Juicio Final (62 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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El hombre dio un paso adelante.

Shaeffer amartilló el arma.

—Estoy buscando a mi compañero —masculló—. Él iba persiguiendo a un sospechoso. Se lo preguntaré una sola vez: ¿ha visto a un policía blanco siguiendo a un hombre negro por aquí, hace unos treinta minutos? Conteste y no le volaré los huevos.

Bajó el ángulo del arma hasta apuntar a la entrepierna.

El gigantón titubeó.

—No —dijo tras una pausa—. Por aquí no ha pasado nadie.

—¿Está seguro?

—Sí, estoy seguro.

—Está bien —respondió Shaeffer, y comenzó a moverse hacia el hombre—. Ahora me iré. ¿Lo ve? Ha sido muy sencillo.

Pasó junto a él, regresando por donde había venido. Él se dio la vuelta lentamente, observándola.

—Váyase de aquí, señorita policía. Antes de que le ocurra algo malo.

Aquello era una amenaza y a la vez una promesa. A medida que se alejaba, Shaeffer lo oyó mascullar improperios, alargando la pronunciación para que ella lo oyera. Ella seguía con el arma en la mano y se encaminó hacia donde había dejado el coche, sin saber ya qué hacer y asustada hasta la médula.

La mano le temblaba ligeramente cuando encendió el contacto. Con el coche en marcha y las puertas bloqueadas, se sintió segura por un momento.

—Ese capullo estúpido —se desahogó—. ¿Dónde coño se ha metido?

La voz se le quebraba y eso le dio rabia. Sacudió la cabeza y luego miró por la ventanilla, permitiéndose fantasear con que Bruce Wilcox surgiría en cualquier momento de alguna de aquellas sombras, sin aliento, sudando, mojado y hecho una calamidad. Recorrió la calle arriba y abajo con la mirada, pero no lo vio.

—¡Mierda! —exclamó.

Se resistía a encender el coche y marcharse, pensando que, probablemente un minuto después de arrancar él aparecería y luego ella tendría que disculparse por haberlo abandonado.

—Pero no lo he hecho, joder —se argumentó a sí misma—. Él me dejó a mí.

No sabía qué hacer. La noche se había abatido definitivamente sobre aquel barrio marginal, y la llovizna ya era lluvia en toda regla, un manto gris que cubría la calle. Aunque el coche le proporcionaba calor y seguridad, no hacía más que aumentar su sensación de soledad. Ponerlo en marcha le supuso un esfuerzo atroz; conducir una sola manzana, agotador.

Avanzó lentamente, escudriñando en detalle la zona, hasta que llegó al apartamento de Ferguson. Se detuvo y alzó la vista hacia el edificio, pero no vio luces. Aparcó sobre el bordillo y esperó cinco minutos. Luego otros cinco. Luego volvió al lugar donde había visto a Wilcox por última vez. Después recorrió las calles adyacentes arriba y abajo. «Seguro que ha cogido un taxi —intentaba convencerse—. O habrá parado un coche patrulla. Estará esperando en el motel con Cowart y Brown; o en la comisaría del distrito tomándole declaración a Ferguson, preguntándose dónde demonios estoy. Sí, seguramente. Ha conseguido hacer cantar a Ferguson y ahora está tomándole declaración, y no va a interrumpirse para preocuparse por mí. Además, él da por supuesto que sé arreglármelas sola.»

Se dirigió hasta un amplio bulevar por el que se salía de aquel lúgubre barrio. Al cabo de poco encontró la salida a la autopista y unos minutos después ya estaba de camino al motel. Se sentía como una niña inexperta. No había sabido seguir el procedimiento, la rutina; había fallado siguiendo su propio criterio y al final lo había fastidiado todo.

No dudaba que Wilcox le recriminaría a gritos que le hubiera perdido la pista y no le hubiese dado apoyo. «Imbécil de mí, si eso es lo primero que te enseñan en la academia», se reprochó con dureza.

Con la autoestima por los suelos, entró en el aparcamiento del motel, se apeó y cruzó el asfalto mojado hacia la habitación donde creía que los tres hombres estarían esperándola impacientes.

Cowart sentía que la muerte lo acechaba. Había huido del apartamento de Ferguson abatido por el miedo y la ansiedad, intentando contener sus emociones. Brown lo había presionado en un primer momento para sonsacarle detalles de la conversación con Ferguson, pero renunció al comprobar que el periodista se negaba a responder y lo dejó sumirse en un mutismo absoluto. En su fuero interno, el teniente tenía claro que algo había ocurrido, que Cowart estaba muerto de miedo, y pensó que habría disfrutado con malicia viéndolo tan desazonado si el motivo hubiera sido otro.

Había acabado conduciendo hasta New Brunswick y Rutgers sin más objetivo que el de ver dónde asistía Ferguson a clase. Después de caminar bajo la lluvia, encogidos y abriéndose paso entre una riada de estudiantes, Cowart le había contado al fin la conversación. Los desmentidos y las interpretaciones de Ferguson, los diálogos y los detalles, todo lo ocurrido hasta llegar al momento en que Ferguson los había amenazado a su hija y a él. Entonces se calló. El teniente esperó a que siguiese, pero Cowart no se lo contó.

—¿Qué más?

—Nada.

—Vamos, Cowart. Salió de allí temblando como una vara. ¿Qué le dijo ese capullo?

—Nada. Es sólo que todo lo que ocurrió allí me asustó mucho.

Brown insistió en escuchar la cinta.

—Imposible —respondió Cowart—. Se la quedó él.

El teniente pidió ver las notas, pero el otro sabía que, después de la primera página, sus notas no eran más que garabatos ilegibles. Tanto Brown como Cowart intuyeron que les habían tendido una trampa, pero se abstuvieron de comentarlo.

Era media tarde cuando regresaron al motel, enfurruñados por el tráfico de la hora punta y su mutua falta de cooperación. Brown dejó a Cowart en su habitación y se marchó a la suya para realizar unas llamadas, tras prometer que volvería con algo de comida. El teniente sabía que había ocurrido algo más, pero también era consciente de que al final acabaría sabiéndolo. No creía que Cowart fuese capaz de mantener su miedo y su silencio demasiado tiempo. Casi nadie lo era. Después de un susto como aquél, era sólo cuestión de esperar a que necesitara desahogarse.

No tenía muy claro cuál debía ser el paso siguiente, pero supuso que iría en función de lo que hiciera Ferguson. Barajó la posibilidad de detener sin más a Ferguson y acusarlo de la muerte de Joanie Shriver. Legalmente era inútil, pero al menos Ferguson se vería obligado a regresar a Florida. La alternativa era encarar lo que había iniciado cuando habló con su amigo de Eatonville: investigar todos los casos pendientes en el estado hasta hallar algo con que llevarlo de nuevo ante los tribunales.

Suspiró. Tardaría semanas, meses, quizá más. «¿Tendrías paciencia?», se preguntó. Por un instante intentó imaginarse a la niña desaparecida en Eatonville. «Como mis propias hijas —pensó—. ¿Cuántas más morirán mientras tú trabajas como una mula en homicidios?»

Pero no tenía elección. Comenzó a realizar llamadas en busca de respuestas a los varios mensajes que había enviado unos días antes a varios policías locales de Florida. «Sé metódico —se ordenó—. Investiga todas las ciudades pequeñas, todos los pueblos apacibles que Ferguson ha visitado en el último año. Encuentra a la niña desaparecida en cada uno, luego encuentra la prueba que te llevará hasta él. Tiene que haber un caso, en alguna parte, donde las pruebas no hayan quedado contaminadas o destruidas.» Resultaría una labor lenta y minuciosa, y sabía que con cada hora que pasara, alguna niña en algún lugar se iría acercando a la muerte. Maldijo cada segundo que se le escurría entre los dedos.

Cowart se sentó en su habitación para tratar de tomar una decisión, la que fuera. Examinó sus notas: la caligrafía temblorosa lo ponía en evidencia. Sólo logró descifrar la lista de visitas que Ferguson había realizado a Florida desde su salida del corredor de la muerte hasta su regreso a Newark para retomar sus estudios. Siete viajes.

«¿Habrán muerto siete niñas? —se preguntó—. ¿Una en cada viaje? ¿O esperó y volvió en alguna otra ocasión?»

Joanie Shriver y Dawn Perry. Tenía que haber más. Por su cabeza comenzaron a desfilar niñas pequeñas, todas empezando a caminar por la vida, niñas en pantalones cortos y camiseta, o en vaqueros y con coletas, solas e inocentes, todas presas potenciales de Ferguson. Lo visualizó dirigiéndose a ellas, con los brazos abiertos y expresión sonriente, irradiando confianza y engaño y muerte calculada. Sacudió la cabeza para borrar aquella imagen, y en su lugar aparecieron las palabras de Sullivan: «¿Es usted un asesino, Cowart?»

«¿Lo soy?», se preguntó.

Bajó la mirada hacia la lista de visitas a Florida y un escalofrío le recorrió los brazos hasta la punta de los dedos. «Han muerto niñas que de no ser por ti, Matthew Cowart, seguirían vivas», se dijo.

Sullivan había encontrado seguridad en la aleatoriedad de sus crímenes. Había matado a personas que no conocía, a personas que habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Al minimizar el contexto del asesinato, lograba frustrar la capacidad investigadora de la policía. Cowart sospechaba que Ferguson estaba haciendo lo mismo. Al fin y al cabo, había aprendido de la mano de un experto. Sullivan le había enseñado algo fundamental: a convertirse en un estudioso de sus repugnantes impulsos.

Recordó su visita a la hemeroteca del
Journal
y le vino a la cabeza el titular de aquel pequeño artículo: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» Por supuesto que no los había, pensó. No había indicios ni pruebas sólidas. Lo único que había era un hombre declarado inocente llevándose a niñas de este mundo.

Respiró hondo y dejó que discurrieran por su mente todos los elementos acumulados de crímenes reales, supuestos e imaginarios, torrentes de maldad que al final desembocaron en el núcleo de su miedo más pavoroso: una imagen de su hija volviendo a casa tranquilamente. Tuvo la sensación de que hasta ese momento había deambulado en una especie de ceguera moral, dado que todas las muertes relacionadas con Sullivan y Ferguson no le habían afectado directamente. Pero eso había cambiado.

Se sujetó la cabeza entre las manos y pensó: «¿Estará matando a alguien ahora? ¿Hoy? ¿Esta noche? ¿Cuándo? ¿La semana que viene?» Alzó la vista hacia el espejo colgado encima del aparador. «Y tú, pedazo de cretino, preocupado por tu reputación.»

Sacudió la cabeza, viendo cómo su propio reflejo se lo reprochaba. «No tendrás ninguna reputación a no ser que hagas algo y rápido —se dijo—. Pero ¿qué?»

Se acordó de un artículo de su amiga Edna. En una ocasión había averiguado que la policía de un barrio de Miami estaba investigando seis casos de violación ocurridos en un mismo tramo de autopista. Cuando entrevistó a los detectives que llevaban el caso, éstos insistieron en que no escribiera una sola palabra al respecto, alegando que un artículo en el periódico alertaría al violador en serie de que estaban tras su pista y entonces él modificaría su
modus operandi
, alteraría su reconocible estilo, se trasladaría a otra zona y eludiría los señuelos y las operaciones de vigilancia que habían diseñado. Edna había ignorado la petición, convencida de que era imprescindible alertar a las mujeres que, ajenas al peligro, atravesaban de noche la ruta del violador.

Los artículos se anunciaron en portada en la edición dominical del
Journal
, como primicia, junto con un retrato robot del sospechoso. Los detectives se indignaron, como cabía esperar, convencidos de que aquello espantaría a su presa.

Sin embargo, no sucedió así. El violador no había cometido seis agresiones, sino más de cuarenta. Más de cuarenta mujeres habían sido atacadas, pero el sufrimiento y la humillación habían determinado que la mayoría no lo denunciara a la policía. Tras la agresión se iban a casa dando gracias al cielo por estar vivas e intentaban recomponer su cuerpo desgarrado y su maltrecha autoestima. Una por una habían llamado a Edna, recordaba Cowart. Voces que sollozaban, entrecortadas por las lágrimas y las dudas, capaces a duras penas de superar la desdicha que había traído consigo el horror de lo sucedido, pero ansiosas por contar su historia a la periodista, por si así podía evitarse que otras mujeres cayeran en las garras de aquel sádico. Al cabo de unos días habían llamado todas. De forma anónima y aterrorizadas, pero habían llamado. Todas pensaban que estaban solas, que habían sido la única víctima. Al final de la semana, Edna tenía el número de matrícula del coche del violador, una descripción detallada del vehículo y el agresor y decenas de elementos más que llevaron a la policía hasta la casa del violador una noche, quince días después de que se publicaran los artículos, justo cuando se disponía a salir.

Cowart se recostó y sopesó la amenaza de Ferguson. Era muy seria.

«Hazlo —se dijo entonces—. Reúnelo todo, todas las mentiras, las pruebas obtenidas ilegalmente, todo, y elabora un artículo y publícalo. No esperes más, hazlo antes de que Ferguson tenga la oportunidad de actuar. Atácalo con palabras y luego corre, llévate a tu hija y escóndela. Es tu única arma. Eso sí, tus colegas de trabajo te arrancarán la piel a tiras por ese artículo. Acabarás pisoteado, denostado y con la cabeza ensartada en una estaca. Y después todo será muy duro porque tu mujer te odiará y su marido te odiará y tu hija no lo entenderá, aunque, con un poco de suerte, ella no te odiará.»

Pero era la única manera.

Se incorporó de nuevo en la cama y pensó: «Vas a conseguir que todo el mundo os señale con el dedo, a ti y a él. Y después, tal vez cada cual recibirá su merecido. Hasta Ferguson.»

«Titulares de dos y medio, fotos a todo color. Asegúrate de que sale en los teletipos, y en los semanales. Acude a programas de entrevistas. Difunde a los cuatro vientos la verdad sobre Ferguson hasta que el escándalo resuene más alto que todos sus desmentidos. Entonces nadie ignorará el asunto. Lo acuciarán allá donde vaya con libretas, flashes y focos. Descríbelo con todo lujo de detalles para que, se esconda donde se esconda, levante sospechas. No permitas que pase inadvertido y pueda continuar haciendo lo que le plazca. Sí, eso, arrebátale su invisibilidad: eso lo matará.»

«"¿Es usted un asesino, Cowart?" Puedo serlo.»

Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Will Martín, cuando de repente alguien dio un golpazo en la puerta. Pensó que sería el teniente Brown.

Se levantó con la cabeza desbordada con la idea del artículo que pensaba escribir, abrió la puerta y se encontró con Andrea Shaeffer.

—¿Está aquí? —preguntó la detective.

Tenía el pelo mojado y alborotado. La lluvia había trazado rayas oscuras en su abrigo de cuero. Miró con ansiedad más allá de Cowart, escrutando la habitación. Antes de que él pudiera abrir la boca, ella habló de nuevo.

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