Mi familia al derecho y al revés (32 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—Pero si esto lo aprendimos en la escuela —balbucea el bioquímico o lo que sea—. Si no me equivoco, viene demostrado por las cuatro estaciones del año… especialmente por el verano…

—Vaya información la que me das —le susurré—. Lo de las cuatro estaciones del año, al fin y al cabo, seguirá existiendo aunque se mueva la lámpara y se caiga al suelo la caja de chinchetas. ¡Adiós!

La siguiente vez que lo intenté fue con mi amiga Dolly. Estudió Derecho, y es posible que hubiera aprendido algo.

Dolly se acuerda realmente del experimento con el péndulo de Foucher, de la lección de Física. Por lo que ella puede recordar, se suspendía el péndulo en lo alto de un campanario de iglesia aislado y luego se trazaban unas líneas en la arena. Ésta era la demostración.

Poco a poco se me va haciendo simpática la Inquisición. Con ella ya irían con más cuidado los niños descarados y petulantes que sólo piensan en poner en un aprieto a las personas mayores. ¿Cómo sé que la Tierra da vueltas alrededor del Sol? Lo sé y basta. Lo noto en todos los huesos.

Penosamente me arrastro de nuevo hacia mi mesa escritorio para seguir trabajando. ¿Dónde está la goma de borrar?

—¡Papá!

El pelirrojo ya vuelve a estar ante mí.

—Dime, papá, ¿qué es lo que da vueltas?

Un profundo cansancio me invade. Me duele la cabeza. Uno no puede pasarse toda la vida luchando, ni siquiera contra los propios hijos.

—Todo da vueltas —murmuro—. ¿Y a ti qué te importa?

—¿Tú crees que el Sol da vueltas?

—Sobre eso disputan los sabios. Hoy en día, todo es posible. ¡Y hazme el favor de subirte los calcetines!

PROVISIONES DE HIERRO

Y
A no podía negarse que sentía en la boca un regusto amargo y ciertamente desde hacía ya varias semanas. Fui a ver a un psiquiatra, el cual me interrogó extensamente acerca de mis experiencias infantiles, de mis sueños y de las experiencias de mi vida conyugal. Llegó a la conclusión de que el regusto amargo en mi boca provenía de un trauma mal sublimado que, a su vez, cabía atribuir a la falta de azúcar en el café de mi desayuno.

De esta manera se descubrió que mi mujer, la mejor de todas las esposas, ya hacía semanas que me tenía en una dieta carente de azúcar.

—¿A qué se debe esto? —le pregunté luego a la mejor de todas las esposas—. ¡Yo quiero azúcar!

—No grites —me respondió— No hay azúcar. No lo hay en ningún sitio.

—¿Dónde están nuestras raciones de azúcar?

—Las guardo. Para el caso de que una vez ya no haya azúcar.

—Ahora ha llegado esa situación. Ya no hay azúcar.

—Precisamente. Y tú, naturalmente, precisamente ahora, que no hay azúcar, querrías tener una orgía de azúcar. En cualquier momento puede estallar la guerra atómica, ¿y qué hacemos sin provisiones de azúcar?

—No seas ridícula —dije yo—. Ahora mismo bajo a comprar toda la cantidad de azúcar que quiera.

Dicho esto, bajé y entré en la tienda de comestibles de la esquina, hice familiarmente una seña al dueño, que es un lector entusiasta de mis narraciones breves, y le dije al oído que me gustaría muchísimo tener algo de azúcar.

—Querido señor Kishon —respondió amablemente—, a nadie me gustaría complacer tanto como a usted, pero no hay azúcar.

—Con mucho gusto le pagaré algo más —le dije.

—Querido señor Kishon, desgraciadamente, no puedo darle azúcar. Ni siquiera si me pagase una libra ochenta.

—Es muy triste —dije yo—. ¿Qué debo hacer entonces?

—¿Sabe lo que puede hacer? —dijo el tendero—. Pagarme dos libras.

En aquel momento, un caballero con una gorra de piel, en el que hasta entonces no me había fijado, dio muestras de su presencia con estas palabras:

—¡No pague usted esos precios de locura! ¡Eso es el comienzo de la inflación! ¡No favorezca usted el estraperlo con tales compras! ¡Cumpla con su deber patriótico!

Asentí con la cabeza, compungido, y me fui con las manos vacías, pero con la cabeza bien alta. El hombre de la gorra de piel me siguió. Por espacio de una hora estuvimos paseando juntos arriba y abajo, hablando de nuestra necesidad. Gorra de Piel me explicó que los americanos, esos bribones fríos y calculadores, estaban indignados porque sus amenazas económicas y sus coacciones no habían hecho mella en nosotros. Por esto nos retenían ahora las entregas de azúcar que nos correspondían, esperando que de esta bárbara manera podrían quebrantar nuestra moral. Pero no lo conseguirían. Nunca. Y repetimos a dúo: nunca.

Cuando llegué a casa, le dije a la mejor de todas las esposas, con la voz grave producida por el orgullo nacional, que yo no me unía a la danza alrededor del Becerro de Oro, y le dije también por qué no quería hacerlo. Ella, con la falta de imaginación que le es usual, dijo que todo esto estaba muy bien, pero que el hombre de la gorra de piel era un conocido diabético y que en el vecindario todos sabían que un sólo terrón de azúcar le mataría en el acto. Por esto le resulta fácil renunciar al consumo de azúcar. En cambio, por delante de la casa de los Toscanini había pasado esta noche un camión y los habitantes de la casa habían descargado varios sacos de azúcar que luego, de puntillas, llevaron a un escondrijo seguro.

Para acentuar aun más la situación, ya trágica de por sí, mi mujer me sirvió el té a la hora correspondiente con limón y miel en vez de azúcar. Este repugnante brebaje dañó mi paladar, que es muy sensible. Me levanté de un salto, me precipité al interior de la tienda de comestibles y le dije gritando al dueño que estaba dispuesto a pagarle dos libras por un kilogramo. El muy golfo me dijo con toda desvergüenza que el azúcar costaba ya ahora dos libras con veinte.

—Está bien, démelo —le dije.

—Venga usted mañana —dijo él—. Entonces quizá tendrá que pagar dos libras cincuenta y ya no habrá más.

Cuando volví a encontrarme en la calle y profería maldiciones mentalmente, mi aire entristecido despertó la compasión de una señora anciana, la cual me dio una valiosa información:

—Vaya usted enseguida a Rischon, en la calle Bialik. Allí encontrará un tendero que aún no sabe que no hay azúcar y lo vende tranquilamente…

En casa me aguardaba una nueva sorpresa. La mejor de todas las esposas había comprado uno de esos azucareros de vidrio y de forma de pera, que a veces se ven en los cafés ansiosos de novedades y que se caracterizan por el hecho de que cuando se les da la vuelta y se les agita no sale nada de ellos. No obstante, me levanté del lecho en mitad de la noche y estuve buscando el azucarero por todos los armarios y estantes de la cocina.

La mejor de todas las esposas se plantó de pronto ante mí con los brazos cruzados y me ayudó con estas palabras:

—No lo vas a encontrar nunca.

El día siguiente, a mediodía, llevé a casa una bolsa con medio kilo de yeso para reparar unas grietas en las paredes. Apenas había dejado la bolsa en el suelo, cuando desapareció y una misteriosa voz femenina me hizo saber que se encontraba a buen recaudo. De ello me alegré sinceramente, porque el yeso es una de las cosas indispensables de un hogar moderno. Mi alegría aumentó cuando, en la próxima ración de café que se me dio volví a encontrar azúcar después de mucho tiempo de estar sin él…

—¿Ves? —dijo mi mujer—. Ahora que tenemos provisiones, ya podemos permitirnos esto…

Una cosa así no dejé que me la dijeran dos veces. El día siguiente traje a casa cuatro kilos de una mezcla de alabastro de primera clase. De las pupilas de la mejor de todas las esposas brotaron unas pícaras y verdosas llamitas en el momento en que me abrazaba, y me preguntó de dónde había sacado aquel tesoro.

—En una tienda de artículos para albañiles y barnizadores —le respondí conforme a la verdad.

Mi mujer cogió una muestra de aquel polvo blanco.

—¡Demonio! —exclamó— ¿Qué es esto?

—Yeso.

—Déjate de chistes malos. ¿Quién puede comer yeso?

—Nadie tiene necesidad de comer esto —le expliqué—. Cuando uno intenta comerlo es yeso, pero si se le emplea sólo para almacenarlo, es tan bueno como el azúcar. Ponlo en la despensa, tápalo y trae a la mesa nuestra ración de azúcar.

—¿Para qué he de llevar esto a la despensa? ¿Para qué sirve?

—¿Es que aún no lo entiendes? Produce una sensación maravillosa, saber que se guarda una provisión de cuatro kilos de azúcar. Pase lo que pase, a nosotros n puede ocurrirnos nada. Nosotros tenemos segura nuestra ración.

—Tienes razón —dijo mi mujer, que, en el fondo, es una criatura razonable—. Pero una cosa debes tener presente desde ahora: esa ración segura sólo la tocaremos cuando la situación se haya hecho realmente catastrófica.

—¡Bravo! —exclamé—. ¡A eso se le llama verdadero espíritu de pionero!

—Sin embargo\1 \2 reflexionó de pronto mi mujer—, deberíamos tener presente que se trata de yeso, ¿verdad?

—No importa. En una situación realmente catastrófica, lo mismo da que se tengan o no cuatro kilos de azúcar.

Quedamos de acuerdo.

Desde aquel día vivimos como el rey Saud en el hotel «Waldorf Astoria». En nuestras tazas de café queda una capa de azúcar de un dedo de grosor. Ayer me pidió la mejor de todas las esposas que trajese a casa unos cuantos kilos más, para poder sentirse totalmente segura. Y traje otros kilos más a casa. Mientras no suba el precio del yeso, no pasaremos apuros.

CONFIANZA POR CONFIANZA

P
ARA que no haya lugar a dudas, el dinero no representa ningún papel para nosotros mientras tengamos crédito. El problema es cuando, con ocasión de las numerosas fiestas del año, hemos de hacernos regalos mutuamente. Unos meses antes, ya empezamos a padecer de insomnio. Al fin y al cabo, la caja de las chucherías que lleva el rótulo de «Para ulterior empleo», no entra en consideración para nosotros. Es un problema terrible.

Hace tres años, por ejemplo, la mejor de todas las esposas me regaló un equipo completo de esgrima y recibió de mí una preciosa lámpara de pie. Yo no practico la esgrima.

Hace dos años, mi mujer tuvo la ocurrencia de regalarme un juego de objetos de escritorio consistente en pisapapeles, abrecartas, sujetapapeles y cartera, mientras que yo la sorprendí con una preciosa lámpara de pie. Yo no escribo cartas.

El año pasado, la crisis llegó a su punto culminante cuando obsequié a mi mujer con una preciosa lámpara de pie y ella a mí con un narguilé persa. Yo no fumo.

Este año, el afán de hacernos regalos adecuados se ha convertido en nosotros casi en una manía. ¿Qué es lo que podríamos todavía comprarnos el uno al otro? Unos buenos amigos me informaron de que habían visto a mi mujer en animado coloquio con un corredor de fincas. Tenemos una cuenta corriente común en el banco, para la cual puede mi mujer firmar también ella sola. Palideciendo, le dije:

—Oye, cariño, esto tiene que acabar. Los regalos deben dar alegría, pero no tormento. Por esto ya no nos devanaremos más los sesos pensando en lo que debemos regalarnos mutuamente. No veo ninguna relación entre un día de fiesta y una falda escocesa que, además, jamás llevaría. Hemos de ser razonables, como conviene a personas de nuestro nivel intelectual. ¡Juremos de una vez para siempre que nunca más vamos a hacernos regalos el uno al otro!

Mi mujer se me arrojó al cuello y me mojó con lágrimas de gratitud. También ella había pensado en esta solución, sólo que no se había atrevido a proponerla. Ahora quedaba el problema resuelto para siempre. Gracias a Dios.

El día siguiente, se me ocurrió que para la próxima fiesta debía comprarle yo algo a mi mujer. En lo primero que pensé fue en una preciosa lámpara de pie, pero renuncié a comprarla, porque nuestra casa ya está suficientemente alumbrada con once preciosas lámparas de pie. Fuera de las preciosas lámparas de pie, yo no sabía que hubiese nada adecuado para mi mujer, o a lo sumo, una diadema de brillantes, lo único que todavía le falta. Por un anuncio del periódico me enteré de los precios y también renuncié a esta idea.

Diez días antes del día festivo, sorprendí a mi mujer introduciendo en la casa un paquete enorme. La obligué a abrirlo en el acto. Contenía leche en polvo. Abría cada uno de los botes y examiné su contenido con ayuda de una criba por si contenía gemelos de puños de camisa, agujas de corbata y cuerpos extraños análogos. No encontré nada. A pesar de ello, la mañana siguiente, lleno de siniestros presentimientos, corrí hacia el banco. Efectivamente: mi mujer había sacado 260 libras de nuestra cuenta corriente, en la que ahora sólo quedaban 80 aguroth que yo saqué inmediatamente. Se apoderó de mí una gran cólera.

«Como quieras —maldije para mis adentros—. Voy a comprarte pues, la piel de astracán que va a arruinarnos. Ahora, pues, empezaré a contraer deudas, a beber y a tomar cocaína. Como tú quieras».

De nuevo, en el momento en que yo llegaba a mi casa, mi mujer entraba por la puerta trasera con un paquete gigantesco. Me abalancé sobre ella, le arrebaté el paquete y lo abrí…naturalmente. Camisas de caballero. Coger unas tijeras y cortar las camisas hasta convertirlas en confeti, fue todo uno.

—¡Toma, toma! —iba diciendo jadeante—. ¡Ya te enseñaré yo a quebrantar solemnes juramentos!

Mi mujer, que acababa de traer de la lavandería mis camisas, intentó detenerme.

—Somos personas mayores, de alto nivel intelectual —afirmó—. Hemos de tener confianza el uno en el otro. De lo contrario, se acabó nuestra vida conyugal.

Le hablé de las 260 libras que faltaban en la cuenta corriente. Con ellas había pagado sus deudas en la peluquería, según me dijo.

Algo confuso, puse fin a la conversación. Qué vergüenza, por mi parte, haber sospechado de un modo tan completamente injustificado de mi mujercita, la mejor de todas las esposas.

La vida volvió a discurrir por sus cauces normales.

En la zapatería me dijeron que los zapatos de piel de serpiente que yo deseaba para mi mujer no podían confeccionarlos sin saber las medidas de sus pies y que debía llevarles como muestra un par de zapatos viejos.

Cuando me disponía a salir de casa llevando bajo el brazo el par de zapatos como muestra, mi mujer, que se encontraba al acecho, me salió al paso de improviso. Se produjo una violenta escena.

—¡Monstruo sin carácter! —me dijo mi mujer—. Primero me echas en cara que no me atenga a lo convenido, y luego eres tú el que no se atiene a ello. Probablemente irías todavía a reprocharme porque no te he regalado nada…

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