cine por la tarde. No veo por qué no habrías de hacerlo.

Cambiamos un apretón de manos y yo me alejé con paso leve. Algún lector quizá me tomará ahora por frío o falto de interés, pero es que yo soy así: sobrio y razonable. En suma, un hombre.

Antes de abandonar el vestíbulo de la clínica, eché un vistazo a mi alrededor. En un banco bajo, junto a la portería, se hallaban sentados, apretujados unos contra otros, unos cuantos individuos pálidos que fumaban nerviosos, mordiéndose los labios, sudando. ¡Vaya tipos ridículos los «padres en ciernes»! Como si su presencia tuviera alguna influencia sobre la marcha preestablecida de los acontecimientos.

A veces ocurría que una de aquellas pálidas figuras, temblando de emoción, se precipitaba hacia la portería y preguntaba sin aliento:

—¿Ya?

Entonces el portero paseaba su mirada soñolienta por la lista de nombres que tenía ante sí, se hurgaba los dientes con un palillo, bostezaba y decía con indiferencia:

—Niña.

—¿Peso?

—Dos noventa y cinco.

A continuación, el nuevo padre, flamante, se arrojó en mis brazos y me susurró al oído con voz cálida y como enajenado, las palabras, continuamente repetidas: «¡Dos noventa y cinco, dos noventa y cinco!» Pero, ¿a quién le interesa el peso en vivo de su pequeño meón? Por mí, ya podía pesar hasta diez kilos. ¡Qué ridículo resulta un hombre, hecho y derecho que pierde el control de sí mismo! No, ridículo no. Lastimoso y deplorable.

Decidí volver a casa y dedicarme a mi trabajo. Además, se me habían acabado los cigarrillos. Entonces se me ocurrió la idea de que quizá sería mejor que hablara cuatro palabras con el médico. Tal vez necesitase algo. Una explicación, un pequeño consejo. Naturalmente, se trataba sólo de una formalidad, pero también las formalidades quieren que se las despache.

Crucé el vestíbulo e intenté penetrar en la clínica propiamente dicha. El portero me impidió el paso. Incluso cuando le informé de que mi caso era un caso especial, no se mostró en modo alguno impresionado. Afortunadamente, en aquel momento, el médico bajaba la escalera. Le dije quién era y le pregunté si podía serle útil de algún modo.

—Vuelva usted a las cinco de la tarde —fue su respuesta—. Hasta entonces, usted no hará aquí más que perder el tiempo.

Después de este intercambio de ideas, breve pero sustancioso, emprendí tranquilizado el camino de retorno al hogar. Me senté a la mesa escritorio, pero pronto me di cuenta de que el trabajo no iría tan bien como de costumbre. Esto no me había ocurrido nunca, y empecé a desarrollar una intensa actividad investigadora preguntándome a qué se debería aquello. ¿Habría dormido pocas horas? ¿Sería el estado del tiempo? ¿O acaso encontraba a faltar a mi mujer? No quise excluir por completo esta posibilidad. Esta vez tampoco me salía bien la fría calma con que solía considerar los sucesos de la vida. El hecho que ahora estaba ante mí, después de todo, no se da todos los días, aunque el chico seguramente será una criatura como las otras, sana, vivaracha, pero nada del otro mundo. Realizará sus estudios con éxito y luego abrazará la carrera diplomática. Por esta razón debería tener un nombre que por un lado fuera hebreo, y por otro lado se pronunciara fácilmente como un nombre no judío, por ejemplo: Rafael. Como el gran pintor holandés. Al final, el rapazuelo llegará a ministro de Asuntos Exteriores, y luego, en las Naciones Unidas ni siquiera sabrán pronunciar su apellido. Siempre hay que pensar en los más altos intereses de Estado. Por lo demás, no se casará demasiado pronto. Practicará algunos deportes y participará en los Juegos Olímpicos, aunque a mí lo mismo me da que gane en las carreras de vallas como que sea campeón de lanzamiento de disco. En esto no soy exigente. Y, por supuesto, tendrá que dominar todas las lenguas internacionales. Y deberá tener nociones de aerodinámica. Sin embargo, si se interesa más por la física nuclear, deberá estudiar física nuclear. ¿Y si es una niña?

En realidad, ahora ya podría llamar a la clínica por teléfono.

—Nada nuevo —dijo el portero—. ¿Quién habla?

El tono extrañamente ronco de su voz me llamó la atención. Tenía la impresión de que el hombre quería ocultarme algo. Pero la comunicación ya se había interrumpido.

Un poco nervioso me puse a hojear el periódico.

«Nace una cabra con dos cabezas en el Perú».

¡Qué cosas inventan esos idiotas para llenar su periodicucho! Deberían fusilar a todos los periodistas.

De momento, tengo algo más urgente que hacer. Por ejemplo, no debo dejar de establecer contacto con el médico.

Cogí un taxi, fui a la clínica y tuve la suerte de unirme, sin llamar la atención, a un grupo bastante numeroso de personas que precisamente se reunían para celebrar una circuncisión.

—¿Ya está usted aquí otra vez? —ladró el doctor, cuando al fin hube dado con él—. ¿Qué hace usted aquí?

—Pasaba casualmente y me dije que quizá podría informarme de si había alguna novedad. ¿Hay alguna novedad?

—Ya le dije que no viniera hasta las cinco. O mejor aún, no venga. Ya le informaremos por teléfono.

—Como usted quiera, doctor, sólo que yo pensaba que…

El médico tenía razón. Aquel continuo ir y venir era totalmente absurdo e impropio de una persona normal. Yo no quería colocarme al mismo nivel de aquellas lamentables figuras que, pálidas y temblorosas, seguían apretujándose en el banco delante de la portería.

Por mera curiosidad me acomodé entre ellos para analizar su comportamiento desde un punto de vista psicológico. Mi vecino de asiento me contó, sin que yo se lo pidiera, que esperaba el nacimiento de su tercer hijo. Ya tenía dos, un niño (3,15 kg.) y una niña (2,7 kg.). Otros usuarios del banco hacían pasar fotografías de una mano a otra. Yo, por despiste, y también probablemente para gastarles una pequeña broma a aquellos hombres débiles e incontrolados, saqué una radiografía de mi esposa en el octavo mes del embarazo.

—¡Preciosa! —exclamaron algunos de aquellos individuos—. ¡Realmente preciosa!

Al ir a comprar otra cajetilla de cigarrillos, pasó por mi mente la estúpida idea de que me había olvidado de algo importante. Pregunté al portero si había alguna novedad. El maleducado ni siquiera se tomó la molestia de darme una información articulada. Sólo movió la cabeza. En realidad, ni siquiera hizo un gesto negativo, sino que movió aburrido la cabeza en otra dirección.

Dos horas más tarde, me encaminé a la floristería de la acera de enfrente, y desde allí llamé por teléfono al médico y me enteré, a través de una voz femenina, que no debía volver a llamar hasta mañana. Era, como se dedujo por el interrogatorio, la telefonista. Así es como tratan a los ciudadanos distinguidos que se preocupan por la generación siguiente.

Entonces, al cine se ha dicho. En el film aparecía un hombre joven que odiaba a su padre. ¡Qué me importa a mí ese tío de Hollywood! Además, lo mío será una niña. En mi subconsciente ya hacía tiempo que me había preparado para ello. Podría decir incluso que ya hacía tiempo que lo sabía. Yo no tendría nada que objetar a que se hiciese arqueóloga, con tal de que no se casara con un piloto. Nada de eso. Bajo ninguna circunstancia acepto yo a un piloto como yerno. Santo Dios, más tarde o más temprano, me veré convertido en abuelito. ¡Cómo pasa el tiempo! Pero, ¿por qué está esto tan oscuro? ¿Dónde estoy? ¡Ah, sí, en el cine! ¡Qué tonto soy!

Salgo del local a tientas. El aire fresco me alivia un poco. No mucho, solamente un poco. Y ahora, ¿qué?

Quizá tendría que ir a la clínica, a ver qué pasa.

Adquirí dos grandes ramos de flores, porque a uno le dejan entrar en cualquier clínica cuando es mensajero de una floristería, dirigí al portero un «habitación 24» casi imperceptible, y procuré entrar amparado en la penumbra.

Alrededor de la boca del doctor hiciéronse perceptibles ligeros indicios de formación de espuma.

—¿Qué quiere usted, con esas flores, caballero? Lléveselas de aquí, y si no se va enseguida, mandaré que le echen.

Traté de explicarle que lo de las flores sólo había sido una estratagema para poder entrar en la clínica.

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