Nada tiene de extraño que este año, llegado el momento, dirigiese a mi mujer las siguientes palabras:
—Tengo una idea magnífica. Vamos a celebrar una velada del Seder en el sentido de nuestras tradiciones históricas e invitaremos a nuestros buenos amigos Sansón y Dwora. ¿No es la manera más hermosa de celebrar una fiesta?
—¿Qué quieres decir? —replicó la mejor de todas las esposas—. Aún sería más hermoso que nos invitasen ellos a nosotros. No tengo la intención de preparar una cena opípara y luego tener que pasarme unas horas limpiándolo todo. Ve a decirles a Sansón y Dwora que con mucho gusto los habríamos invitado a la fiesta del Seder, pero que, desgraciadamente, esta vez no puede ser porque… déjame que piense… porque nuestra olla eléctrica a presión ha explotado, o porque el conmutador con el que se da paso al calor se ha roto y no podrá estar arreglado hasta dentro de diez días y que por eso deberían invitarnos ellos a nosotros…
Me incliné ante esta lógica irrebatible, fui a ver a Sansón y Dwora y les sugerí lo bonito que sería que pasáramos la velada del Seder en familiar intimidad.
La respuesta fueron unas exclamaciones de alegría.
—¡Estupendo! —dijo Dwora—. ¡Maravilloso! ¡Lástima sin embargo, que esta vez no podamos celebrarlo en casa! Nuestra olla de presión eléctrica se ha estropeado, se ha roto el conmutador de calor y hasta dentro de diez días no podrán repararlo. ¿Verdad que te haces cargo?
La indignación me impidió responder.
—Así, pues, el día del Seder iremos todos nosotros a vuestra casa —concluyó despiadadamente Dwora—. ¿Te parece bien?
—No —respondí a duras penas—. Quizá parezca una tontería, pero también se ha estropeado nuestra olla eléctrica a presión. Una verdadera ironía del destino. Pero, qué le vamos a hacer…
Sansón y Dwora cambiaron unas miradas.
—Últimamente —proseguí diciendo yo un poco cohibido— se oye continuamente hablar de ollas a presión que han reventado. Están explotando en todo el país. Quizás hay algo que no funciona bien en la central eléctrica.
Se produjo un largo silencio. De pronto, Dwora profirió un grito ronco y propuso incluir en la proyectada celebración a nuestros amigos Botoni y Piroschka.
Se acordó enviar a tratar con Botoni y Piroschka una delegación diplomática de dos personas del sexo masculino. Sansón y yo nos pusimos enseguida en camino.
—Oye, muchacho —dije enseguida a guisa de saludo y dando unos golpecitos joviales a Botoni en la espalda—. ¿Qué te parece una velada del Seder en común? Una idea estupenda, ¿verdad?
—Podríamos traer con nosotros una olla eléctrica, en el caso de que la vuestra hubiese hecho explosión —añadió Sansón prudentemente—. ¿De acuerdo?
—¡En el nombre de Dios! —la voz de Botoni tenía una resonancia agria—. Podéis venir, entonces, a nuestra casa. También mi mujer se alegrará seguramente de veros.
—¡Botoooni!
Una estridente voz femenina hirió dolorosamente nuestros tímpanos. Botoni se levantó de su asiento, supuso que su mujer quería pedirle algo en la cocina y se alejó. Nosotros nos quedamos esperando, llenos de negros presentimientos.
Cuando él regresó, los rasgos de su cara se habían endurecido claramente.
—¿En qué día cae este año el Seder? —inquirió.
—Es la víspera de Pascua —le expliqué cortésmente—. Una de nuestras tradiciones históricas más bellas.
—¡Qué estúpido soy! —dijo Botoni golpeándose la frente con la palma de la mano—. Había olvidado por completo que en ese día se efectuará la limpieza de nuestra casa. Y habrá que pintarla de nuevo. Tendremos que comer en otra parte. Lo más lejos posible. A causa del olor.
Sansón me miró. Yo miré a Sansón. Resultaba increíble que una persona pudiera inventar excusas tan tontas y primitivas para sustraerse a una obligación religiosa. ¿Qué otro remedio nos quedaba sino iniciar a Botoni en la historia de las ollas reventadas? Botoni nos escuchó con gran atención. Al cabo de un breve rato, dijo:
—¡Pero si carecemos totalmente de ideas! ¿Por qué habríamos de excluir de nuestro Seder a una pareja tan simpática como Midad y Sulamita?
Nos abrazamos afectuosamente, porque, en el fondo, los tres éramos íntimos amigos. Luego nos dirigimos los tres a ver a Midad y Sulamita para exponerles nuestro plan de una bella velada del Seder pasada conjuntamente.
Los ojos de Midad y Sulamita se iluminaron. Sulamita incluso aplaudió de alegría:
—¡Qué bien! ¡Podéis cenar todos vosotros en nuestra casa!
Nos quedamos atónitos. ¿Todos? ¿Todos nosotros? ¿A cenar? ¡Aquí hay gato encerrado!
—Un momento —dije yo concentrando mi voz—. ¿Estáis seguros de que os referís a
vuestra
casa?
—¡Qué pregunta!
—¿Vuestra olla a presión funciona?
—Perfectamente.
Yo no sabía qué pensar. Y me di cuenta de que también Sansón y Botoni eran presa del pánico.
—¡Las paredes! —exclamó Botoni—. ¿Qué hay de vuestras paredes? ¿No tenéis que blanquearlas?
—Déjate de tonterías —dijo Midad amistosamente y con excelente humor—. Quedáis invitados a la cena del Seder, y basta.
Completamente perplejos y confusos nos fuimos de la casa de Midad. Naturalmente,
no
iremos a cenar con ellos la noche del Seder. Algo extraño ocurre allí y no caemos con tanta facilidad en una trampa. No irá ninguno de nosotros. Nos quedaremos en casa. Así, como corresponde en el sentido de nuestras más bellas tradiciones históricas.
H
ACE algún tiempo mi mujer volvió a decirme que ya no podía atender a todos los quehaceres domésticos ella sola. Y que debíamos tomar inmediatamente una buena asistenta.
Después de algunas investigaciones y exámenes, nos decidimos por Mazal, un ser del sexo femenino que gozaba de la mejor fama en la vecindad. Mazal era una oriental de edad madura y aspecto de mujer instruida. Este aspecto se lo debía a sus gafas sin montura que llevaba sujetas a la punta de la nariz por medio de dos alambres.
Fue un caso de amor a primera vista. Supimos enseguida que Mazal era la ayuda idónea para descargar a mi compañera de matrimonio, abrumada por el trabajo. Todo iba como una seda hasta que de pronto nuestra vecina, la señora Schawuah Tow, dejó gotear en nuestros oídos demasiado receptivos el amargo óleo de la desconfianza.
—Sois demasiado bobos —dijo la señora Schawuah Tow cuando nos visitó una mañana y vio a nuestra auxiliar doméstica manejando diligentemente la escoba—. Cuando una mujer como Mazal trabaja para vosotros, no lo hace ciertamente por la miseria que le dais como sueldo.
—¿Por qué lo hace entonces?
—Para robar —dijo la señora Schawuah Tow.
Nosotros rechazamos enérgicamente aquella calumnia. Nunca, dijimos haría Mazal semejante cosa.
Pero a mi mujer comenzó enseguida a llamarle la atención el hecho de que Mazal, cuando barría el suelo, no nos mirase a los ojos. En cierto modo nos recordaba el comportamiento de Raskoinikov en
Crimen y castigo
. Y los bolsillos de su bata de trabajo aparecían insólitamente abultados.
Con el refinamiento que me es propio, me puse a observarla, haciendo como si estuviera absorto en la lectura del periódico. Me fijé en que Mazal limpiaba especialmente nuestros cubiertos de plata con un afán muy curioso. También se manifestaron otros factores que infundían sospechas. La tensión fue en aumento y llegó a hacerse tan insoportable, que propuse dar cuenta a la Policía.
Sin embargo, mi mujer, lectora empedernida de novelas policíacas, me hizo ver que tal vez todo el material de pruebas acumulado en contra de Mazal no era sino indicios más o menos impugnables y que quizá lo mejor que podríamos hacer fuese pedir consejo a nuestra vecina.
—Tenéis que atrapar a ese monstruo en flagrante delito —explicó la señora Schawuah Tow—. Por ejemplo, podríais esconder un billete de banco en algún sitio. Y si Mazal encuentra el dinero sin devolverlo, entonces la lleváis ante el juez.
El día siguiente preparamos la trampa. Nos decidimos por un billete de cinco libras, que escondimos debajo de la alfombra del cuarto de baño.
Desde las primeras horas de la mañana estaba yo tan excitado que no podía trabajar. También mi mujer se quejaba de intensos dolores de cabeza. No obstante, conseguimos fijar un plan de operaciones detallado. Mi mujer retendría con algún ardid a la ladrona mientras yo iba a avisar al escuadrón de seguridad.
—
Shalom
—saludó Mazal al entrar en la habitación—. He encontrado diez libras debajo de la alfombra del cuarto de baño.
Disimulamos nuestra decepción, le dimos las gracias y nos retiramos desconcertados. Durante algunos minutos, mi mujer y yo no nos atrevíamos a mirarnos a los ojos. Entonces dijo mi esposa:
—Por lo que a mí respecta, yo siempre tuve en Mazal la mayor confianza. Nunca he podido comprender cómo has llegado a pensar que esa criatura tan honrada iba a robar a sus amos.
—¿Que yo dije que ella robaba? ¿Yo? —mi voz gritaba más que la suya, henchida de justa cólera—. ¡Es una desvergüenza de tu parte afirmar semejante cosa! ¡Durante estos últimos diez días me he esforzado en vano en defender a ese modelo de virtudes contra tus infames sospechas!
—No me hagas reír —dijo mi mujer, riendo efectivamente—. Resultas sumamente cómico.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cómico yo? ¿Querrías decirme quizá quién escondió las diez libras debajo de la alfombra, a pesar de que sólo habíamos decidido esconder cinco? Si Mazal hubiese realmente robado el dinero, de lo cual, por supuesto, es totalmente incapaz, habríamos sido diez libras más pobres, sin necesidad de ello.
Hasta la noche no volvimos a cruzar ni una sola palabra.
Cuando Mazal hubo terminado su trabajo, volvió a la habitación para despedirse.
—Buenas noches, Mazal —dijo mi mujer con acentuada cordialidad—. Hasta mañana temprano. Y procures ser puntual.
—Sí —respondió la buena empleada de hogar—. Desde luego. ¿Desea la señora darme ahora algo más?
—¿Darle algo? ¿Qué está diciendo, querida?
Entonces se produjo el mayor alboroto que se haya producido en esta región desde hace dos mil años.
—¿De modo que la señora no desea darme nada? —chilló Mazal con ojos fulgurantes—. ¿Y qué hay de mi dinero? ¿Eh? ¡Ustedes saben perfectamente que pusieron debajo de la alfombra del baño un billete de cinco libras para que yo lo robara! Seguramente querían ustedes probarme, ¿no?, pero se pasaron de listos.
Mi mujer perdió el color. Yo, por mi parte, esperaba que la tierra se abriera y me tragase, pero lo esperé en vano.
—Bueno, ¿a qué esperan todavía? —Mazal iba impacientándose—. ¿O es que quieren tal vez quedarse con mi dinero?
—Disculpe usted, querida Mazal —dije con forzada sonrisa—. Aquí tiene sus cinco libras, querida Mazal.
Mazal me arrebató de la mano el billete de banco y se lo metió en uno de sus abultados bolsillos.
—Comprenderán ustedes —dijo fríamente— que no puedo seguir trabajando en una casa en la que se roba. Afortunadamente he llegado a descubrirlo a tiempo. Hoy en día no se puede confiar en nadie…
Se fue y no hemos vuelto a verla.
Sin embargo, la señora Schawuah Tow fue contando por todo el vecindario que nosotros habíamos intentado robar a una pobre y honrada empleada del hogar.
C
UANDO un ciudadano del Estado de Israel emprende un viaje al extranjero, debe temer perder contacto con su patria. De vez en cuando verá quizás en la pantalla del televisor un mapa de la península del Sinaí cruzado por extrañas líneas de puntos. Aquí y allá podrá adquirir un periódico israelí viejo de dos semanas y de vez en cuando recibirá de su casa una carta que en realidad sólo dirá: «A ver si la próxima vez escribes más». Esto es todo…
¡Pero alto! Al fin y al cabo, hay el teléfono. ¡Un instrumento útil, manejable y maravilloso, muy adecuado para establecer sin más preámbulos la comunicación con los seres queridos que se quedaron en la patria!
«Caro» es la palabra apropiada. Una conferencia desde Nueva York a Tel Aviv cuesta, por ejemplo, ocho jugosos dólares por minuto.
¡Sea! El israelí que está de viaje respira hondo, coge el teléfono de su modesta habitación de hotel, marca el número con trémula mano y escucha emocionado el prometedor «bip-bip-bip» que sale del aparato. Se ha logrado la primera fase de la toma de contacto.
Voy a ser breve. Mi conversación con la mejor de todas las esposas se limitará a lo estrictamente necesario. ¿En casa va todo bien? ¿Se encuentran bien de salud los niños? Sí, yo estoy bien. Sí, volveré tan pronto como pueda. Espera todavía un poco con respecto a la declaración de la renta, tenemos tiempo. Te abrazo, cariño… Esto va a ser todo, y a lo sumo puede durar tres minutos.
—¡Diga! —una dulce vocecita llega a mi oído desde el otro lado del océano. Es Renana, mi pequeña, a la que quiero como a las niñas de mis ojos—. ¿Quién es?
—¡Hola, Renana! —digo gritando—. ¿Cómo estás?
—¿Quién es? —dice Renana—. ¡Diga!
—Es papá.
—¿Qué?
—Papá está hablando, Renana. ¿Está mamá en casa?
—¿Quién habla?
—¡Papá!
—¿Mi papá?
—Sí, tu papá. Tú hablas con tu papá. Y papá quiere hablar con mamá. ¡Haz el favor de ir a buscarla!
—Espera, espera. ¿Papá? ¿Me oyes, papá?
—Sí.
—¿Cómo estás?
—Bien, estoy bien. ¿Dónde está mamá?
—¿Estás en América ahora, papá? ¿Verdad que estás en América?
—Sí, en América. Y tengo mucha prisa.
—¿Quieres hablar con Amir?
—Sí, muy bien. (No puedo decir que no, pues el niño se ofendería). Ve a buscarle. Pero date prisa. Adiós, querida.
—¿Qué?
—Te he dicho adiós.
—¿Quién habla?
—¡Ve a buscar a tu hermano!
—¡Adiós, papá!
—Adiós, hijita.
—¿Qué?
—¡Tienes que llamar a Amir, demonio!
—Amir, ¿dónde estás? —la voz de Renana suena estridente en otra dirección—. Papá quiere hablar contigo. ¡Amir! ¡Aaamiiir!
Hasta ahora han transcurrido siete minutos, siete minutos a ocho dólares cada uno. No se debería permitir que los niños cogiesen el teléfono. Ocho minutos. ¿Dónde se habrá metido ese granujilla pelirrojo?
—¡Hola, papá!
—¡Hola, pequeño! ¿Cómo estás?
—Bien, gracias, ¿y tú?