—Está bien, nos fiaremos de usted. Aunque la idea no me convence. ¿Qué tiene contra este tipo?
—No mucho.
—Pero sí la esperanza de que diga algo que le sirva ante un tribunal, ¿no?
—Ésa es la idea —asintió Schaeffer.
—A ver si pica.
La ironía del policía la hizo sonreír.
—A ver.
Los dos hombres resoplaron y siguieron conduciendo. Pasaron por delante de un grupo de hombres delante de una tienda de comestibles. Shaeffer intuía que todos los ojos los vigilaban. «Todos saben quiénes somos —pensó—. Nos identifican en un segundo.» Trató de distinguir las caras que cruzaban por la calle, pero se confundían las unas con las otras.
—Es ahí —dijo el conductor—. A mitad de la manzana.
Aparcó en el espacio libre entre un Cadillac color frambuesa con neumáticos de banda blanca y tapicería de velvetón y una chatarra carente de valor. Un muchacho estaba sentado en el bordillo junto al Cadillac.
—Hogar, dulce hogar —dijo el agente rubio—. ¿Cómo quiere que lo hagamos, detective?
—Con tranquilidad y buenos modales —respondió—. Primero hablaré con el portero, si lo hay. Tal vez con algún vecino. Luego llamaré a su puerta.
El policía negro se encogió de hombros.
—Está bien. Nosotros la acompañaremos. Pero cuando entre, se las tendrá que apañar solita.
Era un edificio de ladrillo rojo de seis plantas. Shaeffer se disponía a entrar cuando de repente se volvió y miró al chico del bordillo. Llevaba un par de caras y flamantes zapatillas de baloncesto blancas de caña alta y unos pantalones de chándal raídos.
—¿Qué tal? —le preguntó.
El muchacho se encogió de espaldas.
—Bien.
—¿Qué haces?
Hizo un ademán.
—Miro las ruedas. ¿Eres poli?
—Tú lo has dicho.
—No eres de por aquí.
—No. ¿Conoces a alguien llamado Robert Earl Ferguson?
—El de Florida. ¿Lo estás buscando?
—Sí. ¿Está aquí?
—No sé. No se deja ver mucho.
—¿Por qué no?
El muchacho se dio la vuelta.
—Andará metido en algo.
Shaeffer meneó la cabeza y subió los peldaños de la entrada secundada por los dos agentes de paisano. Se fijó en los buzones y leyó el nombre de Ferguson en uno de ellos. Apuntó los nombres de algunos vecinos y dio con uno con la abreviación «Port.». Llamó y esperó junto al interfono. No hubo respuesta.
—No va —dijo el agente negro.
—Aquí esos cacharros nunca funcionan —añadió el otro.
Empujó la puerta del edificio. Cedió. Se sintió ligeramente incómoda.
—Me imagino que en Florida sí funcionan los interfonos y cerrojos —dijo el negro.
El interior estaba oscuro como una caverna. Los pasillos eran estrechos, había pintadas en las paredes y olía a una mezcla de basura y orines. El policía rubio debió de ver que ella arrugaba la nariz, pues dijo:
—Oiga, este lugar es mejor que la mayoría, y de largo. —Hizo un gesto—. ¿Ve usted a algún borracho instalado en el vestíbulo? Esto de aquí es un lujo.
Encontró el piso del portero bajo el hueco de la escalera, llamó tres veces y al cabo oyó ruido en el interior. Después una voz:
—¿Qué quiere?
Acercó la placa a la mirilla.
—Policía —contestó.
Se oyó el chacoloteo de tres o cuatro cerrojos. Por fin se abrió la puerta, dejando ver a un negro de mediana edad, descalzo y vestido con ropa de trabajo.
—¿Es usted el señor Washington, el portero?
Asintió.
—¿Qué quiere? —repitió.
—Quiero salir de este vestíbulo —dijo sin rodeos.
Él abrió la puerta y dejó pasar a los tres policías.
—Yo no he hecho nada.
Shaeffer echó un vistazo a los muebles desnudos y las alfombras raídas; luego preguntó:
—Robert Earl Ferguson. ¿Se encuentra en casa?
El hombre se encogió de hombros.
—Puede. Supongo. No me fijo mucho en quién entra o sale.
—¿Quién vigila, entonces?
—Mi mujer —dijo señalando a un lado.
Shaeffer vio a una mujer negra de poca estatura que tenía de gruesa lo que su marido de enclenque; guardaba silencio ante la entrada del pasillo, asida a un andador de aluminio.
—¿Señora Washington?
—Sí.
—¿Robert Earl Ferguson está en el edificio?
—Debería estar. Hoy no ha salido.
—¿Y cómo lo sabe?
La mujer dio un paso colocando con cuidado el andador delante de sí. Resollaba.
—Me cuesta mucho moverme. Me paso el día aquí… —Señaló una ventana—. Veo lo que pasa por el mundo antes de que me toque abandonarlo, hago un poco de punto y cosas así. Suelo estar al tanto de la gente que entra y sale.
—¿Ferguson sigue algún horario? ¿Tiene hora de entrada y salida?
Asintió. Shaeffer sacó su bloc y tomó algunas notas.
—¿Adónde va?
—Pues no lo sé exactamente, pero siempre lleva una bolsa con libros de texto. Una mochila. Como esas del ejército o para ir de excursión o algo así. Sale por la tarde y no vuelve hasta bien entrada la noche. A veces lleva una maleta pequeña y no vuelve en un par de días. Supongo que viaja.
—¿Usted está aquí hasta tarde? ¿Vigilando?
—También me cuesta dormir. Me cuesta caminar, me cuesta respirar, me cuesta todo últimamente.
Andrea Shaeffer sintió que la emoción la embargaba por momentos.
—¿Qué tal anda de memoria? —preguntó.
—De momento no me flojea, si se refiere a eso. Tengo buena memoria. ¿Qué quiere saber?
—¿Ferguson se fue de la ciudad hará una semana o diez días? ¿Lo vio con la maleta? ¿Se ausentó durante un día o dos? ¿Hizo algo fuera de lo normal, fuera de la rutina?
La mujer se quedó pensativa. Shaeffer la observó mientras repasaba mentalmente todas las entradas y salidas que había presenciado. Entornó los ojos y luego los abrió, como si de repente le hubiera venido a la cabeza un recuerdo o una imagen. Abrió la boca como dispuesta a decir algo y levantó una mano del andador de aluminio. Sin embargo, antes de pronunciar palabra alguna, la mujer recapacitó, como si un segundo pensamiento le hiciera desestimar el primero. Sus ojos volvieron a encogerse mirando el bloc que la detective sostenía, expectante. Finalmente, negó con la cabeza.
—Me parece que no. Pero seguiré pensando. Una no puede estar segura si no piensa con calma. Ya sabe cómo es esto.
Shaeffer la observó. «Seguro que recuerda algo. Pero no quiere decirlo.»
—¿Está segura?
—No —dijo la mujer—. Puede que recuerde algo dentro de un rato. ¿Ha dicho hace una semana o diez días?
—Sí.
—Trataré de recordar.
—Muy bien. Haga el favor. ¿Hay alguien más que pueda saber algo?
—No, señora. Ese joven es muy reservado. Sólo sale por la tarde y vuelve por la noche. Nunca hace ruido, nunca arma jaleo, es muy discreto. Ni siquiera tiene novia. ¿Para qué quiere saber todo esto? ¿Ha tenido problemas con la policía?
—¿Sabe algo de la vida que ha llevado en los últimos años, en Florida?
El señor Washington interrumpió:
—Hemos oído que pasó una temporada entre rejas. Pero nada más.
—Pero eso no es nada raro aquí, señora mía. Casi todo el mundo pasa una temporada entre rejas —comentó la mujer. Miró a su marido—. Y el Señor sabe que quien aún no la ha pasado acabará pasándola. Así son las cosas por aquí, señora mía.
—¿Cómo paga el alquiler? —preguntó Shaeffer.
—En metálico. El primero de cada mes. Nunca se ha retrasado.
Tomó nota de ello.
—No tiene nada de extraño. Éste no es un bloque de lujo precisamente, por si no se había dado cuenta.
—¿Lo han visto alguna vez con un cuchillo? Uno de caza. ¿Alguna vez han visto alguno en su apartamento?
—No, señora.
—¿Alguna pistola?
—No, señora, yo diría que no. Pero la mayoría de la gente de por aquí tiene un arma escondida en alguna parte.
—¿No recuerda nada de él? ¿Nada fuera de lo normal?
—Bueno, aquí no es muy normal perder el tiempo con libros.
Shaeffer asintió y les tendió a marido y mujer sendas tarjetas ornadas con el escudo de la policía del condado de Monroe.
—Si recuerdan algo, por favor llámenme. Estaré en este número el próximo par de días. —Anotó el número del motel cercano al aeropuerto donde se alojaba.
Ambos miraron las tarjetas con atención mientras se marchaba. Ya en el vestíbulo, el policía negro se quedó mirándola.
—¿Ha sacado algo en limpio? A mí no me ha parecido que dijeran gran cosa. Además, la vieja mintió al decir que no recordaba nada.
—Esa ha recordado algo, puede estar segura —dijo el rubio.
—¿También ustedes lo han notado?
—Por supuesto. Pero no sé por qué demonios lo ha hecho. Seguramente por nada en especial. ¿Usted qué cree, detective?
—Ya me gustaría saberlo —contestó—. Ha llegado la hora de ver si nuestro hombre está en casa.
Inspiró aire profunda y lentamente, tratando de controlar su corazón acelerado, y luego llamó a la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras, a excepción de una ventana al fondo que dejaba entrar una luz mortecina a través de la mugre grisácea. No sabía qué podía encontrarse. «Un asesino atípico —pensó—. Uno de los lados del triángulo. Alguien que estudia pero que de tanto en tanto hace las maletas y se marcha unos días a alguna parte.» Llamó de nuevo y al poco llegó la previsible respuesta:
—¿Quién es?
—Policía.
La palabra revoloteó en el aire ante ella, resonando en el minúsculo espacio. Transcurrieron unos segundos.
—¿Qué quiere?
—Hacerle unas preguntas. Abra.
—¿Qué clase de preguntas?
Podía sentir la presencia del hombre a sólo unos centímetros, tras la oscura puerta de madera.
—Abra.
Detrás de ella, los dos agentes se pusieron en guardia y retrocedieron un paso, apartándose de la línea de fuego. Ella volvió a llamar a la puerta.
—Policía —repitió. No sabía qué hacer si se negaba a abrir.
—Un momento.
No le dio tiempo ni a sentir alivio. Creyó percibir cierto temblor en su voz, cierta reticencia, como un niño pillado con las manos en la masa. «Tal vez está echando un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hay nada incriminatorio a la vista —pensó—. ¿Pruebas? ¿Pruebas de qué?»
Se oyeron varios cerrojos y cadenas de seguridad, luego la puerta se abrió lentamente. Andrea Shaeffer quedó cara a cara con Robert Earl Ferguson. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una holgada sudadera granate arremangada hasta los codos, le quedaba varias tallas grande y deformaba su silueta. Llevaba la cabeza rapada y la barba bien afeitada. Ella casi retrocedió de estupefacción; la rabia de aquel hombre casi la había noqueado. Tenía unos ojos fieros, penetrantes. Dio un paso al frente, asomándose al umbral.
—¿Qué quiere? —preguntó—. No he hecho nada.
—Quiero hablar con usted.
—¿Tiene placa?
Se la enseñó.
—¿Condado de Monroe? ¿Florida?
—Exacto. Me llamo Shaeffer. Investigo un homicidio.
Por un momento creyó apreciar incertidumbre en los ojos de Ferguson, como si se esforzara por recordar algo que le rehuía.
—Eso queda al sur de Miami, ¿no? Más abajo de los Glades.
—Así es.
—¿Qué quiere de mí?
—¿Puedo pasar?
—No hasta que me diga a qué ha venido.
Se hizo el silencio y Ferguson pareció aprovechar para observarla bien. Shaeffer advirtió que eran casi de la misma estatura y que él era apenas un poco más corpulento que ella. Pero también le pareció la clase de hombre en quien tamaño y fuerza resultan irrelevantes.
—Está usted muy lejos de casa. —Echó un vistazo a los dos agentes—. ¿Y ellos?
—Policía de Nueva Jersey.
—¿Le daba miedo venir sola? —Entornó los ojos de manera desagradable. Los dos policías dieron un paso adelante, amenazadores. Ferguson permaneció en el umbral, con los brazos cruzados.
—Claro que no —contestó Shaeffer, pero su respuesta sólo provocó una leve sonrisa.
—Yo no he hecho nada —repitió, esta vez en tono neutro, como un abogado que hablara para dejar constancia.
—Nadie ha dicho lo contrarío.
Ferguson sonrió.
—Pero no habría venido desde Monroe hasta este entrañable lugar sólo para ver mi bonita cara, ¿verdad? —Retrocedió un paso—. De acuerdo, pase. Pregunte lo que quiera. No tengo nada que ocultar.
La última frase iba dirigida a los dos hombres y fue pronunciada en voz más alta.
Shaeffer entró en el apartamento. En cuanto pasó por delante de él, Ferguson se interpuso entre ella y los dos policías, cerrándoles el paso.
—Eh, maderos, a vosotros no os he invitado —dijo con brusquedad—. Sólo ella. A no ser que traigáis una orden.
Shaeffer se volvió sobresaltada. Vio cómo los dos agentes se enervaban. Como todos los policías, no estaban acostumbrados a recibir órdenes de un civil.
—Quítate de en medio —dijo el negro.
—Es ella la que tiene preguntas, o sea que es ella la que entra. Vosotros esperáis fuera.
El policía rubio se adelantó, como dispuesto a apartarlo de un empellón, pero luego pareció reconsiderarlo. Shaeffer terció:
—No pasa nada, yo me ocupo.
Los dos policías asintieron.
—No es el procedimiento habitual —terció el mayor. Y mirando a Ferguson—: ¿Qué vas a hacerme, capullo?
Ferguson permaneció impasible.
Shaeffer hizo un discreto gesto de negación con la mano. Hubo una pausa tensa, y los dos agentes regresaron al vestíbulo.
—Muy bien —dijo el policía negro—. Esperaremos aquí. —Se volvió hacia Ferguson—. Me he quedado con tu cara, gilipollas —murmuró—, y yo nunca olvido una cara.
Ferguson lo miró con indiferencia y repuso:
—Yo tampoco.
Empezó a cerrar la puerta, pero el agente rubio alargó el brazo y la aguantó.
—Se queda abierta, ¿vale? Así todos nos ahorraremos problemas.
Ferguson apartó las manos de la puerta.
—Si es lo que queréis… —Se volvió y acompañó a Shaeffer al interior del apartamento. Mientras caminaban, dijo—: Todos van de lo mismo. Como los del corredor de la muerte. Se creen muy duros pero no saben lo que es ser duro de verdad.
—¿Usted sí lo sabe, señor Ferguson?
—Sí, y consiste en saber el cuándo y el cómo. Duro de verdad es el que sabe que la sociedad le ha contagiado una enfermedad terminal, el que sabe que cada aliento se acerca más al último suspiro. —Se detuvo en la pequeña sala—. ¿Y usted, detective? ¿Usted también va de dura?