Así no podía continuar. Renovamos nuestro juramento. A la clara luz de las once preciosas lámparas de pie, juramos decidida y definitivamente no volvernos a hacer ningún regalo. Por primera vez desde hacía meses volvió a reinar la paz en mi alma.
La mañana siguiente, seguí a mi mujer disimuladamente mientras se dirigía a Jaffa y me quedé muy aliviado al ver que entraba en un establecimiento especializado en medias de señora. Silbando alegremente volví a casa. Se acercaba la fiesta y no habría sorpresa. ¡Al fin!
En mi camino hacia casa, efectué una breve visita a un anticuario amigo mío y compré un pequeño jarrón chino del periodo de los Ming. El destino quiso que las cosas ocurrieran de otro modo. No sé por qué los conductores de autobús han de parar siempre tan cerca de donde uno se encuentra. Traté de pegar los fragmentos del jarrón, pero no salió bien. Tanto mejor. Por lo menos no podrá decir mi mujer que haya quebrantado el acuerdo.
Mi mujer me recibió en el comedor, vestida como para una fiesta y con semblante radiante de felicidad. Encima de la gran mesa del comedor vi, todo ello dispuesto con gusto, una nueva máquina de afeitar eléctrica, tres bolígrafos, un estuche para la máquina de escribir de piel de cabra, una caja de cera para los esquís, un canario junto con su jaula, una cartera, una preciosa lámpara de pie, una goma de borrar y un gramófono de maleta (que ella había adquirido bajo mano en casa del viejo comerciante en medias de Jaffa).
Me quedé como paralizado, sin poder proferir una palabra. Mi mujer me miró fijamente como si no pudiera creer lo que veía. No podía comprender que yo hubiese llegado a casa con las manos vacías. Entonces estalló en sollozos convulsivos:
—De modo que eres así. Así es como me tratas. Por una vez podrías darme una pequeña alegría, pero ni siquiera se te ocurre pensar en ello. ¡Uf! ¡Quítate de mi vista! ¡No quiero verte nunca más!
Sólo cuando hubo terminado, yo saqué del bolsillo el reloj de pulsera de oro con zafiros.
—¡Pobrecita mías, qué tontuela eres!
A
un recién inmigrado como yo pueden sucederle cosas extrañas. Por ejemplo, una mañana puede despertar y recordar con sonrisa satisfecha el sueño que acaba de tener, en el cual, en la remota ciudad provinciana húngara de Hodmezövasárhely, hablaba con soltura el hebreo con su abuela. Ésta es, a mi modo de ver, la cima máxima de la aclimatación. (La segunda cima sería que a uno empezara a gustarle la cocina israelí).
En todo caso, dentro del ajetreo de la vida cotidiana, es bueno de vez en cuando hacer una pausa y preguntarse uno mismo si, además del acento, le ha quedado a alguno alguna cosa de los pasados tiempos del exilio húngaro.
El breve examen a que sometí a mi corazón dio como único resultado que solamente soy capaz de dividir en húngaro. Sumar y restar puedo hacerlo ya en hebreo, también con la multiplicación me sale bastante bien, pero la división, esto lo sabe cualquier niño, es una especialidad húngara. Continuamente me causa sorpresa el que haya personas que sepan desenvolverse en este campo de la división sin tener conocimientos de la lengua húngara.
Mi hijo Amir lo consigue sin esfuerzo, a no ser que en ocasiones llame a su padre en su ayuda, cuando no logra salir adelante con sus deberes de matemáticas para realizar el problema. Entonces acostumbro a calcular mental y rápidamente el problema planteado y luego traduzco el resultado a la lengua de la Biblia, suponiendo que llegue a algún resultado, cosa que no siempre sucede. Con mayor frecuencia debo indicarle a mi hijo segundo que los deberes para hacer en casa no son para que se hagan en colaboración con el jefe de la familia.
—Siéntate y concéntrate —reza mi consejo pedagógico.
Al fin y al cabo, sería un método educativo completamente erróneo el dejarle entrever que no soy capaz de distinguir entre una fracción verdadera y una fracción falsa, nada digamos entre una sucesión aritmética y una sucesión geométrica.
—Papá —me pregunta Amir—, ¿es posible expresar también un número cardinal como fracción decimal?
—Todo es posible —le respondo yo—. Es cuestión de fuerza de voluntad. Anda, ve a tu cuarto.
Estas fracciones decimales van a volverme loco. El libro de ejercicios de Amir está lleno de ellas. Allí todo es quebrado, todo es una diecisieteava parte de algo o treinta y ocho cientonovenas partes. Incluso he descubierto una fracción llamada 8/6371, claro síntoma de nuestro orden social que se está desmenuzando y fraccionando. No sé por qué. A mi edad, uno no quiere que le recuerden continuamente los problemas no resueltos de la juventud. Uno quiere descansar.
Y he aquí que de pronto, en el Japón se funda un Instituto de investigación espacial y se crea una computadora de bolsillo. Este aparato en miniatura, del tamaño de una caja de cerillas bien desarrollada, resuelve los problemas de cálculo más complicados y tiene la enorme ventaja de que sin dificultado se le puede pasar de contrabando por la Aduana.
Un ejemplar de esta maravilla japonesa se encuentra ahora al alcance de mi mano, encima de mi mesa escritorio. Cada vez que me encuentro ante un reto matemático, pulso su teclado como el de un bien afinado piano. Incluso invento problemas difíciles de resolver, como, por ejemplo:
378,56973/63,41173=
En la época precomputadora, a la vista de semejante acumulación de cifras, me habría dado un acceso de rabia, y si mi futuro hubiese dependido de la resolución de este problema, habría dicho: quedaos con mi futuro y dejadme tranquilo. Desde que poseo la caja maravillosa, ya nada me asusta. Pulso unas teclas y ahí está la respuesta.
Por desgracia, también mi hijo Amir ha descubierto cuán sencilla puede ser la vida. Con el instinto animal del niño ha descubierto las facilidades que también para él puede contener el progreso técnico.
Ayer, cuando volví a casa, lo encontré sentado a mi mesa escritorio, a la izquierda el libro de ejercicios abierto y a la derecha la cajita mágica cuyas teclas pulsaba con increíble virtuosismo.
—¿Qué te has creído? —le dije, indignado—. ¡Debes hacer tú mismo tus deberes escolares! Sin decir palabra, Amir me puso debajo de la nariz el problema que le prescribía su libro de ejercicios: decía así:
«Un hombre dispone en su testamento la siguiente distribución de su fortuna: 2/17 para su mujer; 31, 88 por ciento de la suma restante a su hijo mayor, 49/101 del resto al hijo segundo y lo que queda es para su hija, la cual recibe 71.4071/4 libras. ¿Cuánto recibe cada uno de los otros herederos?».
Creo que de todo ello se desprendía que el difunto o bien era una persona de carácter muy poco equilibrado o bien, más allá de la tumba, quería vengarse de su familia, con la que evidentemente había vivido muy mal. Pero ello no justificaba todavía a mi hijo y heredero Amir para arreglar mediante ejercicios de dedos en una computadora la disputa familiar. Por consiguiente, le amonesté así:
—Hijo mío, la aritmética no se practica con máquinas, sino con papel y lápiz.
—¿Por qué? —preguntó Amir.
—Porque no siempre vas a tener una computadora a mano. ¿Qué harías, por ejemplo, si la batería no funcionase?
—Compraría otra.
—¿Y si fuese día de Sabbath?
—Le pediría a Gilli que me prestase su computadora.
—¿Y si él no estuviese en casa?
—Te la pediría a ti.
La respuesta típica de un pelirrojo. Además, Gilli no es el único de sus amigos que se encuentra en posesión de una computadora. Casi cada uno de estos repelentes pilluelos tiene una. Sus irresponsables padres pasan de contrabando por la Aduana las cajitas mágicas y desarrollan una nueva generación, generación corrompida, una pobre generación de computadora, la cual ya no sabe dividir, en ningún idioma, sea el que sea.
Yo, por mi parte, he resuelto el problema con un indolente movimiento de mi mano. Mi mano se mueve (no sé si casual o intencionadamente) de una manera tan brusca, que resbala de ella la pequeña maravilla japonesa y va a parar al suelo, donde se descompone en sus partes.
Yo me arrodillé y recogí los fragmentos. Pero en medio de ellos no había ni la más pequeña ruedecita, ningún mecanismo, en general, nada misterioso. Sólo cierto número de tiras de papel con signos impresos. Y esta cosa tan insignificante es capaz de realizar los más complicados cálculos, de resolver en unos segundos problemas matemáticos que a mí, que soy un prestigioso escritor y factor de cultura, hacen encanecer mis cabellos. ¿Qué duendecillo está operando en su interior? Tengo miedo.
Amir, mi hijo sin miedo, se enteró con sospechosa tranquilidad de la noticia de que mi computadora había quedado inservible.
Incluso su madre, la mejor de todas las esposas, concibió sospechas.
—Ephraím —dijo— no me sorprendería que Amir tuviese su propia computadora.
Registramos el cuarto de Amir con minuciosidad paternal, pero no encontramos nada. Quizás haya en su clase de la escuela un escondrijo para computadoras bien camuflado. Estas cosas se construyen ahora en un formato cada vez menor. Por consiguiente uno se las podrá esconder en el pabellón del oído.
Sea lo que fuere, Amir obtiene en matemáticas las mejores notas y sonríe como la Gioconda junior.
Tiene razón. El futuro pertenece a las computadoras y a los enanos. A mí no me queda más remedio que maldecir en húngaro. Ya no sé dividir ni siquiera en húngaro.
N
O quisiera que se me interpretase mal. Sé distinguir muy bien entre el Sinatra ídolo de las adolescentes y Sinatra el filántropo. Sinatra viene a Israel y dedica el importe total de sus siete conciertos (un millón de libras, aproximadamente) a la construcción de un orfelinato interconfesional en Nazaret. Éste es un rasgo muy hermoso de su parte. Pero, ¿se ha sustraído con ello a toda crítica constructiva?
A mí no me molesta que él sea millonario y mantenga una flota aérea propia. Me parece bien que por un minuto en la televisión cobre medio millón de dólares. ¿Por qué no? Así es la vida. Por lo menos, la suya. Se levanta hacia el mediodía, va a los estudios de la tele, grazna su «Hiya, what’s doin?’» dentro del micrófono, pasa por caja, cobra el medio millón y hasta el fin de sus días ya no necesita trabajar más. Bueno, ¿y qué? ¿Dónde está escrito que se puede vender por más de su valor sopas y hojas de afeitar, pero no cantores? Le concedo de corazón que cobre lo que cobra.
Lo que, en cambio, no veo con buenos ojos es el éxito que tiene con el sexo femenino.
Si los grandes del cine, de la televisión, de las salas de concierto y de la industria discográfica tienen necesidad de pasar la noche con una bien proporcionada rubia diferente, es asunto exclusivamente suyo. Y si continuamente caen víctimas. No pueden hacer nada por evitarlo. Sencillamente, pierden el conocimiento y se derriten ante esos Hércules irresistibles, con su atlética figura, ante esos hombres fascinantes de risa enloquecedora, ante esos elegantes de gestos prometedores. Perfectamente. Pero, ¿Frankie? ¿Ese limón desnutrido? ¿Qué hay en él de tan estupendo? ¡Vamos, que me lo digan de una vez!
—No lo sé —dijo la mejor de todas las esposas—. Es… es divino… ¡Y haz el favor de quitar tu manos de mi garganta!
¡Divino! Se atreve a decirme esto a la cara la compañera para toda la vida que me ha sido confiada por la ley. Le pongo delante de los ojos el periódico de hoy con el retrato de esa salchicha apergaminada.
—¿Qué ves ahí de divino? ¡Muéstramelo!
—Su sonrisa.
—Ya sabes que en América es donde se fabrican las mejores dentaduras postizas. ¿Qué más?
Mi mujer contempla el retrato. Sus ojos se cierran a medias y dice en voz baja, pero con entusiasmo:
—Qué más, qué más… Nada más. Sólo que también es capaz de cantar como un dios.
—¿Canta? ¿Esta foto canta? Yo veo una boca muy abierta y una cara vulgar y adocenada, eso es todo. ¿Quién canta aquí? ¿Oyes el canto?
—Sí —suspira la mejor de todas las esposas esfumándose.
Irritado, salgo de casa y compro dos entradas para el primer concierto. Me gustaría ver personalmente a esa maravilla.
Mi mujer me abraza y me besa por primera vez desde hace muchas horas:
—¡Entradas para Sinatra… para mí!
Y corre enseguida al teléfono para llamar a su modista. Dice que no puede ir con sus viejos harapos a un concierto de Sinatra.
—Naturalmente que no —confirmo—. Cuando te vea con tu vestido nuevo en la fila diecinueve, dejará enseguida de cantar…
—No digas tonterías. Nadie se interrumpe en medio del canto. Ya se ve que no entiendes nada…
Traje a casa fotografías de Marlon Brando, de Curd Jürgens y del
David
de Miguel Ángel. No hicieron ningún efecto. Solamente Frankie hace efecto. Solamente Frankie.
«¿Acaso vio alguna vez Amor con los ojos? ¡No!», dice Shakespeare, que no era precisamente «francófilo».
El día siguiente, leí en el periódico una buena noticia y enseguida la transmití a mi mujer:
—Tu querido Frankenstein sólo ocupa la mitad del programa. Sólo una hora. La otra mitad consiste en cánticos de Sinagoga y canciones populares yemeníes. ¿Qué dices a ello?
La respuesta fue como un susurro henchido de entusiasmo:
—Una hora entera con Frankie… ¡Qué bueno!
Saqué del bolsillo la lupa que había comprado en el camino de regreso a casa y sometí la foto del Frankie boy a un examen minucioso.
—Su peluca parece un poco ladeada, ¿no te parece?
—¿Quién se preocupa de esas cosas? Además, algunos números los canta con sombrero.
Con sombrero. ¡Qué seductor! ¡Qué sexy! Probablemente el sombrero fue diseñado ex profeso para él, con ayuda de un sismógrafo que registra con precisión las oscilaciones de los cardiomotos femeninos. Después de todo, tiene también toda una hueste de palaciegos y secretarios a su alrededor que suministran a la Prensa descripciones verídicas de sus aventuras amorosas. Además, se encuentran en su séquito cinco damitas que se distribuyen hábilmente entre los espectadores y al primer estribillo sólo a medias adecuado se desmayan, lo cual provoca otros desmayos en el público femenino. Su avión particular, además de médicos, científicos e investigadores de la opinión, contiene un cerebro electrónico portátil, una computadora, magnetófonos, tres guardias personales montables, un contraalmirante y numerosos ceros, entre los cuales él mismo.
Aunque yo había cubierto las paredes de las casas de nuestra ciudad con la pintada que decía FRANKIE GO HOME!, las localidades para el concierto se agotaron ya con unos días de antelación.