Amir parece olerse algo. Últimamente sólo anda por casa con la espalda vuelta hacia la pared y con una mano en el bolsillo. ¿Irá armado?
Ya es hora de que se llegue a una paz oficial.
ÚL
TIMAMENTE he debido comprobar en mí un fenómeno fisiológico inquietante. Me estoy encogiendo. En sí, esto no tiene nada de extraordinario en personas de índole intelectual, sobre todo cuando tienen más de cuarenta años de edad. Sin embargo, yo estoy perdiendo de mi estatura en una proporción antes inexistente. Desde que fui creado, se me consideró siempre como hombre de elevada estatura y podía mirar desde arriba a la mayoría de mis semejantes. Ahora, en cambio, me estoy acortando con una proporción de encogimiento de 1,3 milímetros al mes. Hasta hace poco, yo sabía, por ejemplo, con absoluta seguridad, que, sentado cómodamente en mi silla, tenía directamente a la altura de mis ojos el peinado de la mejor de todas las esposas cuando ésta se hallaba de pie ante mí. En enero de este año, estando yo sentado, mi mirada llegaba todavía a la frente de ella, en marzo estábamos ojo frente a ojo y desde abril sólo le llego, en el mejor de los casos, a la barbilla. Si esto sigue así, me escabulliré de entre sus brazos como un niño mal educado. Es una idea desagradable, especialmente con respecto a nuestros mal educados hijos.
—Cariño —me atreví al fin a decirle—, ¿no podrías dejar de comprarte esos malditos zapatos de última moda?
—¿Por qué? Pero si son muy bonitos —fue la irrebatible respuesta de la mejor de todas las esposas.
Por consiguiente, yo estaba condenado a una existencia de enano sólo porque la mafia internacional de los fabricantes de calzado había decidido elevar los tacones y las suelas de la población femenina del mundo en proporción directa a la devaluación del dólar. Cuando mi mujer va por la calle con su maxifalda junto a mí, nadie ve cómo son sus zapatos: la gente solamente ve a una mujer alta, esbelta, y a su lado un gnomo que lleva gafas. Cada mirada dirigida al espejo me deja aplastado. Y al oscurecer, ya ni siquiera voy con mi mujer, porque las sombras que proyectamos en el pavimento me deprimen profundamente.
La mejor de todas las esposas hace como si no advirtiera nada:
—No seas pueril —me dijo—. A ver si de una vez te libras de tus ridículos sentimientos de inferioridad.
Claro que tengo sentimientos de inferioridad. ¿Cómo no habría de tenerlos? ¡Un hombre de mi estatura (por no decir de mi formato) se ve de pronto obligado a levantar los ojos para mirar a su mujer! Y ella no desperdicia ninguna oportunidad de hacerme sentir este vergonzoso nuevo orden de cosas. Se agacha con petulancia cada vez que franquea el umbral de una puerta. El cociente de elevación de su calzado recién adquirido es de 12 centímetros y los gángsters zapateriles internacionales de Zúrich nos amenazan ya con un modelo que presenta una altura de tacón de 20 centímetros. ¿Cómo puede luchar contra este desafuero un hombre de crecimiento normal?
También ha cambiado correspondientemente la imagen general de las calles. Dondequiera que se vuelva la mirada, descubre enjambres de gigantescas amazonas, verdaderos Gullivers en figura femenina, entre las cuales pululan cautelosos unos liliputienses de sexo masculino que tienen que andar con mucho cuidado para no ser pisoteados por ellas. Sólo en los restaurantes continúa siendo la situación tolerable a medias. Allí, mientras están sentadas, las mujeres mantienen aún la posición tradicional que les asigna nuestro orden social. Pero, cuando se levanten, Dios tenga piedad de nosotros…
Mi vecino Félix Selig es de natural una cabeza más alto que su esposa Erna. Es decir, lo era. Ayer vi a Erna en la puerta y oí que gritaba:
—¡Félix! ¿Dónde estás?
Félix se encontraba de pie delante de ella, sobre unas suelas de zapato ridículamente planas. Tenía que pegar saltos para que ella advirtiera su presencia.
Es muy difícil acostumbrarse a la nueva situación. Cuando, en casa, nuestras mujeres descienden de sus coturnos, siempre se tiene la sensación de que caminan de rodillas. Anoche observé a mi mujer cómo se izaba a media asta. ¿Poseía piernas? ¿O acaso en ella es aún todo zapato?
Que yo sepa, lucha por la igualdad de derechos de las mujeres. Pero, ¿qué igualdad de derechos sería ésa, si una parte reinase en la cima de las montañas mientras la otra permanece agachada al fondo de todo el valle?
Últimamente recurrí a una contramedida. Cuando surge entre nosotros una disputa conyugal, yo me subo a la mesa con agilidad simiesca y desde allí dirijo el curso de la conversación para demostrar que tengo la misma categoría que mi esposa. También me estoy entrenando a caminar con zancos. Ya soy capaz de sostenerme de pie con ellos.
C
ADA vez que últimamente se posa mi mirada en mi hijo Amir de largas piernas y rojos cabellos, me invade la preocupación acerca de qué profesión debe abrazar el muchacho. La decisión ya no puede aplazarse por más tiempo. Pronto cumplirá trece años, y aun cuando los cheques, que es de esperar que sean muchos, que va a reportarle la celebración de su Bar-Mizwah, deberían asegurarles a él y a sus atribulados padres un risueño porvenir, no es posible a la larga eludir la obligación de buscarle una profesión apropiada. Pero, ¿cuál es la profesión apropiada para él?
El carácter impenetrable de Amir no permite conocer la más ligera preferencia por una manera determinada de ganarse el pan. Otros hijos van al encuentro de sus padres y les comunican oportunamente que quieren ser conductores de autobús, o fabricantes de azúcar, primeros ministros, domadores de leones, generales o lo que sea. Pero Amir, no. Cuando su maestro le preguntó hace poco:
—¿Qué quieres ser algún día, Amir?
Él respondió sin pensarlo mucho:
—Turista.
—Eso no es ninguna profesión —le informó el maestro.
—¿No? Entonces, quiero seguir siendo niño.
Este propósito revelaba sin duda una actitud filosófica ante la vida, y, por consiguiente, parecía predestinarle a la carrera de filósofo. Pero, ¿cuánto gana un filósofo? ¿Qué lugar ocupa en la escala de ingresos de nuestra sociedad? Y sobre todo, ¿tiene que firmar recibos? Una cosa es segura. Nuestro hijo no debe abrazar ninguna profesión que le obligue firmar recibos, porque ello podría acarrearle dificultades con el fisco israelí. O como dijo su madre:
—La profesión ideal es cuando se puede hacer constar los ingresos como gastos.
Partiendo de esa consideración, y teniendo también en cuenta la destreza manual de Amir, decidimos hacer de él o un albañil o un ginecólogo. Sin embargo, pronto renunciamos a esta idea, porque la primera de estas dos profesiones es peligrosa (hay que subirse a unas escaleras y a mamá esto no le agrada), la segunda, en cambio, podría resultarle aburrida o demasiado excitante; ni lo uno ni lo otro nos parecía deseable.
La única propuesta constructiva que por su parte hizo Amir fue ésta:
—Taquillero de cine.
Con lo cual no habíamos adelantado gran cosa.
¡Si al menos tuviese dotes musicales! Podría hacerse afinador de pianos y ganar 150 libras en media hora, al contado, por favor, gracias, adiós.
¡O si tuviese alguna otra inclinación artística, por ejemplo, la pintura! Haríamos que se preparase para pintor de matrículas de automóviles y quedaríamos descansados. El procedimiento es muy sencillo. Sólo hace falta encontrar en el lugar correspondiente (allí donde se entregan los carnets de conducir o donde se renuevan) un buen amigo, el cual daría a entender al solicitante que la placa de su matrícula requiere con urgencia pintarse de nuevo y enseguida, éste, lleno de pánico, corre en brazos del pintor que casualmente se encuentra allí. Unas cuantas pinceladas, 25 libras al contado y muchísimas gracias. Se oye decir de algunos pintores israelíes de números que ganan hasta mil libras al día. Y la profesión no requiere formación académica.
—¡Dios mío, te lo suplico, haz que nuestro hijo no quiera estudiar! —suele rezar su buena madre—. De lo contrario, acabará convirtiéndose en catedrático.
No, si es que ha de dedicarse a la enseñanza, que sea profesor de conducción de automóvil. Mejor sería aún que instalase en Safed una tienda de piezas de recambio para coche. En esa ciudad medieval, la joya de Galilea, durante los trabajos de saneamiento, todas las noches docenas de automóviles aparcados sufren los daños causados por las brigadas de los peones de la carretera que no se fijan en nada, y por ello hay una constante demanda de espejos retrovisores, faros, parabrisas y cosas así. Una profesión que promete mucho. Fuera de ella, ¿qué otra podría haber?
Amir, por desgracia, no es religioso, y por consiguiente, no cabe pensar en él como vigilante de una fábrica de conservas preparadas según el rito judío. No tendría otra cosa que hacer más que dejarse crecer una larga barba y pasearse con aire de gravedad por las naves de la fábrica y, en el momento dado, apartar la vista. Apetitosas muestras y billetes de banco agradablemente crujientes entregados bajo mano completan el aliciente de esta profesión.
Finalmente, cabe considerar todavía el deporte, más exactamente (puesto que hay que excluir el peligro de un excesivo esfuerzo físico), la profesión de entrenador. Es verdad que no está libre de la firma de recibos, pero lleva consigo toda clase de viajes al extranjero, primas y otras ventajas. Y sobre todo: es fácil de aprender. Los micrófonos altamente sensibles que últimamente se emplean en las transmisiones de partidos de baloncesto por televisión han hecho que resultase evidente para todo el mundo.
Antes se oía al entrenador gritar «¡Time!» y se veía cómo con gran abundancia de gestos hablaba a los jugadores que le rodeaban. Pero lo que él decía, y que parecía abundar en secretas fórmulas mágicas, no se oía. Ahora, desde que los nuevos micrófonos se acercan completamente a él, se oye:
—¡Vosotros, idiotas! —dice—. ¡A ver si os movéis un poco mejor en el centro del campo! ¡Corred más! ¡Combinad más! ¡Más cestas! ¡Vamos!
Quizá se dirige también al negro, que es la estrella, y dice:
—¡Tú, bastardo, ganas mucho dinero! ¡Tienes que jugar mejor! ¡De lo contrario…!
Esto es todo. Y esto debería también poder hacerlo nuestro Amir. Voy a inscribirle en un cursillo para entrenadores de baloncesto.