—¡Rafi! —gritamos los dos hasta desgañitarnos—. ¡Rafael! ¡Hijo!
—La sección de juguetes en el segundo bloque a la izquierda —nos informó un experto miembro del personal de ventas.
A continuación, un ruido ensordecedor, como de una explosión, hirió nuestros tímpanos. El supermercado retembló hasta los cimientos y se inclinó hacia un lado. Suspiramos aliviados. Rafi había manipulado en una pirámide artísticamente levantada de unas quinientas conservas de compota y con el instinto certero de las criaturas de corta edad, había sacado la conserva central de apoyo de la hilera inferior. Para consolar a nuestro pequeñín del susto que se había llevado, le compramos algunos dulces, miel, chocolate suizo, cacao holandés, un poco de café en polvo y una bolsa de tabaco para pipa. Mientras yo estaba acumulando todo esto en nuestro carrito, vi que había también en su interior un frasco de perfume, una docena de libretas y diez kilos de remolacha.
—¡Mujer! —exclamé— ¡Éste no es nuestro carrito!
—¿No? Lo mismo da.
Tuve que reconocer que esta respuesta era acertada. En conjunto, el cambio que habíamos hecho no estaba mal. Además de los objetos mencionados, nuestro nuevo carrito contenía un número considerable de variedades de queso amablemente redondeadas, compota de diferentes colores, toallas de baño y una escoba.
—Podemos necesitar todo esto —explicó mi mujer—. La cuestión es cómo vamos a pagarlo.
—¡Qué casualidad! —dije yo moviendo sorprendido la cabeza—. Precisamente acabo de encontrar en el bolsillo del pantalón los billetes de banco que recientemente anduve buscando tanto.
Impulsados por la codicia, seguimos adelante, fuimos testigos de una pelea de tres señoras cuyos carritos habían chocado, y luego tuvimos que buscar de nuevo a Rafi. Lo encontramos junto a lo que había sido un puesto de venta de huevos.
—¿De quién es este mocoso? —resoplaba el vendedor de huevos, amarillo de rabia y de yema—. ¿Quién responde de este monstruo?
Le dimos la deseada información al llevarnos de allí a nuestro hijo a toda prisa, compramos todavía algunos productos químicos para fines caseros y volvimos junto a nuestro carrito, en el que entretanto alguien había puesto una selección de vinos griegos, una caja de azúcar y varias latas de aceite. Para que Rafi estuviese contento, lo sentamos encima de la montaña de artículos y le compramos un caballito japonés, debajo de cuya silla introdujimos dos pares de lindas zapatillas para los papás de Rafi.
—¡Mira esto! —gimió mi esposa extasiada.
—¡Más!
Pescamos un segundo carrito, avanzamos hacia la sección «Carne y volatería» y adquirimos varios pollos, patos y corderos, varios embutidos, salchichas de Frankfurt, lengua ahumada, pechuga de ganso ahumada, carne ahumada, pastel de hígado de ternera, pastel de hígado de ganso, pastel de hígado de bacalao, carpas, camarones, cangrejos, salmón, un «Mosche Rabenu», un «Alejandro Magno», media ballena y algo de aceite de hígado de bacalao. Poco a poco fueron agregándose varias tortillas, pimienta, cebollas, alcaparras, un pasaje para ir a Capri, canela, vainilla, vaselina, trastornos vasomotores, habas, odol, espárragos, bicarbonato, manzanas, nueces, higos, dátiles, discos de larga duración, vino, espinacas, melones, un carabinero, fresas, frambuesas, grosellas, avellanas, cocos, cacahuetes, mandarinas, mandolinas, almendras, aceitunas, peras, bombillas (de sesenta vatios), un circo de pulgas, un lápiz de labios, un corsé, neumáticos de recambio, almidón, calorías, vitaminas, proteínas, un sputnik y algunas otras cosillas más.
No fue tarea fácil conducir hasta la caja nuestro convoy formado por seis carritos, porque la ternera, que yo había atado al último carrito, quería continuamente volver junto a su madre. Por fin, dijimos basta, y el cajero comenzó, sudando, a hacer la cuenta. Yo suponía que correspondería más o menos al déficit del balance comercial israelí, pero con gran sorpresa de mi parte, no subía mucho más de cuatro mil libras. Lo que más nos impresionó fue la destreza con que los vendedores envolvían nuestros artículos en grandes bolsas de papel marrón. A los pocos minutos, todo listo. Solamente faltaba Rafi.
—¿No han visto ustedes por aquí un niño muy pequeño?— preguntábamos a la gente que había a nuestro alrededor.
Uno de los empaquetadores se rascó pensativo el cogote.
—Un momento… ¿un chiquillo rubio?
—Sí.
—Aquí lo tienen.
El empaquetador abrió una de las grandes bolsas de papel. Dentro de ella estaba sentado Rafi masticando muy satisfecho un tubo de pasta dentífrica.
—Dispensen ustedes —dijo el empaquetador—. Creí que habían comprado al pequeño aquí.
Nos devolvieron por Rafi dos mil setecientas libras y abandonamos el supermercado. Fuera estaban esperando ya los dos camiones.
H
ORA: las 9 de la noche. Los padres están en el cine. Rafi se halla confiado a la custodia de la incomparable Regine Popper. Está acostado en su camita, con los ojos abiertos y no puede dormirse. El alumbrado de la calle proyecta formas siniestras de luz y de sombra en los rincones de la habitación. Fuera hay tormenta. El viento del desierto trae de vez en cuando los aullidos de los chacales. A veces puede oírse también el grito quejumbroso de un búho.
Señora Popper
: ¡Duerme, Rafilito! ¡Anda, duérmete!
Rafi
: No quiero.
Señora Popper
: Todos los niños buenos ya están durmiendo.
Rafi
: Tú eres fea.
Señora Popper
: ¿Te gustaría beber algo?
Rafi
: Quiero un mantecado.
Señora Popper
: Si te duermes y eres bueno, te daré el mantecado. ¿Quieres que te cuente una hermosa historia como ayer?
Rafi
: ¡No! ¡No!
Señora Popper
: Pero si es una historia muy bonita. Es la historia de Caperucita Roja y el Lobo feroz.
Rafi
: (protestando desesperado) ¡Yo no quiero ninguna Caperucita Roja! ¡No quiero ningún Lobo feroz!
Señora Popper
(Sujetándole al ver que intenta saltar de la cama): ¡Así! Y ahora, a estarse quietecito y a escuchar el bonito cuento. Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Roja.
Rafi
: ¿Por qué?
Señora Popper
: Porque siempre llevaba en su pequeña cabecita una pequeña caperuza roja.
Rafi
: ¡Mantecado!
Señora Popper
: Mañana. ¿Y qué hizo la pequeña Caperucita Roja? Fue a visitar a su abuela, que vivía en una pequeña choza en medio del bosque. El bosque era inmensamente grande, y cuando uno entraba en él, ya no volvía a encontrar la salida. Los árboles llegaban hasta el cielo. En aquel bosque estaba completamente oscuro.
Rafi
: ¡No quiero escuchar!
Señora Popper
: Todos los niños conocen la historia de Caperucita Roja. ¿Qué van a decir los amigos de Rafi si se enteran de que Rafi no conoce la historia?
Rafi
: No lo sé.
Señora Popper
: ¿Lo ves? Caperucita Roja anduvo a través del bosque, a través del bosque terriblemente grande, del bosque tenebroso. Estaba completamente sola y tenía tanto miedo, que temblaba de los pies a la cabeza…
Rafi
: Está bien, ahora me duermo.
Señora Popper
: No debes interrumpir a la tía Regine. La pequeña Caperucita Roja iba caminando, completamente sola, iba caminando, completamente sola. Su pequeño corazoncito palpitaba hasta saltársele del pecho, y ella no se daba cuenta de que detrás de un árbol le estaba acechando una gran sombra. Era el Lobo.
Rafi
: ¿Qué lobo? ¿Por qué el lobo? ¡Yo no quiero ningún lobo!
Señora Popper
: Pero si no es más que un cuento, tontuelo. Y el Lobo tenía unos ojos tan grandes y unos dientes tan amarillos (y le enseñó los suyos para demostrárselo). ¡Grrrrrr, grrrrr!
Rafi
: ¿Cuándo vuelve mamá?
Señora Popper
: Y el lobo grande y malvado corrió hacia la choza, donde la abuela estaba durmiendo, abrió sin hacer ruido la puerta, se deslizó hasta la cama y… ñam, ñam, devoró a la abuela.
Rafi
: (lanza un grito, salta de la cama y trata de huir).
Señora Popper
: (persiguiendo al niño alrededor de la mesa) ¡Rafi! ¡Rafael! ¡Vuelve inmediatamente a la cama! Si no, no continuaré contándote el cuento. Ven, precioso, ven… ¿Sabes lo que hizo la pequeña Caperucita Roja cuando vio al Lobo acostado en la cama de la abuela? Le preguntó: «Abuela, ¿por qué tienes unos ojos tan grandes? ¿Y por qué tienes tan grandes las orejas? ¿Y por qué en las manos tienes unas garras tan espantosas?» Y…
Rafi
(saltando sobre el alféizar de la ventana y abriéndola): ¡Socorro! ¡Socorro!
Señora Popper
:(Haciéndolo bajar a la fuerza, dándole una palmada en el trasero y cerrando la ventana): Y de pronto, el Lobo saltó de la cama y… ñam, ñam…
Rafi
: ¡Mamá! ¡Mamá!
Señora Popper
…: Devoró a la pequeña Caperucita Roja, con piel y cabellos y caperucita, ñam, ñam… grrr, grrrr.
Rafi
(se arrastra llorando por debajo de la cama y se arrima a la pared).
Señora Popper
(tendiéndose en el suelo, delante de la cama): Grrr, krrr, ñamm, ñamm… Pero de pronto llegó el tío Cazador con su gran escopeta y… pam, pam, mató de un tiro al Lobo feroz. Pero la abuela y Caperucita Roja salieron alegremente del vientre del malvado Lobo.
Rafi
(sacando la cabeza): ¿Ya se ha acabado?
Señora Popper
: Todavía no. Llenaron el vientre del malvado Lobo con grandes piedras, piedras enormemente grandes, y cataplum, lo arrojaron al arroyo.
Rafi
(encima del armario): ¿Ya está?
Señora Popper
: Ya está, precioso mío. Un bonito cuento, ¿verdad?
Mamá
(acaba de llegar y entra en la habitación): ¡Rafi, baja enseguida! ¿Qué sucede, señora Popper?
Señora Popper
: El niño estaba hoy un poco intranquilo. Y para tranquilizarle le he contado un cuento.
Mamá
(acariciando el cabello de Rafi, pegajoso por efecto del sudor): Gracias, Señora Popper, ¿qué haríamos sin usted?
—
E
PHRAÍM —dijo mi mujer, la mejor de todas las esposas—. Ephraím, ¿estoy guapa?
—Sí —dije yo—. ¿Por qué?
Resultó que la mejor de todas las esposas ya hacía tiempo que venía ocupándose de este problema. Ella sabe, naturalmente, y lo reconoce, que no hay nada en especial en ella. A pesar de esto, sin embargo, dice que en ella hay algo especial. Es decir, que lo habría si no tuviese que llevar gafas.
—Una mujer con gafas —dijo— es como una flor estrujada.
Esta poética comparación no era de su cosecha. Debió de haber leído esa majadería en alguna parte. Probablemente en un anuncio de periódico que alababa la más colosal invención desde que se inventó la rueda: los lentes de contacto. Todo el mundo civilizado está lleno de ellos. Dos diminutos lentes de vidrio, de cinco milímetros de diámetro como máximo, que sencillamente se colocan sobre la pupila del ojo, y ya está todo arreglado. Los que te rodean no ven nada y la sociedad humana no ve nada, pero en cambio tus ojos lo ven todo. Es un milagro y una redención, especialmente para actrices, jugadores de baloncesto y solteronas cortas de vista.
También por nuestro pequeño país se ha extendido esta maravilla. «Una maniquí de Haifa —decía recientemente un anuncio —empezó a llevar lentes de contacto, y apenas habían transcurrido tres meses, cuando ya era la esposa divorciada de un bien parecido millonario sudamericano».
Un invento sensacional. ¡Vivan los lentes de contacto! ¡Abajo las anticuadas e incómodas gafas que interponen una rígida pared de vidrio entre nosotros y la belleza de unos ojos femeninos!
—Me he procurado la dirección de un experto de mucha fama —me informó mi esposa—. ¿Vienes?
—¿Yo?
—Naturalmente. Después de todo, es por ti por quien quiero estar guapa.
En la sala de espera del experto de mucha fama estaban esperando aproximadamente un millar de pacientes. La mayoría de ellos ya estaban familiarizados con el uso de los lentes de contacto. Algunos de ellos se habían acostumbrado tanto, que ni siquiera podían decir con seguridad si llevaban lentes de contacto o no. Este era evidentemente el motivo por el cual iban a ver al experto de mucha fama.
Un caballero de edad madura estaba demostrando en aquel momento la facilidad con que podían aplicarse los lentes. Los puso encima de la punta de su dedo índice, luego, por favor, fíjense ustedes, levantó el dedo directamente hacia su pupila, y sin pestañear… ¡Alto! ¿Dónde está el lente?
El lente había caído al suelo. ¡Atención! ¡Cuidado! ¡Por favor, silencio! ¡Que nadie se mueva!
Nosotros, aprovechando el caos que se había organizado, nos deslizamos al interior de la sala de consulta del especialista, un hombre joven de aspecto agradable, que ejercía su profesión de óptico con entusiástica confianza.
—Es muy sencillo —anunció—. Los ojos se acostumbran gradualmente al cuerpo extraño y en un tiempo asombrosamente corto…
—Perdón —le interrumpí—. ¿En
qué
asombrosamente corto tiempo?
—Depende.
—¿De qué?
—De varias circunstancias.
El especialista dio comienzo a una serie de tests técnicos y se manifestó muy satisfecho del resultado. El estado del clima ocular de mi esposa, según explicó, era especialmente adecuado para los lentes de contacto. Luego demostró con qué facilidad podían colocarse sobre la pupila y con qué facilidad se los podía quitar de nuevo al cabo de seis horas.
Un pequeño toque con el dedo era suficiente.
La mejor de todas las esposas se mostró dispuesta a hacerse cargo del arriesgado procedimiento.
Una semana más tarde, le fueron presentados en un estuche de mucho gusto los lentes perfectamente labrados, para lo cual tuve que entregar un cheque de mucho gusto por valor de 300 libras.
Aquella misma noche, en el marco de una pequeña reunión familiar, mi mujer inició el proceso de habituación, rigurosamente conforme a las reglas a las que en lo sucesivo quería atenerse: primer día, 15 minutos; segundo día, 20 minutos; tercer día… ¿tercer día? ¿Qué tercer día, si se me permite la pregunta? Preguntando más exactamente: ¿Qué segundo día? Y con toda exactitud: ¿Qué primer día?