Mi familia al derecho y al revés (30 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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De pronto cruzó por mi mente la idea de que la señora Spiegel quizá había dicho por teléfono que fuéramos a las ocho y cuarenta y cinco minutos y no a las ocho y media, y que incluso ni siquiera se había hecho mención de ningún momento cronológico exacto, sino que sólo habíamos estado hablando del
Ocho y medio
de Fellini.

—¿Qué habrá para beber?

El dueño de la casa, que todavía estaba ocupado con el nudo de su corbata, nos preparó un «John Collins», una bebida extraordinariamente refrescante, consistente en una tercera parte de coñac, un tercio de sifón y un tercio de «Collins». Otras veces nos gustaba mucho, pero esta vez los nervios de nuestro estómago estaban orientados hacia el pavo y, en todo caso, hacia algo más compacto. A duras penas podíamos pedirles que estuviesen en calma, mientras levantábamos nuestros vasos.

El dueño de la casa bebió con nosotros y nos preguntó qué opinábamos de Sartre. Cogí un puñado de cacahuetes e intenté realizar un análisis del existencialismo en la medida en que nos afectaba a nosotros, pero pronto hube de descubrir que se nos acababa el material. ¿Qué representa, pues, una bandeja con cacahuetes y almendras para una persona adulta? Lo mismo le sucedía exactamente a mi mujer. En una sola sesión había dado cuenta de las aceitunas negras y causado grandes estragos entre los dados de queso. Cuando pasamos a hablar de Vietnam, en la mesa sólo quedaban abandonadas unas rodajas de pepinillo.

—Un momento —dijo la señora Spiegel, consiguiendo sonreír y simultáneamente enarcar las cejas—. Voy a buscar algo más.

Y salió de la estancia con las bandejas vacías debajo del brazo. Por la puerta de la cocina, que había quedado abierta, miramos si allí había algún indicio de opulencia. El resultado fue deprimente. La cocina parecía más bien una habitación de hospital, tan esterilizada y blanca y tranquila aparecía…

Ahora (iban a dar las nueve) se presentaron algunos otros invitados. Mi estómago saludaba a cada uno de ellos con un fuerte ronroneo.

Después de la segunda fuente de cacahuetes, yo había empezado ya a sentir molestias en el estómago. No es que yo tenga nada que objetar a los cacahuetes. El cacahuete es un alimento sabroso y rico en vitaminas. Pero no es ningún sustitutivo del pavo y de la ensalada de pescado con mayonesa.

Miré a mi alrededor. Mi mujer estaba allí sentada, con una cara pálida como la cera, y en aquel momento se llevaba las manos a la garganta, sin duda para no devolver el «John Collins» que en su interior se rebelaba contra los pepinillos y las pasas. Le hice una seña con la cabeza, me arrojé encima de un cargamento recién llegado de cubitos de queso y con la prisa me tragué uno de los mondadientes de plástico. La señora Spiegel cambió unas miradas de extrañeza con su marido, le susurró una observación sin duda referente a nosotros y se levantó para ir a buscar nuevas provisiones.

Alguien dijo, en el curso de la conversación, que el número de desempleados iba en aumento.

—No es extraño —comenté yo—. Todo el pueblo pasa hambre.

Hablar no me resultaba fácil, porque tenía la boca llena de barritas saladas. Pero me fastidiaba oír hablar tontamente de un supuesto aumento del paro mientras unas personas estaban acomodadas en una habitación bien amueblada sin otro deseo más vehemente que el de comer un trozo de pan.

Mi mujer había acabado con la tercera provisión de pasas y en los semblantes de nuestros anfitriones advertíanse claros indicios de pánico. El señor Spiegel llenó con caramelos los vacíos que se habían formado en las bandejas, pero los vacíos quedaron restablecidos. Hay que tener en cuenta que, desde primeras horas de la mañana, prácticamente no habíamos tomado alimento alguno.

Las barritas saladas crujían en mi boca, de modo que apenas podía oír nada de lo que se decía. Mientras iban formando una masa como una papilla, me apoderé de una nueva provisión de almendras. Los cacahuetes se habían terminado, pero quedaban aceitunas. Yo comía sin parar. Desaparecieron los últimos restos de mi autocontrol, en otras ocasiones tan ejemplar. Gimiendo y suspirando iba metiéndome en la boca cuanto se hallaba a mi alcance. Mi mujer chorreaba caramelo y me miraba con los ojos pegajosos debido a la misma sustancia. Todas las bandejas habían sido barridas de la mesita baja de vidrio. También yo estaba a las últimas. Ya no podía más. Cuando el señor Spiegel volvió de la casa de los vecinos y puso ante mí un plato con almendras saladas, tuve que volver la cabeza hacia el otro lado. Creía que iba a reventar. Sólo el pensar en comer, me producía náuseas. No quería ver más comida. Por Dios, nada de comida…

—Tengan la bondad de pasar, señores…

La señora Spiegel había abierto la puerta de la habitación contigua. Mis ojos descubrieron una mesa cubierta con blancos manteles y un bufet con abundancia de volatería fría, con pollo y pavo, ganso y pato, con salsas y verduras y ensaladas.

CÓMO APRENDIÓ NUESTRO HIJO AMIR A IR A DORMIR

A
LGUNOS niños no quieren a ningún precio ir a dormir a la hora que deben hacerlo y se burlan de todos los esfuerzos de sus padres. ¡Qué diferente es nuestro Amir! Se va a la cama con una regularidad que permite a uno poner el reloj a la hora: a las ocho y media de la noche en punto, ni un minuto más, ni un minuto menos. Y a las siete de la mañana se levanta fresco y sonrosado, tal como lo quiere el doctor y dando a sus padres una gran alegría.

Aunque hablemos tan gustosos de la docilidad de nuestro hijito y de su oportunidad en irse a la cama, ello tiene, por desgracia, un pequeño inconveniente: es que no es verdad. Todos los padres mentimos. En realidad, Amir se acuesta entre las once y media y las dos y cuarto. Ello depende de cómo esté el firmamento y de cuál sea el programa de televisión. Por la mañana, sale de la cama arrastrándose a gatas, tan rendido de sueño está. Los domingos y los días de fiesta, puede decirse que no abandona la cama.

Ahora bien, no se trata en modo alguno de que el pequeño rehúse seguir las recomendaciones del médico y se niegue a ir a la cama a las ocho y media. A esta hora en punto se introduce en su pijama, dice: «¡Buenas noches, queridos papás!», y se retira a su dormitorio. Sólo al cabo de un determinado intervalo de tiempo (a veces dura un minuto, a veces minuto y medio) vuelve a levantarse para limpiarse los dientes. Luego bebe algo, después tiene que hacer pipí, más tarde busca si hay algo en su cartera de ir a la escuela, vuelve a beber alguna cosilla, generalmente delante del televisor, a continuación se pone a charlar con el perro, vuelve a hacer pipí, observa los caracoles de nuestro jardín, observa el programa de la televisión jordana y examina el frigorífico por si encuentra alguna golosina. Así llega a las dos y cuarto y al momento de irse a dormir.

Naturalmente, este género de vida no pasa por él sin dejar rastro. Amir está un poco pálido, incluso casi transparente, y con los grandes cercos alrededor de sus ojos parece a veces un espectro que llevase gafas. En los días calurosos, según nos hizo saber su maestro, se duerme en medio de las lecciones e incluso se cae yendo a parar debajo del banco. El maestro se informó de cuándo va a dormir Amir. Nosotros le respondimos:

—A las ocho y media en punto.

Durante mucho tiempo nos dio que pensar el hecho de que todos los niños de nuestra vecindad fuesen a dormir a la hora debida, por ejemplo, la niña Avital, hija de Gedeón Landesmann. Gedeón exige en su casa obediencia estricta y disciplina férrea. El es el amo y basta. Avital se acuesta puntualmente a las nueve menos cuarto, según pudimos comprobar personalmente una vez que hicimos una visita a los Landesmann, no hace mucho tiempo. A las ocho cuarenta y cuatro minutos Gedeón dirigió una mirada al reloj y dijo en forma breve, pausada y que no admitía réplica:

—Tally, cama.

Ni una sílaba más. Esto es suficiente. Tally se levanta de su asiento, dice buenas noches a su alrededor y pasito a pasito se encamina hacia su cuarto sin dar la más ligera muestra de rebelión juvenil. Nosotros, la mejor de todas las esposas y yo, bajamos la cabeza avergonzados ante la idea de que a aquella misma hora, nuestro hijo Amir vaga por las habitaciones semioscuras como Hamlet en Helsingör. Nos sentimos avergonzados hasta la una y media de la madrugada. A la una y media se abrió la puerta, apareció la obediente niña Avital con unos periódicos bajo el brazo y preguntó:

—¿Dónde están los suplementos del fin de semana?

Ahora le tocó el turno a Gedeón de sentirse avergonzado. Y desde aquella noche les decimos a todos nuestros invitados que nuestros niños se acuestan puntualmente.

Por lo demás, sabemos muy bien qué es lo que le impide a Amir dormirse a la hora debida. Se infectó de este virus durante la Guerra de Yom Kippur, cuando la radio, hasta primeras horas de la mañana, emitía las noticias del frente y nosotros no queríamos impedir a nuestro hijo que las escuchara. Este error pedagógico no lo paga ahora con paseos nocturnos, limpieza de dientes, meadas, coloquios con el perro y observación de caracoles.

Una vez atrapé a Amir a las dos y media de la madrugada en la cocina con una botella de «Coca-Cola» en la mano.

—¿Por qué no duermes, hijo? —le pregunté.

La respuesta, en cierto modo sorprendente, fue:

—Porque me aburro.

Intenté ilustrarlo a base de contarle numerosos ejemplos sacados del reino animal cuyos individuos se duermen al anochecer y despiertan cuando amanece. Amir me rebatió con el ejemplo contrario del mochuelo, que desde siempre ha sido su idea, mejor dicho, desde ayer. Yo consideré la conveniencia de darle una azotaina, pero la mejor de todas las esposas no me lo permitió. No puede soportar que pegue a sus niños. Así, tuve que contentarme con exigirle en tono brusco que se fuese a dormir. Amir se marchó y estuvo resolviendo palabras cruzadas hasta las tres de la madrugada.

Nos dirigimos a un psicoterapeuta, el cual nos aconsejó encarecidamente que no ejerciésemos violenta presión sobre el modo de ser del pequeño. «Dejen ustedes el desarrollo del niño en manos de la Naturaleza», fue lo que nos dijo el experto especialista. Dimos una oportunidad a la Naturaleza, pero no la aprovechó. Cuando, poco después, encontré a Amir a las tres y media de la madrugada pintando dirigibles con tiza de colores en la pared, perdí los estribos y llamé por teléfono al indulgente psiquiatra.

En el otro extremo del hilo respondió una voz infantil:

—Papá está durmiendo.

La salvación llegó durante los días de Pascua. No vino inmediatamente. El primer día de fiesta de la escuela, Amir estuvo despierto hasta las cuatro menos cuarto de la madrugada, el día segundo hasta las cuatro y veinte minutos. Su activa vida nocturna no nos dejaba dormir a nosotros.

¿De qué nos servía contar ovejas, si nuestro propio corderito andaba loqueando, terriblemente despierto?

La cosa fue empeorando cada vez más. Amir se dormía cada vez más tarde. La mejor de todas las esposas quería darle una azotaina, pero yo no se lo permití. No puedo soportar que pegue a mis hijos.

Y luego, repentinamente, ella tuvo la idea salvadora.

—Ephraím —dijo, incorporándose de pronto en la cama—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y diez —bostecé yo.

—Ephraím, tenemos que resignarnos a no poder hacer retroceder cronológicamente a nuestro hijo hasta lograr que se duerma a una hora normal. Pero, ¿y si lo hiciésemos avanzar cronológicamente?

Así sucedió. Dimos plena libertad a las ojeras de Amir e incluso le animamos para que no se durmiese.

—Ve a la cama, si tienes ganas, es lo que más te conviene.

Nuestro hijo se mostró sumamente cooperativo y ciertamente con el siguiente resultado:

Al tercer día del tratamiento, se durmió a las cinco y media y se despertó a la una de la tarde.

Algunos días más tarde, se fue a la cama a las tres y media y se despertó a medianoche.

En el día decimoséptimo, fue a dormir a las seis de la tarde y se despertó con los pájaros.

Y en el último día del total de tres semanas de vacaciones, Amir se había puesto al corriente. A las ocho y media en punto de la noche se dormía y a las siete en punto de la mañana se despertaba. Y así ha continuado haciéndolo. Nuestro hijo duerme con tanta regularidad, que se puede poner el reloj a la hora fijándose en él. Lo decimos no sin cierto orgullo.

Sin embargo, también es posible que no digamos la verdad, como todos los padres.

¡SED AMABLES CON LOS TURISTAS!

L
A humedad. El grado de humedad del aire. El calor aun podría soportarse, pero es la humedad lo que induce a la gente a trasladarse a las regiones septentrionales del país. Durante la semana, la gente se arrastra sudando y jadeando por las calles angostas, humeantes e hirvientes de Tel Aviv, y el único pensamiento que la mantiene con vida es la esperanza de pasar un refrescante fin de semana a la orilla del lago Tiberíades.

Nosotros teníamos reservada una habitación doble en el mayor hotel de Tel Aviv y esperábamos con ansia que llegase el fin de semana. Llegamos llenos de esperanza, y a la vista del hotel, de su carácter exclusivo, el equipo moderno con toda clase de confort, incluido el aire acondicionado, nos dio una sensación de bienestar sin igual.

El frio, por el cual es famoso el lugar, ya lo encontramos en el comportamiento del jefe de recepción.

—Lo lamento sinceramente —lamentó en nombre de la dirección—. Han declarado su llegada algunos participantes del congreso internacional de comerciantes de vinos que acaba de finalizar, por lo cual, distinguido señor y distinguida señora, no podemos desgraciadamente poner a su disposición ninguna habitación o a lo sumo una en el ala antigua del edificio. E incluso tendrían que desalojar ese mísero agujero mañana al mediodía voluntariamente porque, de lo contrario, tendríamos que obligarles a viva fuerza. No dudo, Monsieur, que sabrá comprender nuestras dificultades.

—Pues no sólo no sé comprenderlo —repliqué—, sino que protesto. Mi dinero vale tanto como el dinero de otro.

—¡Quién habla de dinero! Es nuestro deber patriótico hacer lo más agradable posible la estancia a los turistas extranjeros. Además, dan mayores propinas. Desaparezcan ustedes, señor mío y señora mía. Lo más deprisa posible, si me permiten que se lo pida.

Buscamos precipitadamente el ala antigua del edificio, para no seguir enojando al jefe de recepción. Al fin y al cabo, un jefe de recepción no es una persona cualquiera, sino un jefe de recepción.

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