La mejor de todas las esposas se reveló sumamente lista. Durmió con Rafi en la canasta de la ropa blanca y se despertó fresca y lozana. Huevos pasados por agua.
MIÉRCOLES
. Fuhrmann me explicó que, tratándose de goznes de ventana, no había diferencia alguna entre pulgadas inglesas y alemanas, y me despidió. Cuando se lo dije al cerrajero, se quedó pensativo. Entonces me preguntó para qué necesitábamos en realidad los goznes de ventana. Sobraba la respuesta, porque, fuera de esto, tampoco podíamos entrar ya en la vivienda. Durante la noche se presentó un hombre y quitó el entarimado del suelo. Porque desde hacía mucho tiempo, el deseo de mi mujer era que el suelo fuese de un tono algo más claro (340 libras).
—Sólo queda esto —dijo— y ya está.
Por este tiempo habían trabajado ya dieciséis hombres, incluido yo. Los albañiles que estaban derribando un tabique, hacían un ruido ensordecedor.
—He hablado con el administrador, que es una especie de arquitecto —me comunicó la mejor de todas las esposas— y me ha aconsejado que derribemos el tabique que hay entre el cuarto de Rafi y tu gabinete de trabajo, y así tendremos entonces por fin una habitación grande para los huéspedes, y nos sobrará nuestro actual cuarto de huéspedes, porque, en realidad, no tenemos necesidad de dos cuartos de huéspedes y de este modo tendría Rafi su habitación y tú tendrías tu gabinete de trabajo.
Para contribuir también en algo, subí a una escalera y con las tijeras de jardinero corté todas las arañas de prismas. Si algo se ha de hacer, hacerlo cuanto antes, me digo siempre. Luego sujeté un viejo baúl-armario a una viga carcomida y me fui a descansar.
El administrador (120 libras) me comunicó (50 libras) que lo mejor sería (212 libras) trasladar toda la cocina al desván y el desván al cuarto de baño. Le pedí que me permitiera consultarlo con mi esposa, la cual, después de todo, sólo quería efectuar algunos cambios sin importancia. Mi esposa se encerró con el gramófono y dijo que no se encontraba bien. Dos huevos crudos.
JUEVES
. Hoy, después de ir a la ferretería de Fuhrmann, no he vuelto a casa. He pasado la noche en un banco del parque y por fin he podido descansar y dormir. Para desayunar, hierba y un poco de agua de la fuente. Estupendo. Me siento como si hubiese vuelto a nacer.
VIERNES
. En casa me esperaba una alegre sorpresa. En el lugar donde antes se levantaba mi casa, se abría ahora un profundo foso. Dos arqueólogos escarbaban en las ruinas en busca de fragmentos interesantes. La mejor de todas las esposas, con Rafi en los brazos, se encontraba de pie en el jardín quitando el polvo a los restos de la casa. Dos policías mantenían alejados a los cazadores de recuerdos.
—Yo pensé —dijo la mejor de todas las esposas— que podríamos aprovechar la pequeña limpieza de primavera para derribarlo todo y luego volverlo a levantar convenientemente.
—Tienes toda la razón, carísima mía —le respondí—, pero mejor será esperar que haya pasado Pascua porque entonces todo es mucho más barato.
Una cosa es segura. En toda nuestra casa no es posible encontrar resto alguno de levadura.
Y
O había decidido pasar este año las vacaciones de verano con mi mujer. Nuestra elección recayó en un renombrado hotel del fresco Norte, una casa tranquila y modesta, lejos del ruido de las grandes ciudades. Allí no hay ni
rock
ni
roll
. Tampoco se ha de beber whisky puro para ser considerado como perteneciente al
smart set
.
Pedí una conferencia telefónica y encargué una habitación para mi mujer y para mí.
—Muy bien, caballero— la voz del conserje no podía ser más servicial—. ¿Van a venir ustedes dos juntos?
—Naturalmente —le respondí—. ¡Vaya pregunta más tonta!
Una vez que hubimos llegado los dos juntos, yo llené la hoja de inscripción con unos caracteres genialmente trazados con la pluma. ¿Y qué sucedió entonces? Entonces el conserje nos dio a cada uno una llave.
—El caballero tiene el número 17, la señora el número 203.
—Un momento —dije yo—. Yo había pedido una habitación doble.
—¿Quieren una habitación común?
—Naturalmente. Es mi esposa.
Con la seguridad de un hombre de mundo, el portero se acercó a nuestro equipaje para dar el visto bueno a los pequeños rótulos que ostentaban nuestros nombres. En aquel momento, me estremecí. Los rótulos no llevaban nuestros nombres. Es decir, no todos los rótulos los llevaban. Mi mujer había pedido prestadas dos maletas a su madre y los rótulos de estas maletas ostentaban, como es fácil comprender, el nombre de Erna Spitz.
El portero, sin mirarnos, regresó detrás del pupitre de recepción y entregó una llave a mi esposa.
—Aquí tiene la llave de su habitación común, señora Kishon —dijo alargando las dos últimas palabras de una manera inimitable.
—¿Quiere usted…si usted quizá… —pude balbucir— desea ver nuestros documentos de identidad?
—No hace falta. No controlamos esas cosas. Es un asunto privado de ustedes.
No fue muy agradable, que digamos, tener que desfilar por el vestíbulo del hotel, asombrosamente largo. Pares de ojos ansiosos nos seguían, bocas ansiosas sonreían sarcásticamente y, sin embargo, con aprobación. De pronto me llamó la atención el hecho de que mi mujercita, la mejor de todas las esposas, se hubiese puesto ahora aquel vestido de color rojo chillón que tanta sensación provoca. También sus tacones eran demasiado altos. Maldición, otra vez. El individuo gordo y calvo de allá arriba (probablemente de la sucursal de importación-exportación) nos señalaba con el dedo y susurraba algo al oído de la atractiva rubiales que se hallaba sentada junto a él en la butaca. ¡Qué asco! Que una chica tan joven no sintiera vergüenza de mostrarse en público con aquel viejo verde. Como si en todo el país no hubiesen jóvenes agradables como yo.
—¡Hola, Ephraím!
Me vuelvo y veo que el mayor de los hermanos Schleissner, a los que sólo conozco superficialmente, repantigado en una silla en un rincón me hace una seña y con un gesto viene a decirme algo así como «¡Mucho cuidado!» Tiene que precaverse. Ciertamente, mi mujer puede dejarse ver, pero, ¿qué significa ese «mucho cuidado»? ¿Qué es lo que se le habrá ocurrido?
La cena en el gran comedor fue una verdadera pesadilla. Mientras, modestos, pasábamos por entre las mesas, llegaban a nuestros oídos trozos de conversación de todos los lados: «Ha dejado al bebé en casa, con su mujer… Un poco agradable, pero ya se sabe que él… Se alojan en una sola habitación, como si fuesen… Conozco a su mujer desde hace años. Una criatura estupenda. Y ahí le tenéis a él con esa…».
Schleissner se levantó rápidamente de su asiento cuando nos acercábamos a su mesa y nos presentó a su joven acompañante, en cuyo dedo anular veíase claramente una alianza. Dijo que era su hermana. De muy mal gusto. Sencillamente de muy mal gusto. Yo les presenté a ambos mi mujer. Schleissner le besó la mano y dejó oír una risa de provocativa comprensión. Luego me llevó aparte.
—¿En tu casa va bien todo? —me preguntó—. ¿Cómo está tu mujer?
—¡Pero si acabas de hablar con ella!
—Está bien, está bien.
Me cogió del brazo con aire de conspirador y me llevó al bar, donde pidió para mí un vodka doble. Me dijo que tenía que librarme de aquellas inhibiciones pasadas de moda. Y, después de todo, ¿qué quiere decir «engañar»? Es verano y hace calor. Todos estamos cansados y tenemos necesidad de recreo. Estas pequeñas escapadas ayudan al marido fatigado a superar las dificultades creadas por su esposa. Todo el mundo lo comprende, todos lo hacen. También dijo que estaba convencido de que mi mujer, en caso de que se enterase, me perdonaría.
—¡Pero si yo estoy aquí con mi mujer! —insistí en tono quejumbroso.
—¿Por qué estás tan avergonzado, muchacho? No hay motivo para ello…
Era inútil. Volví al lado de mi mujer y él al lado de su «hermana». Lentamente y como a pesar suyo, fueron dispersándose las bestias masculinas que entretanto habían tenido sitiada la mesa de mi mujer. Con gran asombro de mi parte, hube de comprobar que a ella le agradaba aquel asedio. Se mostraba de una vivacidad poco natural en ella y en sus ojos había una chispa de malicia y de picardía. Uno de los hombres, según ella me contó luego (por lo demás, un hombre de muy buen aspecto), le había pedido lisa y llanamente que «plantase a aquel ridículo enano y se trasladase a su habitación».
—Naturalmente, yo me he negado —añadió para tranquilizarme—. Jamás compartiría con él una habitación. Tiene unas orejas demasiado grandes.
—Y el que estés casada conmigo, ¿no quiere decir nada?
—Sí, claro que sí —dijo mi mujer, reflexionando—. Ya no sé lo que me pasa.
Un poco más tarde vino hacia nosotros el calvo de la sucursal de importación-exportación y nos presentó su maravillosa rubia:
—Permítanme que les presente a mi hija —dijo.
Yo tenía ganas de darle un puñetazo en la cara. ¡Su hija! Realmente, una desfachatez. No se le parecía en nada. Ni siquiera era calva. Poco a poco fui encontrándolo todo absurdo.
—Permítanme ustedes que les presente a mi amiga —dije señalando a mi mujer—. La señorita Erna Spitz.
Éste fue el primer paso para una subversión fundamental de nuestras relaciones conyugales. Mi mujer cambió con asombrosa flexibilidad. Si yo, delante de la gente, quería cogerle la mano o besarla en la mejilla, ella se apartaba diciendo que tenía que velar por su honra. Una vez, durante la cena, incluso me dio un doloroso golpe en la mano.
—¿Te has vuelto loco? —murmuró—. ¿Qué va a pensar la gente? No olvides que eres un hombre casado. Ya hemos dado bastante que hablar.
En esto tenía razón. Por ejemplo, llegó a nuestros oídos que se decía que, en una noche de luna llena, nos habíamos bañado en el mar completamente desnudos. Según otros rumores, los dos tomábamos drogas. La «hermana» de Schleissner sabía incluso que nosotros habíamos ido allí únicamente porque el marido de mi acompañante había descubierto nuestra pista en nuestro anterior nido de amor, en Safed, y habíamos logrado escapar por un puro milagro.
—¿Es verdad esto? —inquirió la hermana de Schleissner—. No voy a contárselo a nadie.
—No es verdad del todo —le expliqué amablemente—. El marido de mi amiga estuvo ciertamente en Safed, pero con la criada. Y el amante de la criada (que, dicho sea de paso, está felizmente casado y es padre de tres hijos) corrió hacia allá y volvió a arrebatarle la criada. Entonces el marido decidió vengarse en nosotros ¡Y no veo fin a esta persecución!
La hermana juró de nuevo permanecer muda como una tumba, pero pensando, sin duda, contar lo sucedido a los restantes huéspedes del hotel.
Un cuarto de hora más tarde nos llamaron a la dirección del hotel, donde nos propusieron que tomáramos unas habitaciones separadas. Para guardar las formas.
Yo no di mi brazo a torcer y dije que sólo la muerte nos separaría.
Poco a poco, la situación fue haciéndose insostenible, aunque por un motivo distinto del que podía suponerse. Mi mujercita, la mejor de todas las esposas, tomó como norma elegir los manjares más caros y pedir champaña francés como bebida de mesa. En un cubo de plata con hielo dentro. Pasada una semana, me salió con la desvergonzada petición de pieles y joyas. Afirmó que era lo usual en tales casos.
Pero el cambio deseado se produjo oportunamente. Una mañana hizo su aparición un periodista procedente de Haifa, uno de esos reporteros internacionales que conocen a todo el mundo.
—¡Vaya rincón más apartado del mundo que habéis escogido! —refunfuñó a las pocas horas de haber llegado—. Nunca habría creído que hubiese un lugar tan aburrido como éste. Schleissner viene con su hermana, tú vienes con tu mujer, y a ese calvo juez de lo civil no se le ocurre nada mejor que traerse a su hija. Es profesora de piano. Dime una cosa, ¿cómo has podido aguantar tantos días en este ambiente aburguesado?
Al día siguiente abandonamos el hotel. Y volvió a haber paz en nuestro matrimonio.
Sólo de vez en cuando mi mujer aún me echa en cara que la hubiese engañado, y ciertamente con ella misma.
N
UNCA se puede saber si un barco que navega con sus mercancías con rumbo a Israel arribará a puerto. Quizá quede embarrancado en un banco de arena o le impida la llegada un motín o cualquier otra cosa. Así se explica la frenética histeria de compra que estalló entre la población de Tel Aviv cuando se inauguró el primer supermercado, una nueva señal de nuestras relaciones culturales con el Occidente.
Por espacio de tres días, mi mujer y yo estuvimos ejercitando una heroica reserva. Pero luego se acabó. Todavía tuvimos fuerzas para una última medida de precaución. Para evitar correr la suerte de algunos vecinos, que en una sola tarde de compras habían quebrado, dejamos las carteras en casa y en vez de ellas nos llevamos al supermercado a nuestro hijo primogénito, conocido en general como «Rafi».
En la entrada reinaba una aglomeración que era un peligro para la vida. Fuimos apretujados y prensados como… sí, realmente como:
—¡Sardinas! —gritó mi mujer entusiasmada.
Y con un salto de pantera digno de verse se lanzó hacia la mesa de venta situada estratégicamente en torno a la cual peleaban ya con uñas y dientes numerosas amas de casa. A base de las pilas de latas de sardinas que allí había, habría podido organizarse un pequeño viaje por el mundo. Había sardinas francesas, españolas, portuguesas, italianas, yugoslavas, albanesas, chipriotas e indígenas. Había sardinas en aceite, en salsa de tomate, en salsa de vino y en yogur.
Mi mujer se decidió por sardinas noruegas y se quedó además con dos latas de una procedencia insegura.
—Aquí todo es baratísimo —dijo.
—¡Pero si no hemos cogido dinero!
—En mi bolso había casualmente alguna cosilla.
Y diciendo esto se apoderó de uno de aquellos armatostes con ruedas para hacer la compra y puso en él las once latas de sardinas. Sólo por curiosidad, sólo para ver lo que realmente era, añadió una caja con la inscripción «Jarabe de Oro». De pronto palideció y comenzó a temblar:
—¡Rafi! ¡Santo cielo! ¿Dónde está Rafi?
Rogamos al benévolo lector que se imagine el pánico de un padre y una madre cuyo hijito acababa de desaparecer entre los cascos de una impetuosa manada de búfalos. Esto es más o menos lo que sentimos entonces.